Pienso en educación y pienso en una cultura de la legalidad
que despida para siempre la cultura de la arbitrariedad.
Pienso en educación y pienso en tolerancia.
Pienso en educación y pienso en experiencia.
Pienso en experiencia y pienso en destino.
Destino de los actos.
Destino de las palabras.
(Carlos Fuentes)
1. Introducción
No existe una noción clara y única respecto de lo que sea la globalización. Algunos la asocian con la expansión de la tecnología informática (M. Castels); otros con los mayores niveles de interacción económica resultante de la apertura de nuevos mercados (Banco Mundial); con la mayor movilidad de capitales (G. Soros); con la homogeneización cultural (S. Huntington); con la occidentalización capitalista (F. Fukuyama); o con el cambio de la red de relaciones sociales resultantes de la modernidad (A. Giddens). En todo caso, pareciera tratarse más bien de apreciaciones fenomenológicas que de descripciones cognoscitivas.
La globalización podría caracterizarse simplemente como el escenario resultante de la Guerra Fría, en el cual se está produciendo un reordenamiento de actores, normas y relaciones que terminarán por producir un nuevo orden de las en relaciones mundiales. Es importante tener presente en este sentido, que “la globalización es un proceso inacabado, al cual le falta regulación, humanización y civilización” (Samper, 2002: 44).
En síntesis se puede decir entonces, que la globalización es el resultado de la integración de los sectores económico y financiero a escala mundial (Hallak, 1999) resultado del progreso tecnológico, especialmente de las TICs; cambios geopolíticos de impacto mundial; y la expansión y liberación de los mercados, cuyos efectos se han dejado sentir en todos los ámbitos del quehacer humano, incluido el educativo.
En el ámbito estrictamente educativo los efectos de la globalización pueden focalizarse en cinco aspectos: el conocimiento dejó de ser lento, escaso y estable, la educación formal ha dejado de ser el único medio mediante el cual las nuevas generaciones entran en contacto con el conocimiento y la información, los(as) profesores(as) y los textos escritos han dejado de ser los soportes exclusivos de la comunicación educacional; y los cambios tecnológicos y la apertura a una economía global basada en el conocimiento han obligado a replantearse las competencias y destrezas que las sociedades deben enseñar y aprender (Brunner, 2001).
En esta misma línea otros autores postulan que la globalización en la educación se deja sentir en el predominio del individualismo y la competencia, con poco espacio para el pensamiento libertario y contestatario; en que los actores tradicionales (padres y educadores) han sido reemplazados por empresas privadas e instituciones internacionales; en que valores como la productividad, eficiencia, eficacia, control de calidad, participación local y elección subyacen por tras de todos los procesos de reforma educacional, fomentando de paso la descentralización, la privatización, la presión sobre los(as) estudiantes y profesores(as), entre otros muchos aspectos como estrategia para alcanzar los nuevos estándares (Stromquist, 2002).
El desafío que se plantea ante esta nueva realidad es, por un lado, que los beneficios de la globalización lleguen a un mayor número de personas y, por otro, a reducir los costos sociales inherentes a su aplicación, de forma tal, de crear un entorno propicio que preserve y respete el pluralismo cultural. De no tenerse estos cuidados se terminaría imponiendo la “lógica del mercado” como única posibilidad de desarrollo; se debilitarán aún más los Estados nacionales; y la globalización económica y cultural terminaría imponiendo un concepto “productivista de educación” que ignorara los valores sociales e individuales; además de legitimarse la violación de los derechos humanos, especialmente desde el punto de vista de su universalidad e indivisibilidad.
En el caso de América Latina los desafíos que le impone la globalización a la educación pueden resumirse en cuatro puntos: educación y gobernabilidad; educación y equidad; educación y competitividad; y educación e identidad. Respecto del primero cabe señalar que la educación juega un papel fundamental en el mantenimiento de la gobernabilidad a través de lo que podría denominarse la “creación de una nueva ciudadanía”, cuya conceptualización está asociada al búsqueda de alternativas que terminen con todas las formas de exclusión, al fortalecimiento de la sociedad civil, y la descentralización que garantice la gobernabilidad y representación. En lo que respecta a la equidad, como bien se ha señalado reiteradamente, América Latina no es la región más pobre del mundo, sin embargo, puede considerarse como el continente donde la riqueza está peor distribuida. Entre los factores estructurales de esta inequitativa repartición suelen mencionarse: factores demográficos, patrimoniales, ocupacionales y educativos; de allí, que los analistas expliquen esta contradicción en la incapacidad de los gobiernos de la región para crear empleos calificados. Estas condiciones parecieran estrechamente ligadas con el tema de la competitividad, pues, a mayor inversión en educación, mayor productividad individual y social.
Finalmente, en lo que dice relación con el debate que está por tras de la identidad y la globalización la resolución del dilema multicultural versus cosmopolitismo pareciera estar en una síntesis integradora. En este sentido los sistemas educativos latinoamericanos deberían actuar como transmisores de valores que fortaleciesen nuestra identidad cultural, pero al mismo tiempo, permitir la adopción de aquellos códigos de modernidad que nos identifiquen como “ciudadanos globales”; es decir, sin renunciar a una “latinoamericanidad”, entendida como la suma de todas las esencias nacionales que nos caracterizan como una comunidad de valores y tradiciones, seamos capaces de integrarnos, desde nuestra identidad, activa y creativamente en los nuevos escenarios globales.
Entre los objetivos de una educación humanizadora, pero al mismo tiempo acorde a los desafíos presentes y futuros de la sociedad del conocimiento se suelen mencionar: una educación de calidad para todos(as) a lo largo de toda la vida; la satisfacción de las necesidades básicas de aprendizaje (lectura, escritura, valores culturales y morales, etc.); una formación para vivir en una sociedad en permanente cambio; la adquisición de nuevas competencias para vivir en la sociedad de la información y las comunicaciones; una educación que promueva los valores y principios éticos básicos; una educación que incentive la convivencia y el desarrollo personal integral; una educación para el ejercicio activo de la ciudadanía; y una educación que promueva la cultura de la paz y solidaridad internacional (Cobo, 2005).
En los siguientes párrafos intentaremos abordar algunas de estas temáticas, pero esta vez desde la perspectiva de la educación católica, poniendo especial atención a los elementos que le son propios, a los desafíos y a las tareas aún pendientes.
2. Finalidad de la educación católica
Toda educación está llamada a transformarse en el lugar privilegiado de formación y promoción integral de la persona humana, mediante la asimilación sistemática y crítica de la cultura. Tal encuentro acontece en la escuela, confrontando e insertando los valores perennes en las problemáticas sociales contemporáneas. En este sentido, como bien afirman los obispos latinoamericanos en Aparecida, la educación para ser educativa debe insertarse en los problemas actuales, de modo que los distintas disciplinas han de presentar no sólo un saber que adquirir, sino también valores que asimilar, y verdades que descubrir (Aparecida, 2007: N° 343).
Este desafío, no obstante, implica tener claridad respecto de los objetivos y propósitos de la educación, pues, “ningún maestro educa sin saber para que educa, y que a su vez siempre existe un proyecto de hombre encerrado en todo proyecto educativo[1]; y que este proyecto vale según construya o destruya al educando” (Santo Domingo, 1992: N° 265). Así, corresponde a la escuela, en cuanto institución educativa, poner de relieve la dimensión ética y religiosa de la cultura.
Esta condición se torna más acuciante, especialmente si se tiene en consideración que son los mismos mecanismos informáticos y tecnológicos, distintivos de la sociedad del conocimiento, los que suscitan en la comunidad escolar las motivaciones, dudas y cuestionamientos valóricos y éticos en torno a la forma de relacionarse con la naturaleza, consigo mismo y con los demás seres humanos y, por cierto, también con lo trascendente (Dios).
Situación que pareciera haberse acentuado tras el fin de las tres grandes utopías modernas: la idea del progreso indefinido, el nacionalismo y el socialismo, claramente perceptibles desde fines de los 80’; y que, de algún modo, constituyeron referentes valóricos e ideológicos para muchas generaciones de jóvenes en las décadas pasadas. La decepción postmoderna, resultado precisamente de los fracasos atribuidos a esas tres utopías, ha ido minando desde su base las motivaciones valóricas (Bentué, 1998).
Decepción que se ha visto refrendada en América Latina, con el triunfo avasallador y sin contrapeso del modelo neoliberal, que para amplios sectores de la población del continente ha significado una profundización de las condiciones de pobreza y marginación (Santo Domingo, 1992: N° 179).
No obstante, con el derrumbe de las utopías modernas, la hegemonía indiscutida del modelo neoliberal, y mucho antes de los grandes metarrelatos filosóficos y religiosos, la crisis también pareció tocar a la educación, al punto que la inercia surgida de la modernidad ha hecho que los sistemas educativos hayan privilegiado el rendimiento, la eficacia, la eficiencia y el lucro por sobre los proyectos colectivos, la reflexión crítica y la promoción de valores. De allí, que aún continúe siendo válido el plantearnos las grandes cuestiones y los grandes criterios educativos que son necesarios para una auténtica renovación y transformación social. De ello depende, en buena parte, el futuro, tal como lo expresaba ya el Concilio Vaticano II:
“El porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar” (Gaudium et Spes, N° 31).
Lo anterior resulta particularmente válido si se tiene en cuenta la complejidad del mundo actual en razón del pluralismo cultural y valórico surgido de la modernidad y acentuado de forma peculiar en la así llamada “postmodernidad”. Pese a ello, parece aún razonable postular que la perspectiva valórica subyacente a la tradición judeo – cristiana puede aportar ideales y significados que den sentido de la vida y, valores objetivamente enriquecedores de un proceso educativo humanizador, que evite las manipulaciones del ser humano y el riesgo inherente de vaciarlo de su propia identidad.
Todavía más, en éstos tiempos, la globalización y las nuevas tecnologías son, más que temas de moda, verdaderos motivos de reflexión, que nos interpelan a hacer una pausa en nuestros quehaceres cotidianos y nos obligan a cuestionarnos la manera de acercarnos a esas realidades; de forma tal, que los beneficios que ha traído consigo el nuevo milenio estén al alcance del mayor número de personas. Es en este espíritu que el papa Benedicto XVI, a propósito de la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales (2009) hizo una invitación a promover una cultura del respeto, del diálogo y la amistad; pues, más que un tema el papa parece invitar a desarrollar un auténtico programa de trabajo.
3. Carácter específico de la educación católica
Hoy como en el pasado, algunas instituciones educativas que se dicen católicas parecieran no responder plenamente al proyecto educativo que debería distinguirlas; no cumpliendo de paso con las funciones que la Iglesia y la sociedad legítimamente tienen derecho a esperar de ellas. Muchas de las personas que trabajan en esas instituciones parecieran carecer de una clara conciencia de lo que supone la identidad católica; además de no visualizar con toda claridad las consecuencias que se derivan de su diferencia respecto de otro tipo de centros de formación; pues, lo que debería definir su concepción, objetivos y finalidad es la persona de Jesucristo (La Escuela Católica, 1977: N° 25). Si por el contrario, esa educación no puede hablar de Cristo, corre el riesgo de no ser cristiana, pese a denominarse de ese modo (Santo Domingo, 1992: N° 265).
Por tanto, la educación es “católica”, porque los principios evangélicos son para ella norma educativa, motivaciones interiores y metas finales. Este es el carácter específicamente católico de la educación. En el mundo plural de hoy esta adhesión presupone, entre otros aspectos, una defensa irrestricta de los derechos humanos, la promoción de la solidaridad como expresión liberadora de la caridad y la comunión eclesial.
No obstante, estas no son las únicas condiciones que se le imponen a la educación católica, ella ha de propender a una síntesis entre fe y cultura, de modo tal, de cultivar el entendimiento y apoyo recíproco entre los distintos saberes, con el debido respeto a los métodos particulares de cada una. En este sentido resultaría erróneo considerar estas disciplinas como simples auxiliares de la fe o como recursos apologéticos; pues, ellas permiten aprender técnicas, conocimientos, métodos intelectuales, actitudes morales y sociales que capacitan al alumno para desarrollar su propia personalidad e integrarse de forma activa en la comunidad. De esta manera, la educación católica ha de considerar a las distintas ciencias humanas no sólo como saberes a adquirir, sino también como valores a asimilar y verdades que descubrir (Vargas, 2007).
En esta misma línea se ha de subrayar que la investigación en el contexto de la educación católica ha de buscar la integración de todos los saberes como una tarea permanente y siempre perfeccionable. Iluminados por la filosofía y la teología, los constructores del currículo de un proyecto educativo católico han de esforzarse en determinar el lugar que le corresponde y el sentido de cada una de las disciplinas que componen el marco de una visión de la persona humana, iluminada por el Evangelio y, consiguientemente, por la fe en Cristo, centro de la creación y Señor de la historia (Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae, 1990: Nº 4).
En esa tarea de integración y conciliación la educación católica ha de fomentar el diálogo entre fe y razón, de modo de poner de manifiesto como esas dos realidades se encuentran en una única verdad y tienen su origen en el mismo Dios (Gaudium et Spes, Nº 36). Especial responsabilidad en esta síntesis de saberes le corresponde a la teología, pues, ella además de no poder encapsularse en sus propias disquiciones, so pena de enajenación, ha de colaborar con los otros saberes en la búsqueda de significados, así como ayudándoles a examinar de qué modo sus descubrimientos influyen sobre las personas y la sociedad.
En otras palabras, el desarrollo integral de la persona humana y de las sociedades, exigen la construcción de un discurso transdiciplinario, en el que se incluyen de forma activa la filosofía y la teología, que de cuenta de una visión orgánica de la realidad y contribuya al deseo incesante de progreso intelectual.
Otro de los desafíos a que se ve enfrenta la educación católica es motivar a los(las) estudiantes a hacer una síntesis entre fe y vida. Para ello ha de estimularlos a superar el individualismo y a descubrir, a la luz de la fe, que están llamados a vivir de manera responsable una vocación específica en un contexto de solidaridad con las otras personas; o dicho de otro modo, a comprometerse en el servicio de Dios, transformando el mundo para que venga a ser una digna morada de los hombres (La Escuela Católica, 1977: Nº 45). El cumplimiento de este desafío, si bien respeta la libertad de conciencia, no tiene como fin último una simple adhesión intelectual a la verdad religiosa, sino de asumir el compromiso personal con la persona de Cristo (La Escuela Católica, 1977: Nº 50).
Y es en este contexto también en que se han de entender las actividades de una universidad católica, en vista de una armonización y compromiso con la misión evangelizadora de la Iglesia, de tal forma, que la investigación ponga los nuevos descubrimientos al servicio de las personas y de la sociedad; que la formación prepare hombres y mujeres capaces de un juicio racional y crítico, además de conscientes de la dignidad trascendental de la persona humana; que la formación profesional comprenda los valores éticos y la dimensión de servicio; que el diálogo con la cultura favorezca una mejor comprensión de la fe; que la investigación teológica ayude a la expresión de la fe en un lenguaje comprensible a los tiempos que se viven.
En síntesis, la universidad católica debe asumir un papel “humanizador” de la globalización, vale decir, formar personas preparadas para enfrentar los problemas derivados de la pobreza, la falta de oportunidades, las desigualdades sen el acceso a los bienes culturales y educativos, destrucción del medio ambiente, etc. En otras palabras, la universidad católica debe aprender a convertir los peligros de la globalización en oportunidades para el intercambio cultural, social y económico de nuestra América Latina.
En esta misma perspectiva se ha de subrayar que la dimensión eclesial no constituye una característica sobrepuesta, sino una cualidad propia y específica de la educación católica (La Escuela Católica en los Umbrales del Tercer Milenio, 1997: Nº 11-12). Es decir, se ha de tender a que la escuela católica sea una comunidad de fe donde Dios se hace presente y se comunica, donde el anuncio y el testimonio cobran vida, donde se hace una auténtica experiencia de Iglesia, y donde la comunión y la participación, particularmente de los jóvenes, es expresión de la comunión humana y cristiana con Dios; pues, como bien enfatizan los obispos latinoamericanos reunidos en Aparecida: “la fe cristiana nace y crece en el seno de una comunidad” (Aparecida, 2007: Nº 352). Expresión análoga es la que se desprende de la Conferencia Episcopal de Chile a través de las Orientaciones Pastorales 2000 – 2005 que señala: “es oportuno recordar, en sintonía con el Concilio Vaticano II, que la dimensión comunitaria de los centros católicos no es una característica psicológica, sino que también tiene un fundamento teológico” (Nº 114)
Asimismo, el educador laico ha de estar convencido de que es partícipe de la misión santificadora y educadora de la Iglesia y, por lo mismo, no puede considerarse al margen del conjunto eclesial (El laico educador, testigo de fe en la escuela, 1982: Nº 24).
4. Validez de la opción por los pobres en un mundo globalizado
Un primer aspecto que es necesario subrayar es que la identidad de la educación católica no es estática, sino que debe renovarse constantemente, de modo de no sólo acompañar los cambios, sino responder a las inquietudes y búsquedas, especialmente de las nuevas generaciones. Y considerando que la globalización toca todos los ámbitos de la vida humana, la educación católica se ve, igualmente, interpelada y puesta a prueba, desde sus fundamentos hasta las funciones que debe cumplir en las sociedades actuales.
Sin desconocer los innegables beneficios de la globalización en el desarrollo de nuevas tecnologías, acopio de información y expansión de los medios de comunicación de masas, no se puede desconocer que es una “globalización asimétrica”; situación particularmente perceptible en nuestro continente, por cuanto tiende a acrecentar la desigualdad de oportunidades, la pobreza, la corrupción, la nivelación cultural, la colonización económica y valórica.
Las desigualdades, fruto de la inadecuada distribución de la educación y la riqueza, hieren severamente el tejido social. De allí, que el deber fundamental de la educación católica consista en humanizar la globalización y globalizar la solidaridad.
Desde esa perspectiva, la opción por los pobres debería transformarse en un elemento distintivo de la identidad de cada comunidad educativa católica. A este respecto el papa Juan Pablo II exhortaba a que el servicio e influjo de los distintos centros de la Iglesia dedicados a la enseñanza llegase a todos los sectores de la sociedad sin distinciones, ni exclusivismos. “Nunca será posible liberar a los indigentes de su pobreza si antes no se libera de la miseria debida a la carencia de una educación digna” (Exhortación Apostólica Postsinodal, Ecclesia in America, 1999: Nº 71).
Ya en Medellín, en un intento por aplicar las recomendaciones del Concilio Vaticano II, se insistía acerca de la necesidad de una efectiva democratización de la escuela católica, de tal manera que todos los sectores sociales, sin distinción alguna, tuviesen acceso a ella (Medellín, 1968: Nº 33). En esa misma línea en Puebla se recomendaba a la universidad católica vivir un continuo autoanálisis y hacer flexible su estructura operacional para responder al desafío de su región o país, mediante el ofrecimiento de carreras cortas especializadas, educación continuada para adultos, extensión universitaria con oferta de oportunidades y servicios para grupos marginados y pobres (Puebla, 1979: Nº 1062). El llamado de los pastores en esa Asamblea era dar prioridad en el campo educativo a los sectores pobres, marginados material y culturalmente, orientando preferentemente hacia ellos los servicios educativos de la Iglesia (Puebla, 1979: Nº 1043).
La presencia educadora de la Iglesia en la cultura, que la interpela a abrirse al don de trascendencia de sus propias posibilidades autónomas, se sintetiza de modo magistral en otro texto de Puebla inspirado en Evangelii Nuntiandi:
“La Iglesia colabora por el anuncio de la Buena Nueva y, a través de una radical conversión a la justicia y al amor, a transformar desde dentro las estructuras de la sociedad pluralista que respeten y promuevan la dignidad de la persona humana y la abran a la posibilidad de alcanzar su vocación suprema de comunión con Dios y de los hombres entre sí” (Puebla, 1979: Nº 1206).
Como consecuencia de esa urgente y necesaria transformación, desde el interior mismo de las estructuras de la sociedad demanda de la educación católica la exigencia moral de transformarse en una educación liberadora como parte integrante de una educación evangelizadora (Puebla, 1979: Nº 1055, 1059 y 1060). Así, se puede afirmar, sin sombra de dudas, que no hay evangelización sin liberación estructural.
En ese entendido una educación auténticamente evangelizadora debe estar orientada al servicio, particularmente de los más desfavorecidos y marginados de la sociedad; pero no un servicio limosneros o paternalista, que alivie las conciencias, sino un servicio para la justicia (Puebla, 1979: Nº 1029).
Para dar cumplimiento a este mandato el primer paso lo constituye la toma de conciencia de que la educación, como toda expresión cultural, está condicionada por el sistema socio – económico y cultural dominante; es decir, se trata de una educación “aleccionadora” en la línea de los valores del orden establecido. De allí, que esa educación deba hacerse cargo de los intentos de manipulación cultural de los grupos de poder que tratan de resguardar sus intereses e inculcar sus ideologías (Puebla, 1979: Nº 61). Pues, no se puede obviar que esos sistemas buscan transmitir una educación repetitiva de una palabra funcional a sus propios intereses, asegurados en los sistemas dominantes de reparto de la riqueza y el poder.
En un continente marcado por las desigualdades, expresión del pecado social, la educación, y de modo especial la educación católica, debe ayudar al sujeto a tomar conciencia de su dignidad inalienable (Puebla, 1979: Nº 18), y contrastarla con su situación de hecho. De ese ejercicio deberá surgir una actitud que le permita decir su palabra y no simplemente repetir la que le viene impuesta por una cultura dominante, que tiende a “domesticarlo”.
La Iglesia en cumplimiento con su misión evangelizadora ha de promover un proyecto educativo que contribuya a la liberación integral de la persona humana. Mandato especialmente válido en un mundo globalizado. A propósito de lo anterior resulta iluminador recordar las palabras de Paulo VI quien en Evangelii Nuntiandi recogía y hacia suya la perspectiva de los obispos latinoamericanos en Medellín:
“La Iglesia, repitieron los obispos, tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización” (Evangelii Nuntiandi, Nº 26).
En una América Latina donde la situación estructural está marcada por la falta de solidaridad la fe no puede resultar creíble. Se hace necesario personas audaces y valientes para denunciar la relación causal entre los procesos educativos vigentes y la situación de miseria de muchos (Puebla, 1979: Nº 1014), la inadecuación de los sistemas educativos y las culturas de los pueblos originarios o autóctonas (Puebla, 1979: Nº 1015 y 1053), la injusta distribución de los recursos educacionales (Puebla, 1979: Nº 1016), o la manipulación de la educación con simples criterios de rentabilidad o de interés político partidista (Puebla, 1979: Nº 1021), la imputación, por parte de algunos gobiernos, de que determinados aspectos de la educación cristiana son subversivos (Puebla, 1979: Nº 1017), o bien el carácter elitista o clasista de algunas escuelas y universidades católicas “con escasos resultados en la educación de la fe y de los cambios sociales” (Puebla, 1979: 1019; Gaudium et Spes, Nº 19).
Es motivada por las situaciones antes descritas, ya desde Puebla, que la Iglesia propugna que la educación católica “debe producir los agentes para el cambio permanente y orgánico que requiere la sociedad de América Latina” (Puebla, 1979: Nº 1033). Lo que implica que se “debe ejercer la función crítica propia de la verdadera educación” (Puebla, 1979: Nº 1029, Nº 1046, Nº 1048, Nº 1050 y Nº 1197). En esa misma línea la Iglesia asigna a las universidades católicas la función de iluminar los cambios estructurales (Puebla, 1979: Nº 1055, Nº 1060 y Nº 1239).
No podemos dejar de hacer notar que pese a que han pasado tres décadas desde Puebla, muchas de sus denuncias en relación a las situaciones de injusticia social que caracterizan al continente y exhortaciones en favor de la construcción de una sociedad más igualitaria y participativa, y para cuyo objetivo la educación es un instrumento privilegiado, aún resultan iluminadoras. Aquellas palabras, no obstante, los nuevos escenarios producto de un mundo globalizado y la sociedad del conocimiento y la información a la que han de adaptarse nuestros sistemas educativos conservan su valor profético.
5. Limitaciones de los proceso de reformas en América Latina
Aludiendo a los procesos de reforma educacional llevados a cabo en la mayoría de los países de la región, el Documento Participación, preparatorio de la Conferencia General de Aparecida (2007), afirmaba que si bien son necesarias tales reformas en vista de adaptarse a las nuevas exigencias que ha generado el cambio global, muchas de ellas privilegian la adquisición de conocimientos y habilidades, en desmedro o con total desconocimiento de otras dimensiones o aspectos de la personalidad humana, con el consecuente reduccionismo antropológico que ello supone; pues, conciben la educación en función de la producción, la competitividad y el mercado. No promueven los mejores valores de los jóvenes ni su espíritu religioso, tampoco les enseñan los caminos para superar la violencia, construir una cultura de la paz y la solidaridad. Sin contar que las reformas emprendidas no han asegurado un acceso más equitativo, con igualdad de oportunidades, a los sistemas de enseñanza a todos los jóvenes. Asimismo, el consumo de drogas, alcohol y la violencia intraescolar, además de ir en aumento, constituyen un fenómeno grave que requiere un análisis interdisciplinario y superación de sus causas (Hacia la 5ª Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Documento de Participación, 2005: N° 128).
Es importante consignar que la crítica a una educación centrada exclusivamente en criterios de eficacia, vale decir, restringida a logros medibles tales como en la eficiencia en el manejo de los recursos, el rendimiento en pruebas estandarizadas, la difusión de nuevas tecnologías en las escuelas y/o la cobertura por niveles está, igualmente, presente en otros pensadores latinoamericanos. Para éstos la imposición de una lógica reductiva a mediciones agregadas, basados en criterios de eficiencia y operatividad a los que se asocian las obsesiones por los resultados controlables y medibles por el especialista – experto, por los funcionamientos sistémicos o por la competitividad, resultan insuficiente en circunstancias de que estamos frente a procesos de alto contenido simbólico y cultural (Hopenhayn, 2006; Téllez, 1998).
En esta misma línea se posiciona A. Touraine (1997), quien pone en duda la transmisión de saberes funcionales.
“No puede hablarse de educación cuando se reduce al individuo al funciones sociales que él debe asumir. Más aún el futuro profesional es tan imprevisible, e implicará brechas tan grandes en relación a lo que han aprendido la mayoría de quienes asisten hoy a la escuela, que debemos, antes que nada, solicitar a la escuela que los prepare para aprender a cambiar más que formarlos en competencias específicas que probablemente estarán obsoletas o serán inútiles para la mayor parte de ellos a corto plazo” (Touraine, 1997: 326).
Frente a la incertidumbre del futuro y de la relación entre educación hoy y empleo mañana, Touraine postula la “Escuela del Sujeto”. Esta deberá ser orientada hacia la libertad personal, la comunicación intercultural y la gestión democrática de la sociedad y sus cambios.
Sin perjuicio de los múltiples desafíos y tareas aún pendientes de la educación católica, es necesario señalar que la validez de los resultados educativos de las instituciones católicas no se mide en términos de eficacia inmediata. En la escuela católica, además de la libertad del educador y de la libertad del educando, colocados en relación dialogal, se debe tener en consideración el factor de la “gracia”. Así libertad y gracia maduran sus frutos según el ritmo del espíritu, que no se mide sólo con categorías temporales.
En ese escenario de controversias las instituciones educativas católicas están llamadas a ampliar los focos de preocupaciones, de forma tal, de incorporar aspectos hasta ahora relegados a un segundo plano, pero que, en definitiva, conforman un acervo cultural y valórico permanente. Así, por ejemplo, la universidad católica tiene el desafío de incluir en sus problemas de investigación los grandes problemas del mundo contemporáneo, tales como la dignidad de la vida humana, la promoción de la justicia, la protección del medio ambiente, la búsqueda de la paz y de la estabilidad política, una distribución más equitativa de los recursos económicos y de los bienes culturales, la búsqueda de un ordenamiento económico y político que atienda de mejor forma a los requerimientos de las comunidades, el mejoramiento de la calidad de vida personal y familiar, entre otros muchos aspectos.
Para dar cumplimiento a estas tareas la investigación universitaria ha de estudiar en profundidad las raíces y las causas de los graves problemas de nuestro tiempo, prestando especial atención a sus dimensiones éticas y religiosas. En este sentido, la universidad católica deberá tener la valentía de expresar verdades incómodas, verdades que no halagan a la opinión pública, pero que son también necesarias para salvaguardar el bien auténtico de la sociedad (Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae, 1990: N° 32).
No son pocos los que, asimismo, asignan a las universidades católicas otras funciones, además de las anteriormente señaladas, como es la de desarrollar proyectos nacionales alternativos a la globalización neoliberal. Esta reivindicación se hace perentoria, especialmente si se tiene en consideración la triple crisis que viven estas instituciones: de hegemonía, pues, ellas ya no poseen el monopolio de la investigación; de legitimidad, por cuanto son acusadas de negar el acceso a los más desfavorecidos económicamente; y de institucionalidad, pues, existe la tendencia a convertirlas en “empresas”, mercantilizando el servicio público que deberían prestar. En este sentido no se debe olvidar que la educación superior es también un valor espiritual y social que no puede ser sustituido por un modelo meramente empresarial.
En este espíritu la invitación de la Iglesia apunta también a la promoción de la educación no formal, a fin de revitalizar la cultura popular, poniendo de manifiesto los valores y símbolos cristianos de la cultura latinoamericana. Acompañar la alfabetización de los grupos marginales con acciones educativas que los ayuden a comunicarse eficazmente; tomar conciencia de sus deberes y derechos; comprender la situación en que viven y discernir sus causas; capacitarse para organizarse en lo civil, lo laboral y lo político, y así poder participar plenamente en los procesos decisorios que les atañen (Puebla, N° 1045 – 1047).
En lo que respecta a los jóvenes, la educación católica ha de tener como meta la colaboración en tres dimensiones de su personalidad: la formación de la conciencia moral, la educación en el amor y la sexualidad, y el desarrollo de la dimensión social y política a fin fortalecer su compromiso con la construcción de una sociedad más justa, fraterna y solidaria; sin olvidar que lo que debe dar sentido y significado a cualquier emprendimiento en el proceso de desarrollo personal y social es Cristo.
6. Conclusiones
Sin lugar a dudas, la globalización, dada la complejidad de sus procesos internos, el hecho de ser un fenómeno aún inacabado y las consecuencias todavía impredecibles, especialmente en el campo social en regiones como América Latina, imponen una serie de desafíos y tareas a la educación y, de modo particular, a la educación católica, no sólo en término de las interrogantes éticas que plantean los nuevos escenarios que va creando, sino también en relación a sus fines.
Con todo, son las interpelaciones éticas las que mayores energías y tiempo concentran, por cuanto la inequidad social, las desigualdades sociales, la falta de oportunidades entre otros muchos aspectos, y de los cuales los sistemas educativos del continente, en gran medida son responsables, en tanto transmisores y legitimadores de un cierto orden que la globalización lejos de suprimir pareciera perpetuar y acrecentar, obligan a la educación católica, en virtud de su misión evangelizadora y liberadora de las ataduras que oprimen a los seres humanos, a posicionarse frente a ese estado de cosas.
En ese contexto la opción preferencial por los pobres y los jóvenes, que desde hace ya varias décadas se ha constituido en piedra angular de las preocupaciones y quehacer de la Iglesia latinoamericana, recobra inusitada actualidad, por cuanto no sólo constituye un referente ético para la evaluación de los nuevos escenarios que nos depara la globalización, sino también porque esas opciones son un llamado de atención para la propia Iglesia para evaluar su fidelidad al Evangelio.
La lucha por la justicia social, el respeto por la vida en todas sus formas, el fomento de la igualdad de oportunidades, el compromiso con la democracia, la promoción de un pluralismo respetuoso de las diferencias cualesquiera que estas sean, la búsqueda de la trascendencia, etc. son valores a los que no puede renunciar la educación católica. Todos ellos, además de irrenunciables, hacen parte de su esencia misma; pues, no se debe olvidar que más que formar para el conocimiento, la educación católica ha de formar para la vida. De allí, que su impronta formadora distintiva sea el servicio a la comunidad humana en respuesta a su vocación divina.
Referencias Bibliográficas
Bentué, A. (1998). Educación valórica y teológica. Santiago: Fundación ISECH.
Brunner, J. (2001). “Perspectivas desde el siglo XXI”, Perspectivas. Departamento de Ingeniería Industrial, Universidad de Chile, Vol. 4, N° 2: 203-211.
Cobo, J. M. (2005). Otro mundo es posible. Propuesta de una utopía para el siglo XXI. Madrid: Biblioteca Nueva.
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Conferencia Episcopal de Chile. Orientaciones Pastorales 2000 – 2005. Santiago.
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[1] Esta premisa tradicionalmente anclada en la antropología filosófica y la ética, que establecía las pautas sobre el humanismo y señalaba a la educación el modelo de persona que debía preparar (educar), en la actualidad, en razón de los influjos y exigencias provenientes del proceso de globalización, parecieran haberse invertido, al punto que son las circunstancias históricas las que definen los objetivos, modos y estilos educativos.