Introducción
Expondré algunos antecedentes que describen, en términos muy generales e imprecisos, la experiencia religiosa chilena (PNUD, 2002)[1], en el horizonte del occidente cristiano (UC – Adimark, 2007; INJUV, 2007; Lehmann, 2002; Godoy, 2002; Hinzpeter y Lehmann, 1999; Romero, 2009), caracterizado por el hecho incuestionable de una “crisis” de la “experiencia religiosa”, por el malestar que esta situación de “cambio” o “transformación” (Martín Velasco, 1999 y 1996) provoca en un número importante de personas que intentan vivir con honestidad su opción religiosa y la necesidad de discernimiento teológico-eclesial para comprenderla y responder razonablemente ante los desafíos que nos plantea. Obviamente dichos cambios deben entenderse en el contexto de la profunda transformación que afecta a las sociedades contemporáneas en las que se da la experiencia religiosa (Iglesia Católica (GS), 1966: nº 1).
Este escenario que en principio puede ser considerado como negativo, constituye, a mi juicio, una oportunidad eclesial para madurar la opción religiosa (Berger, 2005; Casanova, 2007), desarrollando una reflexión teología más contextualizada, dialogante e inclusiva que permita dar cuenta de la esperanza cristiana en el mundo de hoy (1Pe 3,15).
Hoy es preciso profundizar en el misterio de Jesucristo, en quien somos llamados a volver sobre la propia experiencia humana fundamental – fundamentante de deiformación (Zubiri, 1998: 382-383; Zubiri, 1997: 16-19 y 35-39). Una invitación que supone, entre otras cosas, el reconocimiento y valoración de la razón humana y su capacidad de discernimiento y recreación.
Al respecto cabe recordar que una actitud cristiana responsable debe ser capaz de asumir concreta y cabalmente cada situación para, desde ella responder razonablemente a través del testimonio de una praxis que es fruto de una opción personal por Cristo (de un individuo que es social e histórico al mismo tiempo), que surge a partir del encuentro con el Dios cristiano “en” el mundo y los hermanos, para anunciar desde allí la Buen Nueva “para” y “de” este mundo.
En este esfuerzo, propongo un análisis muy sencillo del significado teológico de los hechos que señalan la transformación de la experiencia religiosa y, atendiendo a su condición de “signo de los tiempos” (Yáñez y García, 2006; Berríos, Costadota y García, 2008), propongo algunos elementos que me parecen fundamentales para desarrollar una reflexión teología con pretensiones de validez y futuro.
1. La situación religiosa
1.1. Datos de la realidad chilena (PNUD, 2002, 234ss)
Sin lugar a dudas, la religión es una de las expresiones culturales más importantes en la historia de la humanidad. De hecho siempre ha ocupado un lugar esencial en la vida del ser humano como fuente de sentido que, a pesar de estar referida fundamentalmente a la relación del hombre con la o las realidades trascendentes, constantemente ha influido en los asuntos terrenos.
En este sentido, es elemental comprender que los cambios en la experiencia religiosa chilena deben entenderse en el contexto de la transformación de la sociedad que tiende a una progresiva individualización y al debilitamiento de importantes referentes tradicionales como la familia, la escuela y la iglesia entre otros. El debilitamiento de los lazos identitarios comunitarios como la chilenidad, la comunidad política, la participación ciudadana y otros, junto con la reafirmación de la individualidad como camino para modelar la propia identidad o proyecto vital, han afectado indudablemente los vínculos con la religión y sus formas comunitarias de expresión tradicionales. Pero es preciso comprender que esta situación no señala ni supone en principio que la religión en sí misma esté desapareciendo y debilitándose como fuente de sentido vital personal, sino que indica que estamos ante el hecho incuestionable de un “cambio” en la imagen y significado que se le otorga a los contenidos y a la función que la religión cumple hoy en la vida personal y social.
Veamos algunos datos:
· Los chilenos creemos masivamente en la existencia de un Dios o en realidades místicas y espirituales. La no creencia es minoritaria. En este sentido, en las mediciones internacionales aparecemos como un país muy creyente (PNUD, 2002, 235)
· Esta declaración de creencia se expresa mayoritariamente como pertenencia a una comunidad o iglesia cristiana, bajo sus distintas confesiones. Al respecto es importante reconocer que estos últimos años se aprecia un cambio en la declaración de las adhesiones eclesiales, existiendo una modificación de los pesos relativos de las iglesias cristianas que se manifiesta, entre otras cosas, en la ley de culto (Nº 19.638; publicada en el diario oficial el 14 de octubre de 1999). También existe un número reducido de expresiones eclesiales no cristianas que provienen de migraciones de países con influencia cultural y religiosa oriental, y en los grupos más jóvenes se nota un desplazamiento hacia la no creencia, sin que esté claro todavía si esto obedece a un ciclo vital o a una opción permanente, consciente y decidida.
· Pero al mismo tiempo existe una gran disonancia entre el declararse religioso y la práctica concreta de la religión de los chilenos (PNUD, 2002, 238; CEP-ISSP, 2001)
2. El “cambio” como elemento transversal
En términos generales, la situación de la experiencia religiosa en el occidente cristiano da cuenta de un “cambio radical” que se manifiesta, entre otras cosas, en un fuerte descenso de la práctica tradicional y la difusión de prácticas religiosas alternativas que, en muchas ocasiones, provienen de otras tradiciones espirituales; en una crisis institucional de las grandes Iglesias y en la emergencia y proliferación de nuevos movimientos religiosos; y en un crecimiento de la increencia y el amplio eco provocado por algunas propuestas de sentidos provenientes de filosofías y planteamientos éticos de otros contextos culturales.
Estos datos, junto a otros muchos, nos señalan la existencia de un profundo “cambio” en la configuración actual del fenómeno religioso, una característica a la que apuntan los propios sociólogos cuando señalan el hecho del “cambio” como lo más significativo de la actual situación religiosa. En este sentido, podemos precisar que lo fundamental de nuestra situación ya no es la “descristianización” o “desacralización” del mundo y del hombre, como inicialmente se creyó, sino el mismo hecho del “cambio” porque esto es precisamente lo transversal que apunta al verdadero sentido y orientación que da cuenta de la situación religiosa de hoy en un dinamismo permanente.
Este cambio indica una transformación de la realidad de importantes dimensiones, que afecta al sistema completo de “mediaciones” en que se plasma o expresa una religión. Es decir, se refiere a la totalidad del sistema religioso y a todas las dimensiones que lo constituyen: las creencias, prácticas, símbolos, normas, comportamientos éticos, sentimientos, etc. Por tanto, al señalar que en la actual situación nos encontramos ante una verdadera “metamorfosis de lo sagrado”, estamos indicando que “todos” los elementos de la configuración religiosa están siendo afectados por este profundo cambio en proceso. Dicha transformación afecta a las “prácticas religiosas”, a las “instituciones”, a la “creencia” y, como sustento de todas ellas, a la “actitud y experiencia” que el hombre contemporáneo realiza y expresa en su praxis religiosa. Es decir, estamos ante una crisis de la “actitud creyente” y de la “vivencia fundamental-fundamentante” de los sujetos (Zubiri, 1998: 378-379), que nos permite afirmar que lo que hoy estamos viviendo en el occidente cristiano es una verdadera crisis de la idea de Dios. Cuando esto se produce no sólo cambian unas mediaciones religiosas sino el horizonte o paradigma mismo en el que se inscriben dichas mediaciones, originando un cambio de tales dimensiones y profundidad que afecta el conjunto de todas las mediaciones a partir de su epicentro que, en último término, siempre es la conciencia que el hombre tiene de sí mismo.
En función de este escenario es posible afirmar que hoy estamos en presencia de un cambio que tiene y tendrá profundas consecuencias para el futuro del cristianismo.
3. Algunas características del cambio en proceso
a. La “secularización” es la categoría socio-histórica más utilizada para describir la situación de la religión en las sociedades occidentales y el proceso que las caracteriza. A pesar de ser entendida de distintas maneras, esta categoría sigue siendo apropiada para referirse a uno de los aspectos más importantes de la situación actual, puesto que da cuenta simultáneamente de la “transformación” y la “relevancia” del hecho religioso en las sociedades contemporáneas y en la cultura.
Esta realidad se expresa: en la pérdida de la vigencia cultural hegemónica de la expresión tradicional de lo religioso, que es reemplazada por la ciencia como creencia de base; en el estrechamiento social del espacio religioso, que indica una praxis creyente reducida a la esfera del culto y las agrupaciones religiosas específicas o ala vida privada; en el paso de una situación en la que el factor religioso ejercía el monopolio del sentido y del valor para la vida, a una coexiste como una más junto a otras propuestas vitales; y a la pérdida del influjo de la religión en los terrenos político, social y cotidiano en la vida de muchas personas y sociedades.
En este sentido, es importante indicar que los datos de la realidad señalan que las instituciones religiosas tradicionales están en crisis en cuanto gestoras de lo sagrado. Un hecho que es posible reconocer por cuanto la crisis de las creencias se percibe en la progresiva emancipación de muchos creyentes respecto de la ortodoxia propuesta por la iglesia a la que se pertenece; por el abandono de las prácticas religiosas, que sin ser el dato más significativo es muy evidente en Chile; y por el progresivo distanciamiento que existe entre la moral oficial de la Iglesia y la de muchos de sus fieles, especialmente respecto de la sexualidad, la familia, lo social y lo político (Martín Velasco, 1999).
Esta situación obedecería al desarrollo de una fe desinstitucionalizada, que da cuenta de una institución incapaz de prescribir a los individuos un código unificado de sentido y normas heterónomas. Una situación que, a mi juicio, tiene su razón de ser fundamental en la creciente autonomía de la conciencia y en la insuficiente atención y seriedad con que como Iglesia hemos atendido este tema y nos hemos dispuesto a dialogar con el hombre de hoy.
En este sentido, podemos afirmar que se está produciendo una especie de “desregulación institucional del creer”, que lleva a que el sistema de normas éticas esté siendo sustituido por una regulación individual con elementos tomados de distintas tradiciones religiosas, dando lugar a lo que algunos simplonamente denominan como “religión a la carta”. Por eso se puede sostener que la secularización y la crisis de la religión están generando la “crisis de la socialización tradicional religiosa”, pero no la pérdida de lo religioso del hombre.
b. El fenómeno de la “increencia” reviste hoy características muy peculiares. Antes se refería a un “ateísmo” o “materialismo” pero hoy indica más bien una actitud de ignorancia o de rechazo de la trascendencia como indiferencia, más que como rechazo del tema de Dios. Al parecer, hoy Dios ha dejado de ser un problema para muchas personas, lo cual implica un desafío muy diferente a lo que vivíamos hasta hace pocos años (Zubiri, 1998: 11-13).
c. Pero, junto con este aparente olvido de Dios, es preciso reconocer que existe un importante retorno de lo religioso o lo sagrado (Natale, 1993; Sánchez, 1999), que se manifiesta en la proliferación de nuevos movimientos, fenómeno que nos indica que en la modernidad y la posmodernidad, más que la eliminación de la religión, lo que se está produciendo es una notable transformación de sus manifestaciones y mediaciones. Un ejemplo de esto lo constituyen los movimientos religiosos que surgen por separación de algunas de las Iglesias o tradiciones religiosas y que, en algunos casos, caen en fundamentalismos o sectarismos.
Todos estos grupos tienen en común el ser una reacción ante los cambios socio-culturales y ante las religiones tradicionales, instituciones que, por su parte, no logran responder a la necesidad humana de un número importante de personas de encontrar un sentido para la vida ante las nuevas formas que impone la civilización científico – técnica.
3.1. Reacciones ante el cambio
Obviamente esta situación de profunda transformación no es confortable para ninguna iglesia o religión tradicional, y ante tal escenario, es posible reconocer distintas respuestas que se pueden estructurar, en términos muy imprecisos, en tres orientaciones fundamentales:
· Quienes viven el cambio como un auténtico peligro para su identidad y reaccionan cerrándose y rechazándolos, es decir, aislándose para mantener la propia identidad. Esta actitud que se puede denominar como “atrincheramiento cognitivo” puede terminar en un fundamentalismo o cruzada que lleva a un intenso proselitismo. En esta lógica pueden inscribirse los intentos de restauración de modelos institucionales superados que ya no responden adecuadamente a los requerimientos del tiempo presente.
· También existen grupos que se esfuerzan por adaptar a toda costa su propia identidad a las nuevas coordenadas culturales para subsistir. Esta segunda opción apuesta por una “negociación cognitiva” que, por considerar que el fin justifica los medios, puede terminar en una “rendición cognitiva” y, en consecuencia, en la pérdida de la propia identidad. En esta lógica se inscriben, algunos movimientos mal llamados progresistas que, por buscar la adaptación a toda costa, corren el riesgo de sacrificar su propia identidad.
· Lo grave de ambas reacciones extremas es que terminan por potencian la crisis de las propias instituciones religiosas a las que pretenden proteger. Pero aquí lo importante es reconocer que entre ambos extremos existe una serie de respuestas equilibradas, dialogantes y razonables que posibilitan efectivamente que las instituciones religiosas sigan constituyendo hoy, a pesar de la profunda transformación de la que estamos hablando, el núcleo más importante de la actual situación religiosa.
4. Un intento de comprensión del cambio
Nuestro pasado religioso remoto es claro. Procedemos de una religión centrada en la afirmación monoteísta de Dios y estructurada en torno a una institución rigurosamente establecida y jerarquizada. Una institución que dictaba a sus miembros las verdades reveladas por Dios, les enseñaba las normas de conducta, les imponía un conjunto de prácticas y orientaba la vida de las sociedades. Una institución encarnada de tal manera en la cultura que logró modelarla a su medida, hasta convertirla en prolongación de la religión en todas las dimensiones del mundo: las ideas, las costumbres, los símbolos, el arte, etc. Pero esta es precisamente la gran síntesis religiosa que hoy está puesta en duda y es también la forma de religión de la que gran parte de las sociedades occidentales están saliendo de manera real, efectiva e inevitable.
En este proceso han influido fuertemente algunos rasgos fundamentales de la mentalidad moderna y posmoderna. Por un lado está el triunfo de la racionalidad científico - técnica y la misma crisis de ésta racionalidad, que han llevado al desprestigio de todos los “ismos”: el racionalismo, el comunismo, el liberalismo, el capitalismo, etc. Una situación que ha dado pie a un vacío de sentido que exige la formulación de uno nuevo que no esté determinado por las instituciones religiosas o sus sucedáneos (la ciencia, el progreso, etc.). En este proceso se ha puesto el acento en el desarrollo de una ética del individuo de carácter eminentemente liberadora, dialogada y autónoma. Es decir, de una ética opuesta a una de matriz religioso - tradicionalista de carácter dogmático, impositivo y heterónomo. Esta situación es la que ha configurado en la actualidad una especie de “religión civil”, que desempeña la función que tradicionalmente ocupó la “religión”. Pero lo que predomina en el contexto actual no es ni la vigencia de las religiones tradicionales ni la desaparición de la religión, sino un conjunto de formas religiosas que se orientan hacia el cumplimiento de rituales con alguna vigencia social.
Estos datos apoyan la hipótesis de que estamos en presencia de un profundo cambio de lo sagrado. Lo que está apareciendo en un número cada vez más mayor de personas no es sólo un cambio en las mediaciones heredadas de la tradición, sino la transformación misma del horizonte en el que se inscriben las mediaciones y el sentido de las cosas.
Ante esta afirmación conviene recordar que las religiones tradicionales surgen de la irrupción en la vida humana de la transcendencia, es decir, de una realidad radicalmente anterior y superior al hombre, que provoca en éste una ruptura a nivel existencial y le orienta hacia el reconocimiento de un más allá absoluto como medio indispensable para su salvación. En cambio, la modernidad y la posmodernidad definen una forma de vivir y entender la vida que, manteniendo la referencia a lo sagrado, remite a lo humano en aquellas dimensiones de hondura, valor y dignidad que superan los aspectos inmediatos, instrumentales y pragmáticos, desarrollados por la cultura científico-técnica y económica.
En este sentido, las nuevas sensibilidades religiosas señalan que lo sagrado por excelencia es el hombre. Lo sagrado se convierte así en una categoría que sanciona la afirmación del puesto central del hombre en la totalidad del cosmos y de su condición de medida de todas las cosas. Si bien hoy se aceptan ciertas trascendencias, es preciso reconocer que se trata de trascendencias plurales, no verticales sino horizontales, representadas por otros hombres. Es decir, trascendencias que dan cuenta del sujeto sin necesidad de postular un otro distinto y externo al propio hombre que plantee cualquier forma de heteronomía.
Pero aquí, nuevamente, lo importante es reconocer que lo central no son los cambios de las mediaciones, sino la transformación del horizonte de su sentido y lugar en el interior de lo sagrado. Porque tales mediaciones ya no son tomadas como prescripciones de una intervención divina anterior, ajena y externa al sujeto, sino como expresiones de la necesidad de “trascendencia en la inmanencia” que reside en el sujeto mismo y que le permite realizarla históricamente, manifestarla culturalmente y expresarla socialmente (Zubiri, 1998: 174-177, 183, 193, 202-204, 308-309, 377-379).
Esta transformación de lo sagrado se concretiza, en términos muy generales, en dos tendencias: en las personas que viven la religión en su forma tradicional más o menos renovada y en aquellos grupos que se confiesan como no creyentes:
· La primera tendencia está formada por quienes mantienen o recuperan el vocabulario y las acciones de lo sagrado, modificando su significado tradicional. Lo sagrado ya no indica una trascendencia de la persona, entendida como un salir de sí mismo sino como expresión de su profundidad y dignidad personal. En este sentido, ya no es una religión del Dios único, entendido como un Otro distinto y sin relación con el hombre y el mundo, sino una religión de la humanidad o del hombre individual y de sus próximos. Asimismo, esta comprensión, sin negar la importancia del otro para la trascendencia humana, promueve el don de sí desde la propia responsabilidad y no desde una imposición exterior, con independencia de si esta imposición está dada por una tradición o por una autoridad. Se trata, entonces, de una religión del hombre divinizado (o zubirianamente entendido como deiformado), donde la divinización no supone la superación real de la condición humana, sino el pleno desarrollo de sus mejores posibilidades.
· La segunda tendencia esta formada por las personas que se autocalifican de ateos o que han roto con las religiones tradicionales. La animadversión a la religión, producida en unos por la ruptura traumática (casos que han tomado gran actualidad por estos días) o, en otros, por la insensibilidad ante lo religioso por provenir de una cultura irreligiosa, hace que para muchos hombres y mujeres de hoy no sea necesario recubrir de rasgos “sacralizantes” el contacto con lo absoluto. Una característica que no niega, en principio, el hecho real de que muchos vivan concreta y realmente un encuentro con lo absoluto pero sin características religiosas tradicionales.
· Entre las personas que se autodefinen como no religiosas existen de hecho situaciones diferentes. Algunos pueden estar instalados en lo inmediato hasta el punto de ignorar o rechazar agresiva o resignadamente cualquier referencia más allá del mundo al que voluntariamente se han limitado. Pero también existen otros que, alejados de toda religión, mantienen la búsqueda de fines más allá de lo inmediato y de valores que trascienden a los que vale la pena consagrar la vida. En estas últimas personas, la transformación de lo sagrado da lugar a una imposición profana, a través de experiencias estéticas, éticas o de compromiso con otros. En estas personas está apareciendo una configuración de lo esencial de lo sagrado con rasgos tomados de ámbitos humanos afines a la cultura religiosa, pero sin identificarlos como tales. Estos sujetos representan una configuración de lo sagrado en términos estéticos, éticos y de relación humana que, vividos con radicalidad, servirían de mediaciones con lo absoluto aunque no tengan una calificación religiosa específica.
· La situación representada por este último grupo de personas no es nueva. El cristianismo ha reconocido la realidad a la que aspiran como el “Reino de Dios” a cuya construcción también colaboran, aunque sea al margen de la visibilidad y formalidad de la expresión religiosa. Así sucede cuando el Evangelio afirma que el encuentro con el Salvador tiene lugar en lo que se hace a los más pequeños, en dar de comer a los hambrientos y de beber al sediento, incluso sin tener conciencia del encuentro que en este acto de amor está aconteciendo (Mt. 25, 31-46). Según esto, estaríamos asistiendo al nacimiento de una configuración posreligiosa de lo sagrado, bajo su forma tradicional, que podría representar, para no pocas personas, la forma auténtica de vivir su experiencia religiosa en una situación de avanzada y radical secularización (Martín Velasco, 1999).
Lo que hasta aquí hemos indicado da cuenta de la complejidad de la situación religiosa que actualmente vivimos y, a mi juicio, manifiesta la profundidad y alcance del cambio que está aconteciendo. No hay duda de que la modernidad, que ha puesto al sujeto pensante y su autonomía como el principio y fundamento de toda posible concepción del hombre, es una de las raíces más profundas de esta transformación y su cuestionamiento de la tradición, la autoridad y el régimen heterónomo, que constituían la modalidad premoderna de institucionalización de lo sagrado.
Si a esto añadimos el advenimiento de la posmodernidad que, liberándose de la razón instrumental remarca la subjetividad y el individualismo, afirmando lo plural y anárquico, tendremos un cuadro bastante cercano a las principales causas que, junto con la incapacidad de las instituciones religiosas para responder a las nuevas demandas de sentido, estarían a la raíz del surgimiento de las nuevas configuraciones de lo sagrado que hoy nos toca vivir (Martín Velasco, 1999).
5. Una oportunidad para madurar y profundizar la opción cristiana
Ante este panorama, adquiere pleno sentido y vigencia la pregunta por cuál debe ser la reacción cristiana. Con independencia de los matices que podrían acentuarse en la respuesta, resulta imprescindible discernir con inteligencia y coraje para distinguir entre los aspectos históricos del cristianismo, que ya no responden a la situación del hombre de hoy, y aquellos intransables que deben ser recuperados con un esfuerzo de imaginación y creatividad para responder a los cambios y hacerse cargo del futuro de la fe (Kasper, 1989).
En este sentido, es importante reafirmar que cristianamente nada justifica visiones catastrofistas del futuro, porque la situación actual no es nueva ni peor que otras anteriores. Por el contrario, una lectura atenta de la situación nos permite constatar la existencia de muchos datos que admiten razonablemente tener esperanza en un futuro mejor. Pero ante todo, lo importante es entender que, mejor o peor, esta situación es la nuestra y es en ella en la que debemos descubrir los signos de la presencia de Dios en la historia y cooperar en su redención.
Si miramos la situación religiosa desde esta configuración, podemos descubrir un desafío a nuestra condición de creyentes, un verdadero signo de los tiempos que nos impulsa a revisar nuestro pasado y a colaborar razonablemente, con osadía y creatividad, en las tareas que el Señor ha dejado en nuestras manos (Berríos, Costadota y García, 2008). Así la propia institución eclesiástica puede constituirse en un medio oportuno para responder adecuadamente ante los profundos cambios que vive la experiencia religiosa, y ayudar a superar la permanente tentación de eclesiocentrismo; leyendo la escasez de vocaciones al ministerio ordenado, en sus distintos grados, como una oportunidad para superar el clericalismo; la indiferencia religiosa, que tanto temor suscita en algunos creyentes, como un signo que demanda la superación de métodos pastorales inspirados en el temor de Dios más que en el encuentro amoroso y en la búsqueda de plenitud (Zubiri, 1997: 15-19); y la extensión de la increencia como una real invitación a revisar y purificar la imagen de Dios que, con nuestra actitud, presentamos al mundo.
Hoy urge preguntarnos por las razones que han llevado a esta situación sin evadir la radicalidad y gravedad de la situación que la suscita. Es preciso reconocer que existe un quiebre en la transmisión del cristianismo, proceso que estaba asegurado por mediaciones o instituciones que hoy también están condicionadas por la situación de transformación descrita. Es innegable que existe un alejamiento de muchos cristianos de la práctica religiosa y una clara disminución en la participación de los sacramentos. Una realidad que también está condicionada, entre otras cosas, por el cambio en el rol social de la mujer y del hombre, por el problema del género, y la desaparición del importante papel de transmisión cultural que cumplía la generación de los abuelos, todos actores fundamentales en la transmisión de la fe.
Esto explicaría, en parte, el hecho de que en muchos países del occidente esté cambiando la forma histórica tradicional de la Iglesia Católica, pasando de una situación religiosa única o mayoritaria a una presencia minoritaria que ya hace muchos años K. Rahner denominó como de “diáspora” (Rahner, 1966: 59). Con este cambio radical la religión adquiere necesariamente una forma histórica diferente que tiene repercusiones en su organización, su pensamiento, su espiritualidad y su relación con la sociedad. Con todo, ante un cambio de esta magnitud, es preciso insistir en que lo que realmente está desapareciendo no es el cristianismo como tal, sino una forma histórica en que éste se ha dado.
Por esto es importante recuperar ciertos aspectos de la fe cristiana que resultan fundamentales para proyectar un cristianismo futuro, es decir, una autocomprensión capaz de responder a las experiencias y necesidades de los hombres de nuestro tiempo. En este sentido, un primer elemento a considerar es la correcta comprensión de la espiritualidad cristiana como una auténtica “mística”, o en palabras del mismo Rahner el hecho de que “El cristiano del mañana o será místico o no será cristiano” (Rahner, 1980: 375; González, 1994: 139-154). Pero, para una adecuada intelección de esta afirmación es preciso recordar que con el término “místico” no se designa a un sujeto de experiencias extraordinarias y extramundanas sino a un creyente que, en su vida diaria y concreta, vive la experiencia personal de su fe. Un creyente que es capaz de vivir y testimoniar el encuentro con Jesucristo más allá de las fórmulas y las mediaciones estrictamente cultuales (Iglesia Católica, 2007).
Al respecto cabe destacar las palabras con que el Cardenal Newmann advirtió sobre las consecuencias de una fe heredada, de carácter pasivo y, en este sentido, recibida más que ejercida, que sólo conduciría a la indiferencia o a la superstición. Una intuición que es corroborada por Y. Congar al señalar que el catolicismo contemporáneo debe cimentarse en la experiencia del encuentro personal con Dios si quiere sobrevivir a los cambios que se están produciendo (Martín Velasco, 1993: 273ss). Esto nos debe llevar a entender que la secularización de la sociedad, la crisis de la socialización cristiana y la extensión de una cultura de aparente ausencia de Dios, puede constituirse en una oportunidad real para darnos cuenta que el futuro del cristianismo no depende del influjo social y cultural de la Iglesia. Sino más bien, de una opción cristiana personalizada, que realmente se sustente en una experiencia personal, es decir, consciente, afectiva y experiencial de encuentro con Jesucristo “de”, “para” y “en” la libertad y la plenitud humana. Sólo una opción religiosa sustentada sobre esta base tiene posibilidades de subsistir significativamente para el hombre y la cultura globalizada actual (Iglesia Católica, 2007: nº 547-553; Jn. 1,39ss).
Pero, todavía existe una razón más de fondo que explica la actual situación, marcada por un individualismo que comprende lo sagrado en función de la persona humana y que señala como criterio fundamental, para la vivencia de la experiencia religiosa, el que ésta pueda ser vivida por un ser humano consciente de su subjetividad individual, celoso de su autonomía y atento a su inalienable dignidad personal.
Según esto, el problema fundamental de las religiones en las sociedades contemporáneas no es la crisis de determinadas mediaciones. El problema decisivo, en el que se juega el futuro de las religiones, reside en si es posible el reconocimiento de la absoluta trascendencia de Dios sin la necesidad de menoscabar la condición de persona del ser humano, de su legítima autonomía y de su inviolable dignidad. El tema de fondo es si la religión se limita a ser una expresión de lo sagrado del hombre, de su profundidad y dignidad o, si es posible, una profundización mayor en la condición humana que permita el reconocimiento de la realidad de Dios que, por ser la más absoluta trascendencia, resulta paradójicamente el centro más profundo del hombre, es decir, su raíz y el auténtico fundamento de su dignidad y de su subjetividad. Si la experiencia religiosa es capaz de dar cuenta de una absoluta trascendencia en la más radical de las inmanencias o, en otras palabras, si es posible afirmar a Dios sin negar o disminuir al hombre y el mundo, sino por el contrario, en la más radical plenitud humano-mundana y en un auténtico respeto de su justa autonomía (Iglesia Católica (GS), 1966: nº 12-22 y 36).
Las nuevas formas de religiosidad muestran que el modelo que está en crisis es el de una religión organizada en torno a una fuerte institución a la que se pertenece de forma pasiva. Una institución que prescribe ideas, creencias, ritos y prácticas morales, basándose en la pretendida posesión de una verdad y autoridad recibida de Dios de forma directa e inmediata, que hay que ejercer de un modo absoluto y sin posibilidad alguna de diálogo intra y extra eclesial. Es decir, de un ejercicio del poder que no responde ni a las intuiciones del hombre de hoy, ni al actuar de Jesús en los evangelios.
En este sentido, conviene recordar que la propia historia del cristianismo nos muestra que, sin renunciar al conjunto de sus mediaciones, éste recibe todo su sentido del reconocimiento por el hombre, en cuanto individuo – social - histórico, de la presencia originante del Misterio en lo más profundo de su persona. Este reconocimiento se vive, se realiza y se expresa en un conjunto de mediaciones que teniendo su origen más allá del sujeto, respeta profunda y radicalmente al propio hombre, sin la necesidad de imponerse como una verdad externa y al margen que deba ser obligatoriamente acatada, sino como una verdad que siempre se construye en la intersubjetividad de la relación y el encuentro (Rahner, 1978: 530-546).
De hecho las realizaciones más logradas del cristianismo, las representadas por los místicos cristianos expresan una profunda humanización de la experiencia de lo divino, vivida como un impulso para ser y como una fuerza de atracción impresa en su espíritu, que le permite al hombre sentir intelectivamente su realidad. Esto es precisamente lo que indica Zubiri (1998: 84) al afirmar que “en la raíz de su inmanencia (el hombre se encuentra con) una otreidad trascendente, lo más otro que yo, puesto que me hace ser, pero que es lo más mío, porque lo que me hace es precisamente mi realidad…”.
La vivencia de esta presencia fundante es la raíz del hecho de la existencia y del proceso deiformante, que constituye el núcleo originante de la vida creyente y el centro de la experiencia mística. Por eso los místicos han sido los pioneros de la experiencia de la subjetividad que, llevando a su cima la máxima socrática que dice “conócete a ti mismo”, hacen el descubrimiento de la propia mismidad como habitada por la presencia de una trascendencia que la origina, la mantiene y la desborda, es decir, como radical intersubjetividad estructural y extrema.
A partir de este redescubrimiento de la dimensión mística de la experiencia cristiana es factible vivir la referencia a la trascendencia absoluta en consonancia con la valoración moderna de la subjetividad, sin que su aceptación represente un peligro de alienación para el sujeto, su autonomía, su libertad o la negación de Dios.
Ahora bien, para que este descubrimiento resulte operativo es preciso impulsar transformaciones en la comprensión del conjunto de las mediaciones religiosas, siendo, a mi juicio, una de las más importantes la institucionalización de la dimensión eclesial del ser cristiano que, con el paso del tiempo y los siglos de convivencia, ha sido fuertemente influenciada por la organización de la sociedad civil. Un aspecto que hoy requiere de una urgente conversión que permita pasar explícitamente desde una comprensión de la Iglesia, concebida con un predominio absoluto de la jerarquía como su centro gravitacional, al modelo de comunidad, Pueblo de Dios o fraternidad, propuesto por el NT, que se estructura como comunidad de hijos del Padre común, iguales en dignidad y en derechos (Iglesia Católica (LG), 1966: nº 9). Todos activos y corresponsables, dotados de diferentes carismas y destinados a diferentes ministerios, pero todos unidos en una diversidad real puesta al servicio del Reino de Dios en la entrega dialogante a todos los hombres y al mundo (Iglesia Católica (GS), 1966: nº 1-10; Iglesia Católica (LG), 1966: nº 9ss).
Para contribuir eficazmente a esta necesaria conversión personal e institucional de los cristianos, es importante atender a las necesidades de nuestro tiempo como verdaderos signos de los tiempos y no como ataques a la Iglesia. Entre estos, tan sólo quisiera destacar la actual dificultad de anunciar al Dios cristiano ante la realidad transversal y omnipresente de la injusticia y sus secuelas de desigualdad, pobreza, marginación, sufrimiento y exclusión. Una realidad que sin duda constituye el problema más grave de la humanidad en nuestros días y que afecta innegablemente la imagen de Dios, porque quien calla ante la injusticia masiva se hace cómplice con su silencio. Un dios de este tipo no tiene nada que ver con el Dios cristiano que escucha el clamor de su pueblo, se conmueve y envía a dar alimento al hambriento y agua al sediento (Mt. 25, 35).
El problema de la injusticia, interpretado como signo de los tiempos, desenmascara una falsa imagen de Dios y demanda una reconversión radical del propio cristianismo que, junto con la dimensión mística, apuntan a la recuperación de su capacidad humanizadora. Esta situación exige de los cristianos remarcar lo profético de su identidad para hacer de su vida y de las opciones que en ella toma, un permanente testimonio de lucha contra toda injusticia colaborando, con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en la promoción de todas las causas justas. En este sentido, es preciso entender que la experiencia de Dios, eje de la vida cristiana, está inseparablemente ligada a la experiencia efectiva del amor al prójimo (Lc. 10, 25-37). Una projimidad que demanda una disposición y praxis dialogal concreta de los cristianos que facilite el encuentro con el Otro, los otros y lo otro, en una unidad que reconozca y valorice realmente la diversidad y la diferencia como algo que no se opone al Dios de Jesucristo sino que se sustenta precisamente en éste.
Para esto se requiere que la reflexión teológica asuma y promueva el valor y dignidad de las personas concretas y no sólo de una idea abstracta de hombre. Es fundamental el reconocimiento del otro como una real y radical alteridad, como una realidad distinta y autónoma respecto de uno mismo, es decir, como una “persona” digna y libre a quien reconozco y debo “hacer” mi prójimo. En este sentido, cabe destacar que toda persona y todas sus dimensiones adquieren un valor tan significativo y central que demandan un respeto irrestricto e irrenunciable, que hace del ser humano en su integridad, el criterio fundamental de todo esfuerzo evangelizador. Es preciso recordar que el ser humano es, en cuanto religado, una realidad estructuralmente en “relación”, “abierto” y “respectivo” en permanente movimiento y construcción. En este sentido, está llamado a “autohacerse” prójimo del otro en el mundo real y concreto de cada día.
Sobre este tema, cabe recordar lo que Jesús nos indica en la parábola del buen samaritano (Lc. 10,25-37) respecto de la voluntad de Dios que consiste precisamente en que el hombre se “convierta” en prójimo del otro. Aquí conviene recordar que etimológicamente, el vocablo “prójimo” significa “aquél con el que nos relacionamos”, el “compañero”. En tiempos de Jesús este término servía para designar distintas relaciones: al amigo, al amado, al hermano, al camarada, al correligionario o, de un modo muy general, al semejante, incluido el odiado déspota egipcio. Pero ante esta variedad de posibilidades surge razonablemente la pregunta por el significado del concepto en el anuncio concreto de Jesús, ya que en términos sociales, el sacerdote y el levita estaban mucho más “próximos” al judío derribado y despojado al borde del camino que el samaritano, con el que el judío fiel a la ley no tenía nada en común. Pero la respuesta de Jesús no se mueve en el plano de la diferenciación sino más bien rompe los convencionalismos sociales, indicando que no hay prójimo sin más o por arte de magia. Al prójimo se le gana “haciéndose” prójimo de él. Un “hacerse” gracias al cual el “otro” se convierte en “prójimo” a la vez que nosotros somos “prójimo” para “él”. Esta relación de intersubjetividad es lo que está en juego en la invitación de Jesús.
Solo desde esta perspectiva, es posible realizar una reflexión teológica que promueva la participación y el diálogo. Para esto es preciso comprender que la comunidad cristiana habita el mundo, es parte de él y comparte su historicidad y dinamismo. La Iglesia no es una realidad cerrada en sí misma sino una realidad compenetrada por los valores y las culturas en que está inserta o con las que se relaciona. Esta situación es la que demanda de la propia comunidad cristiana el reconocimiento del hecho de que está con otros y, por lo tanto, no puede caer en la tentación del ghetto, del ostracismo o de la automarginación. Aunque no todo el mundo comparta sus convicciones básicas, está llamada a dirigirse a todos, en actitud de diálogo y de servicio respetuoso.
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[1] Cf. PNUD, Informe de Desarrollo Humano 2004 “Nosotros los chilenos: un desafío cultural”, Cap V, 234-241.