Singlespeed (Agosto 2022)

Cuando sonó el timbre estaba a punto de cruzar el umbral de no retorno. No era la primera vez. Esperaba que fuera la última. Esperaba que el final llegara de una vez y el dolor cesara. Había dispuesto las cajas de medicamentos varios de forma ordenada en la encimera de la cocina. Eran 4 o 5 las pastillas distintas las que tomaba, y ya había perdido la cuenta de los medicamentos distintos que, diferentes psiquiatras, le habían recetado, quizás simplemente por azar. Eligió, también por azar, una de las cajas de cartón, sacó un blister, un pequeño envase de plástico que a su vez contenía 25 diminutas pastillas redondas y blancas. 25 estaría bien para empezar. Sacó cinco pastillas del blister y las dejó sobre la encimera, alineadas, ordenadas, como un pequeño escuadrón de cinco soldados dispuestos para librar la última batalla. Fue hasta donde estaba la nevera. Hacía muchísimo calor. Dentro de la nevera, en la puerta, encontró un brick de zumo de piña. Zumo de piña para morir. Se le antojó el nombre de una película de espías. Se metió las cinco pastillas en la boca y las tragó con la ayuda de un buen sorbo de zumo de piña.

Ya no había vuelta atrás.

Entonces sonó el timbre y le asustó. Escondió todas las cajas de pastillas en el interior de uno de los muebles que había bajo la encimera, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y, con pasos lentos y pesados, fue hasta la puerta.

-Le traigo un paquete.

El mensajero parecía ser de origen árabe, pero era bastante simpático. Le hizo firmar poniendo su DNI en una especie de tableta y dejó un paquete de cartón enorme en el recibidor y otro más pequeño a su lado. María le dio las gracias y cerro la puerta con todo el cuidado que pudo, sin hacer ruido. Después, se sentó en el suelo de tarima sintética, al lado de los paquetes y rompió a llorar.

Conforme pasaban los minutos una calma pesada se fue adueñando de su mente y de su cuerpo. Pensó en ir hasta el dormitorio, pero no se vio con fuerzas. El recibidor era un buen lugar para morir. Pensó si cinco eran suficientes pastillas para quitarse de en medio. Quizás no. Se hizo un ovillo, casi en posición fetal y dejó que el sueño la venciera. No podía más.

Cuando despertó estaba amaneciendo. La claridad del alba se colaba en el interior del piso. Era un ático. Diáfano. Loft, lo llamaban. A ella le gustó cuando vio las fotos por internet en la web de la inmobiliaria y cuando pudo verlo en la realidad, se confirmó esa impresión. El alquiler era caro, pero asumible. El tipo de la inmobiliaria le aseguró que, aunque el edificio tenía casi cien años, había sido reformado por completo, y que no iba a tener ningún problema de humedades ni con la fontanería, ni nada parecido.

Se sentía confusa y mareada. También estaba frustrada. Seguía con vida. Antes de reunir el valor necesario para volver a la cocina y tomarse más pastillas, decidió investigar el contenido de los paquetes. Recordó vágamente una noche de lágrimas e insomnio en la que había estado navegando por Internet hasta llegar a la web de una tienda especializada en deportes. Aunque no lo recordaba con claridad, supuso que había comprado algo. Algo grande.

No quería ir al espacio delimitado como cocina, así que fue al espacio delimitado como dormitorio y oficina. Como lugar para teletrabajar. En el escritorio, al lado del ordenador portátil, en un portalápices, encontró una cuchilla. Con cuidado, abrió la caja de cartón marrón apagado, la más grande. Para su sorpresa, dentro había una bicicleta. Estaba casi montada del todo, el manillar estaba girado y la rueda delantera fuera de su lugar. Con cuidado logró sacar las partes de la bicicleta de la caja: Por un lado el cuadro y la rueda trasera, y por el otro, la rueda delantera.

¿Cómo se llamaba ese tipo de bicicleta? El cuadro eras blanco, las ruedas, grandes, con cubiertas finas y lisas. Tenía un manillar casi plano. Dos palancas de freno, pero ni rastro de otros mandos, esos que recordaba que eran para cambiar las marchas.

En un extremo de la caja grande había un pequeño maletín con herramientas. Y también había una hoja de papel, una factura, y un código QR (o como se llamara) que indicaba en el papel enlazaba con las instrucciones de montaje. Fue a por su smarphone, que estaba en el escritorio, capturó el código QR y se abrió un video de Youtube en la pantalla.

Le costó entender a aquel tipo, que hablaba muy rápido y con palabras muy raras, pero al final comprendió que la bici estaba montada a falta de poner la rueda delantera en su lugar, colocar el manillar en la posición correcta y el sillín en su lugar. El sillín. No lo veía por ningún lado. ¿Y si el envió había venido incompleto? Miró de nuevo en la caja de cartón grande que estaba abierta en medio del recibidor y por fin lo encontró.

Le llevó un buen rato poner la rueda en su lugar y apretar las tuercas de 15 mm, enderezar el manillar y fijarlo en su lugar, y después meter el tubo que sujetaba el sillín en el interior del cuadro y asegurarlo con un tornillo de cabeza allen del 5.

-Bueno, ahora supongo que solo quedará inflar las ruedas. Y salir a probarla. Hace más de 10 años que no monto en bici. Pero dicen que no se olvida- Susurró María.

Se decidió a abrir la otra caja. En su interior encontró un casco, del mismo blanco que el cuadro de la bici, dos luces diminutas y una pequeña bomba de mano. Le costó un triunfo acertar a meter la cabeza de la bomba en las válvulas de las ruedas. Supuso que las pastillas que había tomado la tarde anterior todavía seguían haciendo su efecto. Pero consiguió inflar las ruedas. Y después colocar las luces en su lugar. La delantera era de color blanco translúcido y la trasera negra. Las dos tenían una especie de tira de silicona que se enrollaba sobre el manillar o sobre el tubo que sujetaba el sillín y luego se fijaban en una especie de pestaña.

-Supongo que primero he de ducharme y desayunar.

Se duchó sin prisa. Era sábado. Debía ser sábado. Se duchó y se puso ropa limpia. Unas mallas piratas de color coral y una camiseta de tirantes a juego. Hacía muchísimo calor y el piso era precioso, pero no tenía aire acondicionado. Desayunó un tazón de avena con leche de soja y miel. Después, se puso unos calcetines y un par de zapatillas deportivas de color blanco. Y el casco. Nunca había usado uno. De pequeña nadie llevaba casco en bici.

Empujó la bici fuera del piso. En el rellano había un diminuto ascensor, que algún arquitecto había logrado incrustar en el edificio cuando fue reformado. Pero la bici no cabía. O si. Se dio cuenta de que si la ponía de pie, si que cabía. Incluso había espacio para ella. El espejo le devolvió el relejo de aquella bicicleta de líneas puras y su propio reflejo: las ojeras y los ojos hinchados de tanto llorar.

Cuando ganó la calle, debían ser las 10 o las 11 de la mañana y la temperatura todavía era fresca. Aunque su calle era peatonal, supuso que a nadie le importaría que fuera en bici por allí, de todas maneras, era sábado, y todavía era pronto, apenas se cruzó con algunas personas.

Se puso por fin al manillar de la bici. Para su sorpresa, se acordaba de casi todo. Con la ayuda de la pequeña pendiente de la calle, se dejó caer y pudo mantener el equilibrio. Recordó que la palanca derecha era el freno trasero y la izquierda el delantero. Desde luego, aquella bici frenaba mucho mejor que la bicicleta de paseo plegable con la que había aprendido a ir en bici.

Mientras pedaleaba recordó lo que había escuchado en el vídeo con las instrucciones de montaje de la bici. "Una bicicleta singlespeed, es decir, con una sola marcha, es ideal para pequeños trayectos urbanos, si no hay grandes desniveles. Por su simplicidad, nos hace reencontrarnos con el ciclismo más puro, más simple, sin complicaciones".

Entonces se le puso la piel de gallina. Estaba viva. Se dio cuenta de que, mientras montaba aquella bici tan nueva y tan rara, pero a la vez tan bonita, no había tenido ganas de morirse. Sin duda era un buen comienzo.