Aguas confinadas (2011 - 2018 >)

1 Ojos azules

El viaje se le antojó muy pesado. Cuando se levantó, aun era de noche. El traslado al aeropuerto, la espera para embarcar, el vuelo. Todavía le resultaba pesado. Al menos, en aquella ocasión no tenía que cruzar el océano. Su punto de partida estaba en el mismo continente, allá en la Vieja Europa. Sólo le llamó la atención el amanecer con aquel mar de nubes bajo la panza del avión. Después, solo horas monótonas escuchando música. Durante la aproximación pudo ver el mar y eso le llenó de alegría. El mar turquesa salpicado de olas y crestas de espuma blanca inundando su campo visual de la ventanilla del avión. El aeropuerto resultó tan impersonal y laberíntico como lo recordaba, pero, a pesar de las hordas de turistas nórdicos que le rodeaban, resultaba un placer volver a escuchar su idioma. Y olía a mar. El mar estaba allá, hacia el este, al otro lado de la ciudad, pero podía sentirlo, su llamada. Al ser temporada alta le costó encontrar un taxi que le alejara de la ciudad y le transportara a aquel pueblo. Pegado al mar, apenas un puñado de casas blancas y preciosas. Cerca de la playa, casi hundiendo sus tentáculos en la arena, decenas de torres de muchos pisos, la cicatriz de la especulación. A medida que ascendían las calles se tornaban más estrechas y más empinadas, hasta que el coche no pudo seguir avanzando y le dejó allí, bajo el sol de la tarde que ya empezaba a descender. Le costó arrastrar el trolley con ruedas por aquellas calles empinadas, pero olvidó el cansancio acumulado durante todo el viaje al ver la verja verde de la casa de su tía. Y las palmeras del jardín. Llamó al timbre, pero no obtuvo respuesta. Estaba cansada, tenía sed y necesitaba ir al baño. Empujó la verja, estaba abierta. Recorrió el sendero de grava hasta llegar a la casa. Volvió a llamar. Nadie. Junto a la puerta, tras una maceta, un juego de llaves, como siempre. Abrió la puerta y accedió al interior, fresco y oscuro, tal y como recordaba.

-¿Hola? ¿Hay alguien?-

Dejó la maleta en la entrada y corrió al baño, donde pudo aliviar su vejiga y refrescarse. Después, buscó a su tía. No estaba en el salón, ni tampoco en la cocina. Recorrió una a una las estancias de la casa, hasta llegar a la biblioteca. Abrió la puerta tímidamente y preguntó antes de entrar.

-¿Estás aquí tía?-

Nadie le contestó así que se decidió a entrar. Le encantaba aquel lugar. El lugar más bello de una casa bonita, cerca del mar, con aroma a mar. Una estancia llena de libros, un remanso de paz y tranquilidad. Sonaba música de piano, cálida y melancólica. Se quedó un instante quieta, en silencio, con los ojos entrecerrados, intentando distinguir la melodía, sin éxito. Piano, guitarras y violines acompañados del característico sonido de los vinilos, ese crepitar tan particular y todavía atractivo. Comenzó a recorrer despacio la biblioteca, fíjándose en los títulos de los libros que abarrotaban las estanterías. De todos los tamaños y colores. En varios idiomas: castellano, italiano, francés, alemán, incluso en latín. Autores que conocía y a los que había leído y otros que le resultaban completamente desconocidos.

Le pareció escuchar algo. Un sonido apenas perceptible. Se quedó quieta, rígida, intentando volver a escuchar otra vez aquel leve sonido. Si. Otra vez. Y quizás una respiración. Su corazón latía deprisa. Se dirigió al extremo de la biblioteca, tal y como recordaba, en un rincón, un sofá. Le sorprendió comprobar que alguien lo ocupaba. Envuelta en un chal azul cielo, solo acertaba a distinguir una melena cobriza y rizada y un rostro bello. Se acercó lentamente. Una mujer, una mujer joven. Por lo que podía distinguir bajo el chal, menuda. Sus ojos canela acariciaron las facciones de sus rostro. Era bellísima. Estaba soñando. Quizás una pesadilla. Su menudo cuerpo se estremecía. Sus labios delicados murmuraban palabras incomprensibles. Alargo el brazo. Tenía que despertarla. No tuvo tiempo.

Despertó bruscamente, como de una pesadilla. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. Azules, inmensamente azules, como el mar. En su rostro se dibujó una mueca, mezcla de miedo, sorpresa y alivio.

No sabría decir cuanto tiempo permanecieron mirándose en silencio, hasta que se abrió la puerta de la biblioteca. Crujió el suelo bajo unos pasos cortos y rápidos. Era su tía.

-Estás aquí, Marina. Has llegado antes de lo que esperaba.

Intercambiaron besos y abrazos cariñosos. No se veían desde las navidades pasadas.

-Veo que ya conoces a Claudia. Llegó anoche de muy lejos y estaba agotada-

-¿Tu tampoco puedes dormir en los aviones?

Claudia asintió, pero no dijo nada. Se incorporó hasta quedar sentada en el sofá. Sus pies apenas llegaban al suelo. Bajo el chal se adivinaba un vestido blanco, de tejido fino y fresco, pero mangas largas, y un cuerpo menudo, pero bellísimo.

-Te presento a mi sobrina, Marina.

Se puso en pie lentamente, midiendo sus fuerzas y le besó en las mejillas. Pudo hacerse una idea de su altura, un palmo más baja que ella, metro cincuenta y cinco aproximadamente. El tacto de sus labios le recordó a la seda. Parecía frágil, pero a la vez transmitía fortaleza. Se le antojó que quizás su esqueleto estaba construido con alguna sofisticada aleación de aluminio, ligera y resistente. Y olía a mar.

El manto de la noche cubre el mar, la costa, el pueblo, la casa de su tía. Calor y humedad. Da vueltas en una cama que se le hace extraña, en una casa conocida que a la vez le es extraña. Escucha el leve rumor del mar de fondo, arrullándole. Y piensa en Claudia. Apenas ha pronunciado unas pocas palabras en todo el día. Es muy bella, y a la vez enigmática. Debe ser algo más joven que ella, no mucho, quizás dos o tres años, pero en sus ojos y en su rostro cree percibir el peso de más tiempo del que aparenta haber vivido por la edad que parece tener. No sabe explicarlo. Y otro detalle ha captado su atención: sus pequeños pies, arañados. Los dedos y los talones. Estuvo a punto de preguntarle he le había pasado. Quizás bañándose en alguna cala rocosa. No lo sabe.

No logra dormirse. Se levanta de la cama y se acerca a la ventana. El aire huele a mar. Las luces del pueblo y su bullicio estival … Más lejos, el mar. Hay luna llena, una luna, preciosa. Baja la vista. En el jardín de la casa de su tía, entre pinos y paraísos, hay una pequeña piscina. Le sorprendió toparse con la silueta de Claudia, sentada en el borde de la piscina, envuelta en una toalla. Quizás no podía dormir, como ella …

Escucha un rumor lejano que viene del cielo. Sus ojos azules se abren desmesuradamente. Es un avión. Levanta la vista y acierta a ver las diminutas luces destelleantes en la bóveda celeste. Suspira.

2 Botas de agua

Botas de agua de color verde. Fuera, diluvia. Y aquella chica que espera como ella para embarcar en el avión lleva unas botas de agua de un vistoso color verde lima. Recuerda que, casi en una vida anterior, solía llevar botas de agua. No tan bonitas como esas, más espartanas, pero igualmente cómodas para mantener los pies secos en ambientes húmedos. Sus pies. Ya no duelen. Los han curado. Tal y como se curan las heridas en aquel mundo. Sin magia. La cola avanza lentamente. Sólo quiere alejarse de allí lo antes posible. Su circunstancial compañero, quien le guía en ese mundo, parece soportar la espera con mayor paciencia que ella.

Los recuerdos vuelven a su mente anunque intente detenerlos. Una oleada cálida y amarga. Solo quiere alejarse de allí lo antes posible. Botas de agua. Barro hasta las rodillas. Agua. Lluvia. Diques. Un cuerpo inerte en el barro. Ella. Su compañera. Su mitad. Demasiado esfuerzo. Demasiado tiempo. Han sobrepasado sus límites y algunas no han podido soportarlo. Sentada en el barro, junto a ella, con su mano entre las suyas, en aquella enormidad de diques, barro, canales. La lluvia se mezcla con sus lágrimas. La lluvia que se aleja, pero que se ha cobrado su tributo. Lluvia débil que precede al final del temporal. Nada tiene sentido.

Vuelve a la realidad, con los ojos humedecidos. No debe perder la concentración. Todavía no está a salvo. Está tan cerca.

-No tengas miedo, aquí estás a salvo.

Claudia asiente. Pero permanece tensa, espectante, atenta a cualquier movimiento sospechoso en la sala de embarque del aeropuerto.

No detenerse, seguir avanzando. Sus pies diminutos se hunden en la arena. A veces el terreno es más duro y pedregoso y hiere sus pies descalzos. Seguir avanzando, seguir corriendo aunque duela. Determinación ciega. Necesita agua. Agua. Puede sentirla. No está lejos. Pero apenas que quedan fuerzas. No sabe si será capaz de alcanzarla y si tendrá fuerzas para continuar. Seguir adelante.

Entonces escuchó algo que le heló el corazón. Un helicóptero. No. Pensaba ingenuamente que nadie se había dado cuenta de su partida. Pero no era así. Tenían ojos y oídos en todas partes. Miró atrás, levemente, sin dejar de correr. La amenazadora silueta de un helicóptero de un verde apagado, volando a ras de suelo, le hizo estremecer. Intentó correr más deprisa. Pero no podía. Los pies protestaban a cada paso. Y también sus piernas. Demasiados días de inactividad. Casi en una vida anterior, recordó los paseos al amanecer por los diques. Con sus compañeras. Olvidar el dolor. Seguir adelante.

El helicóptero pronto llega a su altura, hace un quiebro en el aire y se coloca delante de ella. Evitarlo le supone un esfuerzo extra. Mientras, los soldados descienden del helicóptero, comienzan a seguirla. Está agotada. Intentarán detenerla, intentarán no hacerle daño. Sus pensamientos se ralentizan. No puede más. Seguir adelante.

Entonces descubre el pozo. En una pequeña vaguada rocosa. El agua le llama. Ni siquiera sabe que profundidad tendrá. Se deja embriagar por la llamada del agua. Junta las pocas fuerzas que le quedan, y salta.

3 Niebla

Detrás de los cristales, detrás de la niebla. Sentada sobre la cama deshecha, con la barbilla entre las rodillas, contemplando un paisaje de tejados desdibujados por la niebla al otro lado del cristal. De vez en cuando, de forma casi mágica, la claridad del sol lograba abrirse paso entre la niebla, arrancando destellos de los tejados metálicos. Suspira.

El agua trazaba sus propios caminos al otro lado del cristal, caminos por descubrir. Se quedó absorta observando las gotas de agua al otro lado del cristal. Y cómo su propio aliento empañaba la ventana, ocultando la niebla, ocultando los tejados. Si fuera tan fácil escapar de la realidad, de sus obligaciones, como empañar un cristal con el vaho de su respiración.

Escucha un leve sonido: alguien golpea la suavemente la puerta de su cuarto. Es hora de marcharse. Lentamente logra levantarse de la cama. En el escritorio está su preciado libro de hechizos. Acaricia su lomo antes de sepultarlo en el petate. En un rincón, las botas de agua. Y, sobre la cama, su capa. Botas de agua, libro de hechizos y capa. Imprescindibles para cualquier aprendiz de maga, como ella. Las botas son sencillas, de goma, de un color verde oliva, pero cómodas. Y mantendrán sus pies secos y calientes. La capa también es verde oliva, muy larga. Se calza las botas y después se arrebuja en ella: quizás es demasiado grande, porque casi roza el suelo. Así el agua no podrá acariciar ni un milímetro de su ser. Oculta su pelo cobrizo bajo la capucha y observa su reflejo en el cristal: sus ojos azules brillan traviesos.

4 La magia del agua

Aire. Aire.

Su cabeza emerge del agua salpicando agua en todas direcciones. Tose, escupe, aspira el aire que tanto deseaba. Alarga sus manos buscando un lugar donde agarrarse y sus manos rozan una superficie rocosa. Parpadea dos o tres veces y no puede evitar dibujar una media sonrisa en sus labios. Está en un pequeño estanque, con peces de colores. Y hasta un surtidor en el centro. Se pone de pie: el agua apenas cubre sus rodillas. Estalla en una carcajada. Ha estado a punto de ahogarse en un diminuto estanque rodeada de peces de colores. En su cuerpo todavía vibra la magia del agua. No sabe como explicarlo, es un hormigueo desconcertante y a la vez placentero. El cansancio le viene de golpe y sus diminutos pies, llenos de pequeños cortes, protestan. Se sienta en el borde del estanque. ¿Donde está? No ha tenido tiempo de dirigir su destino. Escapar, lo más lejos posible. Observa el paisaje que le rodea: un bello parque, lleno de árboles y praderas de hierba. Solitario. Es un consuelo. Nadie la ha visto emerger del agua, apenas cubierta por un pijama blanco, como de hospital, empapado de agua. No tiene dinero, ni documentación, ni más ropa que la que lleva puesta, ni siquiera zapatos. ¡Ah! Añora sus botas de agua. Añora el tacto de sus manos. Y las lágrimas se mezclan con el agua que gotea desde su pelo ...

5 Tierra

-Mi tía me dijo que has venido de muy lejos. Yo también. Ahora vivo en Estados Unidos, por mi trabajo. Bueno, a caballo entre Estados Unidos y Holanda ¿Has estado alguna vez allí? ¿Dónde vives?

-Vengo de mucho más lejos.

-¿Más lejos?

-Si.

-Pero no tienes acento …

-Hablo varias lenguas, he vivido en muchos sitios, y pronto se me pega el acento del lugar en el que estoy. En cuanto a donde vivo … se puede decir que ahora vivo aquí. En casa de tu tía. De donde vengo no quiero hablar. Allí no puedo o no debo volver.

Una sombra cruza el rostro de Claudia y sus facciones se endurecen. Marina asiente y se queda en silencio un momento.

-Entiendo. Lo siento. Lo siento si te he puesto triste. Sé lo difícil que es vivir en una tierra extraña lejos de los tuyos.-

-No tienes por que sentirlo. Tu no tienes la culpa.

La puerta del conductor del viejo Citröen 2CV amarillo se abre de pronto. Paula, la tía de Marina, entra y se acomoda en el asiento.

-¿Ha pasado un ángel? Que calladas estáis.

-Tía, me temo que he metido la pata, le he preguntado a Claudia de donde venía, donde vívia y me ha contado ...-

Paula se vuelve hacia el asiento trasero, donde Claudia se hace un ovillo. Se diría que, si pudiera desaparecer, lo haría.

-¿Te ha contado qué?

-Que ahora no puede volver allí ...

-Y dice la verdad. Allí las cosas no son como aquí, Marina. Allí hay personas que son perseguidas por lo que piensan y lo que hacen.-

-Eso es terrible. Lo siento de nuevo, Claudia, entiendo que no quieras hablar de ello.-

-No pasa nada. Al menos estoy aquí. Y todos me tratáis bien. Incluida tu, a pesar de que apenas me conoces-

-El abuelo de Claudia era español. Gallego, creo. Emigró a principios de siglo, pero nunca renunció del todo a sus raíces. Por eso Claudia tiene la doble nacionalidad. Es una suerte, así pudo entrar en España y quedarse aquí, al menos por el momento.

-Entiendo.

6 Barro

En ese momento se dio cuenta de que la había perdido para siempre. En aquella eternidad de diques, de agua y de barro, su vida se había apagado. Ha dejado de llover y el silencio flota pesado en el aire. Sólo se escuchan voces lejanas. Vienen a buscarlos. Cuando deja de llover, cuando pasa la tormenta, siempre vienen a buscarlos. Cuando acaba la tormenta. Pero, al menos para Myriam, es demasiado tarde.

Claudia intenta ponerse en pie. El suelo todavía es demasiado blando. Tierra encharcada, barro. Logra ponerse en pie y arrastra el cuerpo de Myriam hasta tierra más compacta. Hasta uno de esos senderos que serpentean entre los diques. No puede usar su magia porque está agotada. Y sus fuerzas tampoco son muchas, pero, maldiciendo, logra llevar el cuerpo inerte de Myriam hasta tierra firme.

-Ahora habrá una fiesta. Como siempre. Como siempre que vencemos al agua. Pero no estarás tu.

Recordó las palabras de su madre y de la madre de su madre. "A veces la lluvia no nos deja volver a todas". Ahora entiende en toda su crudeza y brutalidad el significado de esa frase tantas veces escuchada cuando era una niña.

A lo lejos escucha voces y distingue a un grupo de personas que se acerca.Los carros tirados por mulas. El ritual tantas veces repetido. Cuando llegan las lluvias, cuando llega la crecida, todos colaboran. Hombres y mujeres. Unos con palas y sacos de tierra y carros. Ellas con su magia. Cuando arrecia la lluvia ellas son la última defensa. Recuerda cuando era una niña, las tardes de lluvia interminable, en casa, guarecidos de la lluvia. El gesto serio de su padre y de sus abuelos. La calma tensa. Hasta que dejaba de llover. Todos salían a los campos. Las últimas gotas de lluvia se mezclaban con abrazos, gritos y lágrimas de alegría, emotivos reencuentros. Pero también, lágrimas y gritos de dolor. Los cuerpos cubiertos con sábanas sobre los carros. El silencio infinito colmado de dolor.

7 Arena

-¿Vamos a comer a la playa?-

Siempre la llamaban así. La playa. Su playa. La costa estaba llena de playas. Eran el reclamo para miles de turistas. Pero, hacia el norte, a unos veinte kilómetros, había una pequeña cala mucho menos concurrida. Incluso en plena temporada alta y a las horas en que todo el mundo solía ir a la playa, estaba medio vacía. Al atardecer o al anochecer, desierta. Quizás porque a ella no se llegaba por ninguna carretera asfaltada, sino por una pequeña pista de tierra y piedras. O porque el lugar donde se dejaba el coche estaba a casi medio kilómetro de la playa. Después había que recorrer un estrecho y empinado sendero, hasta llegar a la arena. La playa estaba encajonada entre acantilados. Y, en realidad, apenas tenía arena. Piedras, más que nada. Pero el encanto del lugar y su tranquilidad lo compensaban todo.

Estaba distraída, mirando el mar, siempre tan azul como hipnotizador cuando resbaló. De inmediato unas manos fuertes y a la vez delicadas la sujetaron, impidiendo que cayera.

-Gracias-

Las manos de Claudia. Nunca olvidaría ese contacto fugaz piel con piel. Inmediatamente se hubo asegurado de que había recuperado el equilibrio, le soltó. Marina giró la cabeza, buscando sus ojos azules y le sonrió.

-Soy tan torpe. Habré bajado cientos de veces por éste sendero, pero nunca aprendo. No miro donde pongo los pies y acabo tropezando-

Claudia le devolvió la sonrisa, pero no dijo nada. Intentó descifrar la expresión de su rostro, sin éxito. Sus ojos azules brillan. A pesar de la fragilidad que aparentaba, supo que era fuerte. Más fuerte que ella, quizás. Y ágil. Como un felino. Toda ella le recordaba a un gato. Su forma de caminar, sus miradas. Se le antoja que siempre está alerta. Esperando que pase algo. Como una nota de piano tan aguda como bella, pero que casi duele. Como una cuerda demasiado tensa.

Claudia apenas se ha bañado con ellas. Siempre espera a la madrugada para bañarse un rato en la piscina. Y ahora Marina entiende por qué. Cuando se despoja del vestido, de tejido fino y fresco, pero mangas largas, de las sandalias, del sombrero de paja y sólo queda su piel blanca y perfecta, y un bañador de una pieza, del mismo tono que el iris de sus ojos, distingue cicatrices y moratones. Sus pequeños pies llenos de cortes ya cicatrizados. Moratones antiguos, ya amarillentos. Y marcas en los antebrazos. No es estúpida. Quizás de una vía. Le han herido, le han hecho tanto daño que ha acabado ingresada en un hospital. Se da cuenta de que lleva demasiado tiempo con la mirada clavada en el cuerpo menudo de Claudia, mientras recorren el pequeño trecho que las separa del agua. Sus ojos, sus miradas se cruzan. Sigue caminando hasta llegar a su altura. Frente a frente. A no más de un metro. Su mirada es profunda, como el mar. Y se le antoja que dura. Como el hormigón armado. Asiente. Y antes de que pueda decir nada, habla despacio y bajo.

-No digas nada. Ya has visto los golpes y las cicatrices. Curarán. Pero hay un dolor del que todavía no puedo hablar. Cuando me marché dejé mucho atrás-

-Lo siento. Soy un desastre. Siempre te recuerdo el pasado-

-No lo eres. Tu no tienes la culpa-

-Pero …-

Coloca el índice de su mano derecha sobre los labios de Marina.

-No digas nada. Hace un día precioso. Todavía estoy aquí, todavía puedo mantenerme en pie, todavía hay gente que me quiere. Vamos a bañarnos-


8 Diques

Diques a punto de estallar. El estruendo que precede a la avenida. Un alud de agua y barro que todo lo arrasa. Esperar a la tormenta. Resistir. Un segundo más, un minuto más, una hora más, un día más, una semana más. Apuntalarse. Sacos terreros. Taludes entibados con vigas de hierro y tablones de madera. Contener la respiración, el miedo, la rabia y las lágrimas. Volver a vivir un instante una y otra vez, un instante que no podía ser cambiado.

Suspiró.

Calma, seguridad, descanso, agua, comida y compañía. Le bastaban para sentirse un poco mejor. Aunque esa seguridad fuera apenas tenue, aunque la incertidumbre seguía anclada en su interior. Un robusto pilote de hormigón armado hundido en el cieno. Quizás algún día podría arrancar aquella sensación de su interior. Con sus manos desnudas. Manos manchadas por el barro. Dedos arrugados por la humedad del agua y de las lágrimas.

Claudia siente que no tiene derecho a quejarse. Está viva. Y, al menos durante un tiempo, dispone de un lugar en el que vivir. Paula y Marina son amables. Paula hace las preguntas justas. Se ocupa de su cuerpo, de mantenerla hidratada y alimentada. Aún cuando no tenga ni sed, ni apetito. Ni ganas de beber nada, ni con fuerzas para comer. Le cuida como si fuera hija suya. Las madres del agua. Así las llaman. Nunca pronunciará esa frase más que en voz baja, al oído. Pero saber que existe, que existen, le reconforta al menos un poco.

-Se que duele y que los echas de menos, pero debes intentar seguir adelante.

Le abraza dulcemente. Le acaricia el pelo cobrizo. Ella corresponde su abrazo y también acaricia su pelo. Rubio, largo, surcado por canas. Muchas veces le ha mojado la cara con sus lágrimas.

Proteger un objeto del agua era un hechizo sencillo. Hacer ese hechizo duradero, muy complicado y agotador. La magia y la artesanía se daban la mano para tal fin, para proteger bienes de la humedad, de la lluvia, del salitre. Pero el mundo se le antoja extraño. El nuevo mundo. No puede usar su magia. No debe. Es peligroso. Alguien puede verla, puede despertar sospechas. Paula intenta instuirla en aquel nuevo mundo. A través de los libros. Su biblioteca le fascina. Sobre todo los libros de magia. Paula no le deja leerlos. En su lugar le ofrece libros de historia, para que se familiarice con el mundo. Aún así, se siente extraña en aquel lugar. Donde la tecnología parece haber suplantado a la magia. De no esconder su asombro pasaría los días con la boca abierta. Le fascina cada nuevo invento que descubre. Abrir un grifo y que salga agua. ¿Dónde está el pozo? ¿Quizás el agua un aljibe? A pesar del calor de la estación seca, adora darse largas duchas de agua caliente. Todavía tiene frío. El frío que se engendra en el interior. El frío del dolor, de las lágrimas, de la ausencia.

De todas formas aquél mundo nunca dejará de sorprenderla. Un mundo con pájaros de acero que vuelan.

9 Aire

-Lo siento, no me encuentro bien-

Claudia acaba de vomitar en una curiosa bolsa de papel. Todavía con el sabor ácido de la bilis en las comisuras de sus labios, se siente confusa y mareada. Además de completamente estúpida. Nadie a su alrededor ha vomitado. El calor inunda sus mejillas.

En el interior de aquella ballena de metal pulimentado hay muchas sillas. Intenta disimular su sorpresa. Claudia se pega a los talones de aquel chico. Es el más joven de la familia que le ha acogido. Acaba de iniciar la veintena. Es apenas unos años más pequeño que ella, pero se le antoja un auténtico maestro en aquel mundo que le desconcierta. Se mueve con desenvoltura, casi con insolencia, se diría. Intenta aprender de sus gestos. Se le antoja atractivo, aunque a ella nunca le hayan atraído los hombres. Pero sobre todo admira la paciencia infinita que tiene con ella. Se siente una niña de unos pocos años a su lado. Sabe andar y hablar, y vestirse, y atarse los zapatos. En todo lo demás se siente una completa inútil. Han montado en un gran carro sin caballos. Un gran carro de metal que surca aquellos extraños caminos grises más rápido que el más veloz de los caballos que nunca haya montado. Después en una serpiente de metal que rueda por unos carriles brillantes. Como las vagonetas de las minas. Se le antoja que han bajado al interior de una extraña mina llena de gente y de luces. Y después han penetrado en el estómago de la serpiente, llena de sillas, y de gente y se han sentado en esas sillas. La serpiente recorre los túneles a una velocidad que no ha sentido en la vida, que le provoca una sensación de vértigo infinita en el estómago.

-No te asustes, pero todavía queda una sorpresa más. Creo que va a darte miedo pero es la forma más rápida de viajar...-

-¿Es más rápido todavía?-

Palidece. Han recorrido en minutos la distancia que les llevaría varias horas recorrer a pie o a caballo y ahora les espera otro invento todavía más rápido. Se pega a sus talones. En el interior de la ballena de metal hay un largo pasillo y, a cada lado de él, hileras de sillas. Tres a la derecha, tres a la izquierda. El mira un trozo de papel que lleva en las manos y se decide por la fila de la izquierda. Toma asiento en la silla más cercana a las paredes del estómago de la ballena. Junto a una pequeña ventana semicircular que le recuerda a la ventana de la buhardilla de la que fue su casa. Ella se sienta a su lado.

-Dentro de un poco tendremos que abrocharnos el cinturón de seguridad. Se hace así.-

Mira sus manos de dedos largos y delgados, hábiles como los de un ebanista. Toma dos extremos de unas tiras de tejido gris. ¿Que clase de material es? Desde luego, no es cuero como el que se utiliza para hacer cinturones en su tierra. Cada extremo tiene una hebilla de metal brillante y suave. Con un gesto hábil y casi mágico, une ambas hebillas. Un sonoro click metálico acompaña la acción. Le imita y se abrocha el extraño cinturón en torno a su cintura. Recuerda los herrajes de los caballos: bridas, estribos, silla. Quizás para viajar en el estómago de la ballena también se necesiten estribos a los que sujetarse.

-Ahora vamos a despegar. A volar.

-¿Volar? ¿Como los pájaros?.

-Parecido.

Le tiende una bolsa de papel plegada para ocupar el mínimo espacio posible. El espacio es precioso en el estómago de la ballena. Todo está lleno de cosas o de personas.

-Por si te encuentras mal.

Unos hombres y mujeres vestidos de azul les explicaron qué hacer si algo andaba mal en la ballena de metal. Eso no tranquiliza demasiado a Claudia. Después, cuando todo el mundo está sentando, escucha un rugido ronco y potente. La ballena comienza a andar o a rodar, se diría que con pereza. Se siente aliviada, la velocidad es soportable. El traqueteo le recuerda a los carros tirados por caballos. Hasta que ...

El rugido se multplica. La ballena corre desbocada por la pista. Siente un vértico infinito en la tripa. Y el suelo se aleja por la ventanilla. Están volando. Su estómago se revuelve en arcadas incontenibles. Comprende que la bolsa sirve para guardar los vómitos. Vomita en la bolsa. El resto de pasajeros debe estar acostumbrado a volar. Alguna mirada de intranquilidad, nada más. Se siente estúpida y vulnerable.

-¿Te encuentras mejor?.

-Creo que si.

-Te acostumbrarás.

-¿Seguro? ¿Cómo puedes vivir aquí?

-No he vivido en otro lugar.

-Me siento estúpida en .....

Su joven compañero de acogida le mira con serenidad.

-Siempre has vivido lejos de las grandes ciudades, es la primera vez que montas en avión, es lógico que sientas miedo. Nos ocurre a todos. Siempre hay una primera vez para todo.

-Te agradezco tu paciencia. Haces que todo sea más fácil.

-No me des las gracias. Es un placer.

10 Lluvia (Interludio)

Claudia contempló su reflejo en el espejo situado en un rincón de la enorme tienda. El poncho translúcido cubría su cuerpo menudo desde la cabeza hasta más abajo de las rodillas.

Paula la observó en silencio. En sus labios apenas se esbozaba una sutil sonrisa.

Claudia se acercó a ella y le dijo algo al oído.

-¿Cómo dices que se llama ésto?

-Poncho. Es como un chubasquero, pero de una pieza. Sin cremallera. Se pone a través de la cabeza.

-Y, ¿De qué está hecho?

-De plástico.

De vuelta a casa, en el coche, Paula conduce mientras Claudia ocupa el asiento del copiloto. En su regazo, una bolsa con las compras hechas. Además del poncho, unas botas de agua, de goma. Fuera diluvia.

-La lluvia es distinta-Susurra Claudia.

-¿Cómo dices?

-La lluvia no me gusta. Quiero que deje de llover.

-Algún día dejará de llover. Es una primavera muy lluviosa, pero dejará de llover.

La ciudad y su bullicio quedaba atrás. El coche recorría un universo de pequeñas carreteras llenas de curvas, entre montañas. De prados tapizados de hierba. De cercas de alambre de espino y vacas. Paula detuvo el coche junto a la puerta de una casa.

-Paula, todavía no te he dado las gracias.

-¿Darme las gracias? ¿Por qué?

-Por acogerme en tu casa.

-No hay por que darlas. Es un placer.

-Voy a sacar a pasear a los perros.

Claudia se enfundó el poncho y las botas. Pese a la lluvia constante, los perros necesitaban salir para hacer sus necesidades y correr. Paula la vio alejarse, precedida por los perros, a través del prado, bajo la lluvia.

Recordó su capa. De algodón engrasado y color verde oliva. En realidad era un abrigo largo, hasta las rodillas, con capucha, cerrado por botones metálicos y plateados. Pero todo el mundo le llamaba capa. Al comenzar el curso, a las aprendices de maga se les entregaba una capa de color verde, botas altas de cuero y un libro de hechizos. Significaba la transición de la niñez a la edad adulta. El comienzo de la lucha contra la lluvia. Cuando las avenidas amenazaban con desbordar los diques, era su turno. Protegidas bajo sus capas, las magas se enfrentaban a la lluvia. Su magia reforzaba los diques. Eran la última línea de defensa ante las inundaciones.

Claudia se sentó sobre la hierba mojada, junto a un pequeño muro de piedra que delimitaba uno de los prados. Las lágrimas bañaban su rostro. Sus ojos de un azul muy suave estaban enrojecidos por el llanto. El pastor alemán abandonó sus juegos en el prado, se acercó a ella y le lamió la cara. Claudia le acarició con cariño la cabeza y el lomo.

-Gracias, precioso.

Diques a punto de estallar. El estruendo que precede a la avenida. Un alud de agua y barro y piedras, que todo lo arrasa. Esperar a la tormenta. Resistir. Un segundo más, un minuto más, una hora más, un día más, una semana más. Apuntalarse. Sacos terreros. Taludes entibados con vigas de hierro y tablones de madera. Contener la respiración, el miedo, la rabia y las lágrimas.

Aquel recuerdo volvió a la mente de Claudia. Aunque intentara olvidarlo y negarlo. El cuerpo inerte de Myriam, cubierto por su capa verde oliva, tendido en el barro. El tiempo indeterminado que pasó abrazado a ella, bajo la lluvia.

Claudia se puso de nuevo en pie. Se quitó la capucha. Dejó que la lluvia mojara su pelo cobrizo. Dejó que el agua se mezclara con las lágrimas. El plástico resultaba más ligero que el algodón engrasado. Más ligero y más frío. Aséptico. Menos lleno de recuerdos.

El ácido gaznido de una gaviota le hizo despertar. Giró su cuerpo sobre la cama. Sus pies diminutos rozan un gurruño de sábanas, en los pies de la cama.

-Otra pesadilla- Susurró.

Se puso en pie trabajosamente y, descalza, caminó hasta el balcón entreabierto. En el suelo del balcón, de baldosas rojas, distinguió el pico naranja de una gaviota, sus plumas blancas y negras.

-Así que tu me has despertado.