Andenes cubiertos de hierba (Mayo 2012 >)

(I)

Levantó la vista de la pantalla del ordenador. ¿Qué hora era? Muy tarde, o muy pronto. Los tentáculos de la oscuridad reinaban en el exterior, al otro lado del ventanal que se abría a su espalda, pero, hacia el saliente, el cielo comenzaba a adquirir tonalidades anaranjadas. Se estiró en la silla. Estaba cansada. Un día de trabajo interminable. Una secuencia de días de trabajo interminables. Voces en distintos idiomas todavía resonando en su cabeza. Una mezcla de voces que le recordó, no sabía por qué, a una vieja radio de onda media, de noche, entre dos emisoras, voces lejanas en varios idiomas y sonidos desagradables.

Se quitó las gafas y las dejó en la mesa. Giró sobre sí misma en la silla, hasta quedar frente al ventanal. A sus pies, las luces de la ciudad. Un paisaje contemplado infinidad de veces, pero que todavía se le antojaba bello. Volvió a ponerse las gafas, algo había llamado su atención y sin ellas era incapaz de verlo con claridad. Una playa de vías. Se llamaba así ¿verdad? Un ramillete de vías que comenzaba o terminaba en el imponente edificio de una estación de tren. Podía ver un tren moviéndose despacio, en la oscuridad, como si se tratara de una gigantesca maqueta. Y otros dormitando en las vías, perezosos. Un recuerdo vino de repente a su cabeza. Unas manos ásperas y llenas de grasa, pero cariñosas, amables. El crujir de la grava bajo sus zapatos. El olor del humo. Y la silueta amenazante de una enorme locomotora, escupiendo humo, como un dragón. Algo se revolvió en su interior, inquieto. Aquel recuerdo despertaba muchas emociones enterradas en su interior ¿Cuántos años habían pasado desde aquel momento? ¿Cuarenta? Quizás algunos más.

Decidió apagar el ordenador. Estaba demasiado cansada, ya no era eficiente. Además, en su mente bullían decenas de ideas, recuerdos y sentimientos que nada tenían que ver con el trabajo. Un leve vistazo al teléfono móvil le confirmó que, además de ser el día siguiente, era sábado. Bajó hasta el garaje en ascensor. El edificio parecía desierto, al igual que el garaje. Volvió a casa. Le gustó atravesar la ciudad de noche, con esa sensación de estar despierta mientras todo el mundo duerme. Aunque fuera solo una sensación, pues aquella ciudad enorme nunca dormía.

Al llegar a casa se dio una larga ducha y comió algo antes de deslizarse entre las sábanas. Pero no lograba dormirse. Demasiados recuerdos. Intentó engatusar a Morfeo con una infusión, con música relajante, pero nada funcionaba. Al final decidió levantarse y poner en práctica una idea absurda que crecía en su cabeza desde que llegara aquel aluvión de recuerdos. Buscó una pequeña maleta con ruedas y la llenó de ropa, no demasiada, como para un fin de semana. Después de vestirse, volvió al coche. Entre tanto la noche se había transformado en una mañana radiante de primavera. Una luz especial, imposible de describir con palabras, casi mágica, que acariciaba la piel.

Dudó un instante al dejar el coche en el aparcamiento de la estación. Había pasado mucho tiempo. Pero debía ser fuerte. Tú eres muy fuerte, le decía todo el mundo. No era verdad, o por lo menos no del todo. A veces se sentía como una niña asustada, acurrucada en un rincón con la cabeza entre las rodillas. Aunque hiciera mucho tiempo que no fuera una niña. Apretó los dientes y buscó las taquillas. La suerte le sonrió. Un tren partía hacia su destino en quince minutos. Bajó las escaleras hasta llegar al andén correcto. El tren ya estaba estacionado en su lugar. Pasó junto a la locomotora y se detuvo un instante. Ya no escupían humo, bueno, aquella solo un poquito. Pero seguían siendo enormes, e impresionantes. Le llamó la atención la curiosa combinación de colores, amarillo y negro. Como los taxis de Barcelona. En uno de los costados, escrito con enormes caracteres blancos, pudo leer:

333.107

Seguramente era la denominación de la locomotora. Aunque a ella le recordara al Plan General Contable. Sonrió. Seguro que alguien podía sacarle de dudas. Con su teléfono móvil hizo una foto de la máquina. Así podría enseñársela. Sin demorarse más, siguió caminando por el andén. Consultó en el billete en que vagón estaba el asiento que le habían asignado. Unos pocos minutos después de ocupar su asiento el tren se puso en marcha. El sueño. que le había sido esquivo apenas unos minutos antes, llegó poco después…

(II)

Cuando despertó, el paisaje que podía contemplar a través de la ventanilla era completamente diferente. ¿Cuánto tiempo había estado durmiendo? Los edificios enormes, la geometría monstruosa y opresiva de la ciudad había quedado atrás. El tren se deslizaba veloz por la vía, entre olivares y campos de cereal. Un segundo vistazo por la ventanilla le confirmó que ahora rodaban por una vía simple, única. Una vía para ir y volver. Como un camino sin retorno, un punto de no retorno. La inquietud volvió a crecer en su interior. Por un instante, tomar aquel tren no le pareció tan buena idea. Deseó volver atrás, volver a su cama. Pero era algo que tarde o temprano tenía que hacer, que afrontar. Sintió vértigo. Una sensación amarga y desagradable.

Su estómago protestó. Consultó el reloj abrazado a su muñeca derecha: casi las 14:00 horas. Lógico que tuviera hambre. La noche anterior apenas había cenado y el desayuno de madrugada quedaba ya un poco lejos en el tiempo. Decidió acudir al coche restaurante y comer algo. Mientras, el tren continuaba su camino, suave y veloz. La comida le hizo sentir mejor. Pero, la preocupación, la inquietud que bullía en su interior no había desaparecido. Oculta, como un latido sordo y rítmico, pero presente. ¿Cuántos años hacía que no visitaba el lugar al que se dirigía? ¿Cuánto tiempo sin escuchar esa voz grave y sonora? Demasiado tiempo.

Volvió a su asiento, inquieta. Jugueteó con su teléfono móvil. Quizás debería haber traído un libro, para distraerse. Entonces, la megafonía del tren anunció la siguiente parada, su destino. El tren aminoró poco a poco su velocidad hasta detenerse. Una estación diminuta. Arrastrando su maleta con ruedas y su preocupación, bajó del tren. Todo se le antojó más pequeño y más viejo: los andenes, agrietados, con brotes de malas hierbas creciendo entre las grietas. El edificio de la estación, de ladrillo rojo ennegrecido y tejado a dos aguas. Los almacenes que flanqueaban la estación. Una grúa oxidada junto a los almacenes, en uno de los andenes. Una especie de tubería negra gigantesca, se le antojó una fuente enorme, que antes servía para proveer de agua a las locomotoras.

El silbido de la locomotora, seco, cortante le sacó de sus pensamientos. El tren volvió a ponerse en marcha con un chirrido. Entonces se dio cuenta de que, aunque en el andén apenas había unas pocas personas, se le antojó que todo el mundo la miraba. Los que como ella se habían bajado del tren y los que esperaban a los viajeros. Por costumbre, se había vestido con el mismo tipo de ropa que usaba a diario para ir al trabajo: blusa blanca, falda gris, bastante larga , chaqueta gris y zapatos granates. Eso no ayudaba a pasar desapercibida en la estación diminuta, de un pueblo igualmente diminuto. Además, supuso que los habitantes de aquel lugar no veían muchas caras desconocidas y que ella era una especie de novedad. Aunque hubiera nacido allí.

Rodeó el edificio de la estación, en lugar de atravesarlo, pasando junto a los paraísos. Al otro lado, una pequeña extensión asfaltada, una especie de aparcamiento. Apenas 2 o 3 coches lo ocupaban. El aparcamiento desembocaba en una pequeña carreterita que conducía al pueblo que se abría ante sus ojos. Apenas les separaban uno o dos kilómetros de pequeñas huertas y campos de girasol. A la izquierda de la estación, no más de 200 o 300 metros de donde se encontraba ella, divisó un pequeño edificio familiar. Una casita, más que un edificio. De paredes blancas, encaladas. Se fijó en el tejado. La veleta con forma de gallo seguía en el mismo lugar. Pero algunas tejas habían sido sustituidas por planchas metálicas. Goteras, pensó. Aunque el aspecto exterior de la casa era bastante bueno, podría jurar que necesitaba algunas reformas. Se le encogió el corazón. Pero había llegado hasta allí. Y no podía echarse atrás. Con pasos cautelosos recorrió el trecho que le separaba. Se detuvo ante la puerta de madera, cubierta por una cortina blanca para protegerla del sol y de la lluvia. Descorrió la cortina y empujó la puerta, suavemente. No estaba cerrada, como antaño. En aquel lugar nadie cerraba las puertas. Frunció el ceño. Que irresponsabilidad. La puerta se abrió con un chirrido. Dejando la maleta, entró. Penumbra y frescor. Distinguió una figura inconfundible en la penumbra, dirigiéndose hacia ella.

-Buenas tardes, padre-

(II)

-¿Qué haces aquí?-

Dudó si se trataba de una pregunta o de una afirmación. Su voz era la misma. Potente, con un punto de aspereza, pero cálida. Templada por los muchos años cumplidos, pero todavía fuerte y bella. En la penumbra del portal acertó a ver las facciones conocidas de su rosto. Los ojos marrones. La barba, escasa y blanca. Sus ropas: pantalones de pana marrón, botas de trabajo y camisa blanca. Se miraron durante algunos segundos, como se mirarían dos espectros, si es que los espectros existían. Después, su padre caminó hacia ella. Esperaba algo: un gesto, un beso, un abrazo. Pero por toda respuesta, pasó a su lado sin parase, y salió a la calle. La tristeza le embargó un instante. Como podía haber esperado otra cosa ...

Ignorando la pena y la rabia que bullían en su interior, dejó la maleta en un extremo del portal y salió a la calle siguiendo los pasos de su padre.