Dentro del laberinto (Diciembre 2018)

Cuaderno de bitácora. Planeta Tierra. Siete de febrero de 2006.

En el comienzo, la nada. Sólo oscuridad. Rabia. Tristeza. Angustia. Dolor. Emociones que embotaban su mente, impidiendo que percibiera cualquier estímulo procedente de sus sentidos. Tampoco era capaz de acceder a su memoria física y recordar. Sus pensamientos eran solo madejas de hilos amontonadas, en el más absoluto de los caos.

Poco a poco recuperó la percepción de sus sentidos. Su cuerpo se fue dibujando con cada nuevo estímulo. Estaba caminando. Un paso, y otro, y luego otro, y luego otro. El frío bajo sus pies, lamiendo sus pasos. Todavía era capaz de caminar. Sintió como el frío trepaba por su cuerpo y, a la vez lo iba dibujando. Volvió a tener conciencia de su ser.

Trató de concentrarse en seguir caminando, sin perder el equilibrio. Todo era silencio y penumbra. Apenas escuchaba sus pasos resonando contra la acera, su respiración agitada y los latidos de su corazón. Tal era el silencio que podía escuchar incluso el rumor de sus pensamientos y eso le asustó, porque le habían asegurado que los pensamientos eran insonoros.

Se detuvo un instante y miró hacia arriba. Entonces descubrió el azul oscuro del cielo del anochecer. Y un puntito de luz allá arriba –la luna- y con su brillo desapareció la penumbra y el silencio y una catarata de sensaciones inundó su mente.

Se deslizaba en una marea de hombres sin rostro, al atardecer. En realidad, aquellos hombres y mujeres si que tenían rostro, pero no conocía a ninguno de ellos, por lo que todos los rostros se le antojaban iguales. En torno a ellos, un laberinto de agujas de hormigón que acariciaban aquella inmensidad azul oscuro que estaba sobre sus cabezas. Agujas de hormigón acero y cristal, miles de ventanas de cristal espejado que parecían ojos, desde los que seguro otra marea de hombres sin rostro le observaban, cientos de miradas clavadas en él, intentando adivinar quién era, donde se dirigía e incluso lo que pensaba...

Sintió que necesitaba un abrazo y pensó que él podría abrazar a casi cualquiera de aquellos seres sin rostro que le rodeaban, pero no estaba seguro de que ni uno solo de esos seres estuviera dispuesto a abrazarle a él.

Le costó seguir caminando. Su cuerpo era de plomo y hormigón, pesado y rígido. Se dio cuenta de que llevaba colgado en bandolera su preciado saco de los recuerdos y lo apretó con fuerza contra su cuerpo, buscando en aquel objeto inerte el calor de un abrazo que nadie quería darle.

Supo que ya había vivido ese instante. Idéntico pero diferente. Entonces las lágrimas bañaban su rostro y sus manos temblaban. En el momento más inoportuno, a los mandos de su nave espacial, a punto de despegar, una vez más, era incapaz de controlar sus emociones. Se dio cuenta de que, todo aquello cuanto había sentido y vivido desde entonces, no tenía sentido alguno, es más, no servía para nada.

Seguía caminando, sin rumbo fijo, temeroso de detenerse, porque quizás si se quedaba parado sería blanco de las miradas de aquellos hombres sin rostro, mientras se dejara arrastrar por la corriente sería uno más.

Sintió que algo o alguien le rozaba el hombro izquierdo. Volvió la cabeza, furioso. Le habían atrapado. Una mujer encapuchada le sujetaba por el hombro. Sus ojos verdes se clavaron en los suyos. Su pelo cobrizo escapaba bajo la capucha.

-¿Quién eres?

-Puedes llamarme Venus.

-¿Qué quieres?

-Ayudarte.

La mujer desplegó sus brazos y le abrazó. Una marea cálida y suave inundó su ser. Cerró los ojos, cerraron los ojos. Cuando pudieron volver a abrirlos, las lágrimas bañaban sus rostros. Los colores estallaron a su alrededor. Los hombres sin rostro recuperaron sus rostros.

-No estás sólo. Eres uno de los míos. He andado ese camino. Si yo he podido recorrerlo, tú también podrás. Ahora te sientes atrapado dentro de tu propio laberinto. Pero el más grande de los muros tiene un punto débil. Puede ser derribado, puede ser escalado, puede ser esquivado.