La intérprete (Junio 2022)

-Con el casco casi no te reconozco.


-¿Por qué habrías de poder reconocerme? Es la primera vez que nos vemos. En persona, quiero decir.


-Pero debería poder reconocerte.


-¿Por qué?


-Porque voy a ser tu intérprete.


-No sé que significa eso.


-Si quieres, te lo explicaré.


-Claro que quiero.


-Lo sé, pero no puede ser aquí.


Una marea de personas se movía en torno a ellos, como hormigas. La ciudad despertaba al caer la noche, aquel sábado cálido de junio. Avanzaban de acá para allá, buscando a sus amigos, buscando un restaurante o un bar para cenar o tomar una copa.


-Te llevaré a un lugar mucho más tranquilo. Más íntimo y privado, por decirlo de alguna manera.


-No sé como he de tomarme eso.


-No es lo que tu crees. Y está demasiado lejos para ir en bici. Sé que podrías llegar, pero sería muy cansado.


-Y ¿me vas a llevar en eso?


Marco estaba casi todavía sobre su bicicleta. Una vieja bicicleta de carretera reconvertida a bicicleta urbana, con manillar plano y guardabarros. Tenía el pie izquierdo sobre la acera, en derecho sobre el pedal de nylon con pines metálicos que aportaban un buen agarre a las suelas de sus zapatillas. Carla, por su parte, ocupaba el asiento de uno de esos scooters eléctricos que copaban las aceras de ciudad por doquier, de brillantes colores, azules, negros, rojos. Apoyado sobre el caballete central, el scooter le servía de una especie de silla.


-Es más cómodo y rápido de lo que parece.


-No sé si puedo fiarme de ti.


-¿En qué sentido?


-En todos los sentidos.


-Vas a necesitar otro tipo de casco.


-Seguro que has pensado en ello.


-Por supuesto que si. Está en el cofre de la moto. Vamos, que no tengo toda la noche. Ata la bicicleta a esa señal de tráfico. Supongo que tendrás un candado.


-¿Ahora tienes prisa?- Le contestó Marco, que había desmontado de la bici y, tal y como le había pedido Carla, la estaba atando a una señal de tráfico, de poste rectangular y metálico, que había en el borde de la acera.


-No es eso.


Carla, algo molesta, saltó del asiento del scooter y abrió el cofre. En el interior había dos cascos abiertos de color blanco, con cada uno con su pantalla transparente y galáctica. Carla le tendió uno de ellos a Marco.


-Supongo que sabes como ponértelo. Puedes dejar el tuyo aquí, en el cofre.


-Pues claro que sé.


Por toda respuesta, Marco se quitó el casco de ciclismo, lo dejó en el cofre y se puso el casco de moto que le tendía Carla.


-Ya estoy listo. Espero que no me estrelles contra un taxi en ese trasto.


-Confía en mí.


Carla ocupó la parte delantera del asiento del scooter y Marco se situó tras ella, en el lugar destinado al pasajero.


-Al menos el asiento es más blando que el sillín de una bicicleta y no hay que dar pedales.


Como si de una alfombra mágica se tratara, el scooter comenzó a moverse en silencio, con un leve zumbido procedente del motor eléctrico. Carla se incorporó al caótico tráfico de la ciudad y llevó a los dos primero a través de calles estrechas, calles más anchas y al final a través de avenidas enormes y rectilíneas, en las afueras de la ciudad. En uno de esos barrios nuevos, donde todo estaba aún por hacer y los bloques de pisos nuevos y casi por estrenar crecían aislados, como árboles asustados, rodeados por enormes descampados en los que, unos años después, les acompañarían nuevos edificios enormes.


Carla subió a la acera y detuvo el scooter frente a un portal pulcro e inmaculado. De mármol gris y luces de ledes.


-Hemos llegado.