Alegría (Verano 2008 - Noviembre / Diciembre 2018)

Sus sentidos estaban prácticamente saturados por un millón de estímulos que llegaban raudos hasta su mente. Los ojos fijos en el asfalto húmedo, leyendo cada curva, con algún vistazo fugaz al cuadro de instrumentos. Las manos, bajo los guantes, aferradas al volante, con firmeza pero sin agarrotarse, aunque la derecha abandonaba con frecuencia su posición para accionar el cambio, o el freno de mano en las horquillas más cerradas. Los oídos retumbando por aquella sinfonía ensordecedora y mágica: El rugir del motor que catapultaba el coche de una curva a otra en un suspiro, acompañado por el silbido ronco y agudo de los diferenciales. El aire golpeando la carrocería del coche tras los cristales. La boca abierta, seca por el esfuerzo, respirando con fuerza, paladeando los mil y un aromas que poblaban el habitáculo: su propio sudor, los guantes de piel, los neumáticos y pastillas que acusaban el esfuerzo, la gasolina de competición de aroma dulce y embriagador. Los pies acariciando los pedales. Y, por encima de todo, una inmensa emoción que embargaba su ser. Era inmensamente feliz.

Recordó el hospital. La enfermedad. Se sentía una máquina averiada, rota, inútil. Él, que era capaz de devolver a la vida el motor de cualquier coche, era incapaz de repararse a si mismo. Dudaba que los médicos pudieran curarle. ¿Que estaría roto en su interior? ¿Tendría remedio? ¿Viviría? ¿Podría volver a caminar? ¿Podría volver a conducir un coche? Conducir ... era su vida. Se había criado entre coches. Aprendió a andar en el taller de su padre. Hasta donde alcanzaba su memoria, siempre se recordaba con herramientas y grasa en las manos. Con un volante entre las manos. Con la mayoría de edad empezó a competir en rallyes. Todo eso quedaba atrás. Nunca más al volante de alguna de aquellas máquinas que tanto amaba, atento a cada nota del copiloto, arañando centímetros al asfalto y segundos al cronómetro.

Pero estaba allí, al volante de su veterano Lancia Delta. Cuando salió del hospital, pidió que le llevaran a ver su coche de carreras. Dormitaba silencioso en un extremo de su taller, sucio, cubierto de polvo. En parte, derrotado como él, pero no vencido. Tan solo era una máquina, algo inerte, incapaz de sentir, pero supo que se alegraba de verle con vida. Y le prometió que volvería a competir con él. Entonces todavía era incapaz de caminar y se movía en una silla de ruedas. Y aquella mañana de noviembre, brumosa, ambos retornaban a las carreras. Una subida en cuesta: de la base de un pequeño puerto de montaña, hasta su cima. Todavía se sentía demasiado débil y cansado para una carrera más larga. Su cuerpo se le antoja a la vez gomoso de gelatina y pesado. Una subida en cuesta. De la base a la cima de un puerto de montaña. De uno en uno, contra el crono, sin copiloto. De nuevo, cuerpo a cuerpo con el asfalto.

Intentaba mantener la concentración, pero mil y un pensamientos bullían en su mente. Podía ver su nombre escrito con pintura blanca sobre el asfalto, algo que le alegraba infinitamente. Notaba los ánimos de la afición desde las cunetas. A pesar del estruendo del motor escuchaba sus gritos. Un impulso para intentar ir más y más rápido, a cruzar un poco más el coche en las horquillas, aunque perdiera un poco de tiempo... Entonces sintió algo caliente y húmedo. Por sus mejillas rodaban enormes lágrimas hasta llegar al verdugo ignífugo que cubría su cabeza por debajo del casco. Lloraba y no podía contener las lágrimas, que continuaron su camino hasta llegar a las comisuras de sus labios. Su boca se llenó del sabor de las lágrimas, húmedo, caliente y salado. En la siguiente recta trato de secar los ojos su mano derecha enguantada, pero las lágrimas se empeñaban en seguir brotando de sus ojos. Dejó que fluyeran. Se entregó a aquel orgasmo de alegría, velocidad y vértigo.