El más dulce de los despertares (2002 - 2006)

El ojo de la aguja

Siempre la recordaré así, con su negra melena al viento, caminando por el puerto, recorriendo el trecho que le separaba del barco, en aquella mañana brillante como el oro.

El extremo de la madeja

Sentada en un extremo del bar, absorta en la pantalla del televisor, apenas llamaba la atención. Cuando quise darme cuenta cruzaba la puerta en dirección a la calle. Volvió levemente la cabeza hacia mi. Apenas pude intuir una media melena cobriza y aquella sutil sonrisa que me regalaba. Después se perdió en la noche, entre las luces de la ciudad y la llovizna, un interminable llanto que invitaba a acurrucarse en un cálido lecho.

Me quedé quieto unos momentos sin acertar a comprender nada. Busqué una mesa donde sentarme. Por azares del destino fui a sentarme en la mesa que ella había ocupado.

Distraido, acaricié la mesa con las yemas de los dedos. Entonces me topé con él. Un pequeño y delicado anillo de palta... Lo sostuve entre los dedos, incapaz de contener la alegría que llenaba mi ser ...

Un destello de luz al final del laberinto

Era tarde y estaba lloviendo. Apenas unas pocas gotas que se empeñaban el mojar el asfalto, la pantalla del casco, la moto, y a él mismo. Por suerte se había puesto el mono de agua, de otra forma habría acabado calado hasta los huesos. Y aquel trasto, un scooter coreano, protegía un poco sus piernas del agua. En algún lugar detrás de las nubes de un gris acerado que cubrían el cielo, estaba amaneciendo. El reloj del cuadro de instrumentos de la moto marcaba las 6:50 de la mañana. A las siete debía estar en el aeropuerto, empezaba “su turno”. Sonrió dentro del casco. Pero estaba lloviendo, no podía ir deprisa. Además, los accesos al aeropuerto eran nuevos y se había perdido. Trató del olvidar la prisa y el cansancio, se concentró en el tráfico, buscando la salida de aquel laberinto carreteras...

Unos minutos después llegó a la terminal. Dejó la moto en un rinconcito, donde había otras motos aparcadas. Guardó el mono de agua, los guantes, el casco en el hueco bajo el asiento. Ya llevaba puesto el uniforme del personal de servicio del aeropuerto. No tenía un minuto que perder.

Aquellas ropas y una tarjeta de identificación falsa le abrieron las puertas de las entrañas del aeropuerto.

-No te conozco ¿eres nuevo?-

-Si, soy del turno de refuerzo. Es mi primer día-

-Claro, hoy entra a trabajar mucha gente. Menos mal, no damos abasto... ¿Te han explicado cual es tu trabajo?-

-Si, hice un curso de formación la semana pasada. Llevo los equipajes desde la terminal a los aviones. Pero éste lugar es un laberinto, creo que me he perdido-

-No te preocupes... esto es enorme. Tienes que bajar un nivel, por aquella escalera. Luego ve a la derecha, hasta el final del pasillo. Allí es donde se guardan los tractores para equipajes.

Segundos después estaba al volante de un diminuto tractor que tiraba de varios carritos cargados de equipajes. Nunca había manejado un trasto de esos, por suerte era automático, muy fácil de conducir. Aunque también lento como un caracol. Llevar los equipajes de la terminal a los aviones y viceversa. Como una oruga deslizándose sobre el suelo mojado, entre las enormes moles de los aviones, criaturas del aire que parecían encontrarse incómodas y desorientadas en el suelo.

A las ocho, sacó un folio doblado en cuatro partes del bolsillo trasero de su pantalón. Lo dejó detrás del volante, en el salpicadero, de forma que podía verse desde el exterior, a través del parabrisas.

Una hora después, volvió a guardar el papel en el bolsillo del pantalón.

Su turno acabó a las 14 horas. Estaba cansado. Sólo pensaba en volver a casa y dormir. Por lo menos había dejado de llover. Al agacharse para sacar el casco del hueco bajo el asiento, el papel doblado se salió del bolsillo y cayó al suelo. Lo miró mientras se ponía el casco y los guantes. Luego cogió el papel, lo arrugó y lo tiró a una papelera. Se quedó sentado un instante sobre el asiento de la moto, con el casco puesto, respirando despacio. Llorando. Secó las lágrimas con las yemas de los dedos, arrancó el motor y se marchó.

En el fondo de la papelera, junto a varias latas de refresco vacías, quedó el papel arrugado. De haberse molestado alguien en sacarlo y desplegarlo, hubiera podido leer, solo una palabra:

OK

Desde la calle volvió a llegar el agrio sonido del claxon de un coche.“Ya vaaa” pensó. Se detuvo un instante ante el espejo del pasillo. “Ya no eres una jovencita, pero el uniforme de azafata te sienta igual que siempre. Vamos, a volar. El cielo espera”.

El cielo estaba nublado y llovía. No le gustaba la lluvia, ni el abrupto gris del cielo. Pero se sentía bien, estaba alegre, a pesar de la lluvia y de la prisa y del maldito despertador que no había sonado.

¿Lo llevaba todo? Uff, el paraguas, estaba lloviendo. Salió de casa, haciendo equilibrios con el paraguas, las llaves, el bolso, arrastrando el pequeño trolley. Cerro la puerta con llave y llamó al ascensor.

En el otro lado de la calle le esperaba un diminuto minibús, casi liliputiense. Al verla llegar, el conductor suspiró, bajo del minibús y abrió el maletero. Abrió el paraguas, cruzó la calle.

-Lo siento, lo siento. Se fue la luz y el despertador no funcionaba, me he dormido-

-Tranquila. No es demasiado tarde, todavía-

En el interior del minibús ya estaba la mayor parte de la tripulación. Saludó a sus compañeros y se acomodó en un rincón, junto a una de las ventanillas. El minibús continuó su periplo recogiendo al resto de la tripulación. Navegando por el asfalto mojado, llegó hasta el aeropuerto.

Estaban a punto de llegar al avión, cuando su mirada se posó caprichosa en un diminuto tractor para equipajes naranja. En el salpicadero, colocado de forma que pudiera verse a través del parabrisas, un folio.

OK

Sus ojos se abrieron como platos. Todo estaba bien. Un destello de luz al final del laberinto...