Fango (Noviembre 2018)

-¡Con el Caudillo nunca hubiera pasado esto! ¡La carretera no estaría cortada por esta mierda de fuego! ¡Son todos rojos! ¡Habría que matarlos a todos!

-Por favor, papa, no digas barbaridades. Franco murió hace mucho tiempo. Y el fuego debe ser enorme. Ha quemado muchas hectáreas. Han desalojado varios pueblos ....

-¡Tonterías! ¡Son todos lerdos! ¡Para nada sirven!

-Papa ...

-¡No contradigas a tu padre!

Para no prolongar la discusión estéril Myriam abrió la puerta del conductor y salió del coche. Se preguntaba quién era aquel anciano gruñón de mirada vacía y voz de carraca vieja que ocupaba el asiento del copiloto. Se preguntaba dónde había quedado el hombre dulce que la llevaba sobre sus hombros de gigante cuando era una niña.

El sonido grave y rítmico del rotor del helicóptero retumbaba en las paredes rocosas y afiladas del valle. El rumor de las aspas cortando el aire se asemejaba a los latidos apresurados de un corazón encogido por el miedo y por la prisa. El olor a madera quemada lo inundaba todo. La luz del sol le deslumbró cuando alzó la mirada para ver la silueta del helicóptero, volando sobre su cabeza, sobre las copas del bosque de pinos. La misma luz que arrancaba destellos del fuselaje del aparato, blanco y rojo.

Pensó en volver al refugio del coche, pero no se sintió con ánimo de lidiar con el mal humor de su padre. Descubrió un sendero que nacía en el borde derecho de la carretera y serpenteaba ladera abajo entre los árboles. Comenzó a recorrerlo despacio: la pendiente era grande y sus zapatos no eran lo más apropiado para andar por tierra. Avanzó apoyándose en los troncos de los pinos para no tropezarse. La corteza rugosa y áspera acariciaba las yemas de sus dedos.

Apenas unos metros después el bosque se abrió para dejar paso a un paisaje casi lunar, sin vegetación, solo tierra desnuda y cuarteada. Debía tratarse de un embalse, pero no veía agua, solo la cicatriz del cauce de un río a la mitad del valle. Arrugó la nariz. Al resto de aromas: el humo del incendio, la resina dulzona de los pinos, se sumó el hedor pestilente del barro. Le revolvió el estómago. Estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando, en aquella planicie de nada y barro, le llamó la atención un destello ¿Qué podía ser? Quizás una botella rota, algo sin importancia. Sintió otra punzada en el estómago. El fulgor estaba a 200 o 300 metros. Fuera de la protección del bosque el calor era denso y pesado, aplastante. Qué tontería. Debía volver al coche. Pero algo estaba mal. Lo presentía. Se esforzó en avanzar lo más rápidamente que pudo.

A unos diez o quince metros de aquel destello distinguió con terror por fin su origen: Una pulsera de algún de metal brillante quizás. Una pulsera cerrada en torno a un brazo inequívocamente humano de una piel blanca y brillante que destacaba sobre el marrón del barro. Vio lo que parecía ser el cuerpo de una mujer desnuda, en el barro. Atrapada por el barro: medio cuerpo fuera, medio cuerpo bajo la tierra. Al hedor nauseabundo del barro se unieron otros perfumes igualmente vomitivos: el olor de orines y heces humanos. Pensó que, en sus desesperados esfuerzos por salir del abrazo del cieno, se habría orinado y defecado encima. ‏Ignorando las arcadas que progresaban desde la boca del estómago, tiró con todas sus fuerzas de aquella mano y antebrazos de una piel blanquísima manchada de barro. El fango se resistió a romper el abrazo en torno a su presa pero, poco a poco, pudo sacar el cuerpo de la mujer del barro. No supo cómo fue capaz. Jadeando, arrastró con delicadeza a la mujer hasta terreno más firme. Una vez sobre suelo seguro giró su cuerpo hasta dejarla boca arriba. Se dio cuenta con horror que su cara estaba cubierta de sangre además de barro. Se agachó y acercó su oreja derecha a la nariz de ella. Notó un tenue aliento: estaba viva. Respiraba. Pero sin duda necesitaría asistencia médica. Recordó que había dejado su teléfono móvil en el coche.

-Ahora vuelvo, no te muevas.

Mientras se ponía en pie de nuevo pensó que probablemente no pudiera escucharle.

Entonces sintió que algo se le enredaba en el tobillo derecho. Bajó la vista al suelo y se topó con una mano cubierta de barro que le aferraba el tobillo. El pánico subió raudo desde la boca del estómago. Pero esa emoción sólo duró un instante: después le recorrió algo semejante a una descarga eléctrica que borro de su mente el miedo, las náuseas, dejando en su lugar una paz infinita e irreal. Volvió la vista atrás: la mujer había desaparecido. No era posible. Quedaba el hueco que había ocupado su cuerpo en el barro. Nada más.