Lágimas de alegría

Sus sentidos estaban prácticamente saturados por un millón de estímulos que llegaban raudos hasta su mente. Los ojos fijos en el asfalto húmedo, leyendo cada curva, con algún vistazo fugaz al cuadro de instrumentos. Las manos, bajo los guantes, aferradas al volante, con firmeza pero sin agarrotarse, aunque la derecha frecuentemente abandonaba su posición para accionar el cambio o el freno de mano en las horquillas más cerradas. Los oídos retumbando con el rugir del motor que impulsaba el coche de una curva a otra en un suspiro. La boca abierta, casi seca por el esfuerzo, respirando con fuerza y paladeando los mil y un aromas que poblaban el habitáculo: su propio sudor, los guantes de piel, los neumáticos y pastillas que acusaban el esfuerzo, la gasolina de competición. Los pies acariciando los pedales. Y, por encima de todo, una inmensa emoción que embargaba su ser. Era inmensamente feliz.

Recordaba el funesto sonido del respirador mecánico en la unidad de cuidados intensivos. Los rostros llenos de lágrimas, llenos de dolor, de su esposa, de sus padres. El gesto serio de los médicos. Era poco probable que sobreviviera. Y, aunque lo lograra, estaba condenado a pasar el resto de su vida postrado en una cama. No podría volver a caminar, ni mucho menos a conducir. Conducir... era su vida. Los coches de carreras. Los rallyes. Nunca más al volante de alguna de aquellas máquinas que tanto amaba, atento a cada nota del copiloto, arañando cada centímetro de asfalto.

Pero estaba allí, al volante de su veterano Lancia Delta HF Integrale. Cuando salió del hospital y fue capaz de mantenerse en pie, pidió que le llevaran a ver su coche de rallyes. Dormitaba silencioso en un extremo de la nave, sucio, cubierto de polvo. Tan solo era una máquina, algo inerte, incapaz de sentir, pero supo que se alegraba de verle con vida. Y le prometió que volvería a competir con él. Y aquella mañana de noviembre, brumosa, ambos retornaban a las carreras. No era un rallye, todavía se sentía un poco débil como para conducir tramo tras tramo y enlace tras enlace, sino una prueba del regional de montaña. Una subida en cuesta. De uno en uno, contra el crono, sin copiloto. De nuevo cara a cara con el asfalto.

Intentaba mantener la concertación, pero mil y un pensamientos bullían en su mente. Podía ver su nombre escrito con pintura blanca sobre el asfalto, algo que le alegraba infinitamente. Notaba los ánimos de la afición desde las cunetas, lo que le impulsaba a ir más y más rápido, a cruzar un poco más el coche en las horquillas, aunque perdiera un poco de tiempo... Entonces sintió algo caliente y húmedo. Por sus mejillas rodaban enormes lágrimas hasta llegar al balaclava ignífugo que cubría su cabeza por debajo del casco. Lloraba y no podía contener las lágrimas. En la siguiente recta trato de secar los ojos con sus manos enguantadas, pero las lágrimas se empeñaban en seguir brotando de sus ojos...

Lágrimas de alegría...