Puntos de vista (Mayo 2018)

Cuando era un niño todo me parecía enorme. El mundo se me antojaba un lugar a la vez fascinante y aterrador. Claro que era más pequeño: en estatura, en edad y en conocimiento del universo y de la vida. Guardo una pequeña cicatriz junto a uno de mis ojos, recuerdo de un golpe con el pasamanos de una barandilla, que entonces quedaba a la altura de mi mirada.

Del piso donde crecí tengo un millón de recuerdos, quizás no un millón, pero si muchos. El que primero ha venido a mi mente es un recuerdo sonoro. El sonido de los aviones despegando. El edificio en el que vivíamos estaba cerca del aeropuerto de Barajas. No tan cerca como para ver los aviones, ni para que su estruendo fuera insoportable. Pero, sobre todo en la calma de la noche, se escuchaba aquel sonido tan particular: los motores de los aviones a plena potencia en el instante de dejar el suelo. Tardé mucho tiempo en asociar ese sonido a un avión despegando. Sabía lo que era un avión, y que podían volar, pero, para mí, ese ruido no era el de un avión, eran los bostezos del cielo. Que se desperezaba antes de ir a dormir o al levantarse. En esas madrugadas eternas de calor y verano, sentados en la terraza, escuchando el canto de los grillos. Mirando luces lejanas que titilaban cerca del horizonte.

Desde el suelo del salón, sentado sobre la alfombra, miré a la televisión. Un aparato enorme y macizo. Muy diferente a las delgadas pantallas planas del nuevo siglo. Habían interrumpido el programa infantil de turno. Ya no recuerdo si era Barrio Sésamo u otro. Un locutor recitaba frases que yo no escuchaba. Mis ojos estaban clavados en la pantalla. El transbordador espacial estallando en mil pedazos a los pocos segundos de su despegue. Aunque no entendía apenas lo que decían en la televisión, supe que algo muy grave había pasado. Y sentí a la vez miedo y pena. Los astronautas que ocupaban la nave espacial sin duda habían muerto. Morir.

Dejar de soñar, dejar de pensar, dejar de sentir. Eso debía ser morir. Al menos así lo imaginaba siendo un niño muy pequeño ¿Cuánto? No lo recuerdo. Iba al colegio, a lo que ahora se llama primaria y entonces, EGB. Una mañana, camino del colegio, mientras salvaba los últimos peldaños de la escalera que me separaba de la calle, pensé en la muerte por primera vez. Esa nada infinita y silenciosa me aterró, un silencio donde ni siquiera escucharía mi respiración ni mis pensamientos. Ya sabía leer, de eso estoy seguro. Leer era descubrir universos emocionantes y preciosos creados por otros humanos como yo. Colarse en los sueños de otras personas y poder disfrutar de mil y un colores y matices. Necesitaba leer más. Descubrir más historias, más personajes, más mundos. E intentar crear por mí mismo constelaciones a través de una herramienta que comenzaba a utilizar: la palabra.