La Ley Y La Gracias

Cuando el Dios del cielo quiso dar al hombre un código moral por el cual él debe regirse, descendió del cielo y habló, desde la cumbre del Monte Sinaí, los Diez Mandamientos. Luego se dio a la obra de escribir con su propio dedo esta ley y la entregó a su siervo Moisés. Estas son las palabras del profeta: “ Y él os anunció su pacto, el cual os mandó poner por obra: los diez mandamientos, y los escribió en dos tablas de piedra (Deuteronomio 4:13)”.

Esa ley que Dios declara perfecta (Salmo 19:7) no era algo desconocido para el pueblo. La única definición de la palabra “pecado” en la Biblia es “transgresión de la ley” (1 Juan 3:4), por lo tanto Adán tenía conocimiento de la ley, así como todos los que vivieron antes de que esta fuera proclamada desde el Sinaí.

El caso más claro es el de Abraham, el llamado “padre de la fe”. Génesis 26:5 dice de él: “Por cuanto oyó Abraham mi voz y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes.” Aunque no se mencionan en el Génesis, este verso del libro indica que sí habían leyes en el tiempo del patriarca. Hallazgos arqueológicos indican que era muy bien conocido entre los antiguos “los mandamientos de Noé”.

El deseo de Dios en cuanto a su ley es este: “Ojalá miraras tú a mis mandamientos: fuera entonces tu paz como un río y tu justicia como las ondas del mar (Isaías 48:18)”. Es imposible citar todos los textos de la Biblia que hablan de las grandezas del Decálogo y como el hijo de Dios se deleita en obedecer esos preceptos. Pero es vital que comprendamos que la ley no fue dada para salvar al ser humano, sino para regir su conducta. La salvación únicamente se encuentra en la aceptación del Evangelio, que es las buenas noticias de que la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado y nos reconcilia con Dios. También es parte del Evangelio la justificación, que no es otra cosa que la aplicación al creyente de los méritos de Cristo: su vida Justa. Otra parte no menos importante es la gracia, don de Dios para dar al creyente poder para afrontar su vida futura, luego de su entrega a Cristo. La desobediencia a la ley nos lleva al abismo del pecado. Pero allí nos alcanza el brazo todopoderoso del Salvador y somos regenerados por el Espíritu Santo, hechos nuevas criaturas para vivir vidas santificadas en la obediencia a los requerimientos divinos.

Hay muchos textos, sobre todo en Romanos y Gálatas que hablan en forma despectiva de “la ley”. Los que siguen superficialmente la Palabra de Dios y se han convertido en enemigos de la ley de Dios, usando estos textos, proclaman que el cristiano convertido nada tiene que ver con los mandamientos de Dios. Que esa ley era para los judíos. Que ya Cristo la guardó por nosotros. Que es imposible guardar los mandamientos. Otras barbaridades dicen con referencia a la relación del cristiano con la ley del Cielo.

Todo cristiano sabe que aunque estamos bajo la gracia, no podemos tener otros dioses; no podemos tener ni honrar a los ídolos, no podemos tomar el nombre de Dios en vano; no podemos matar, ni adulterar, ni mentir, ni robar, ni codiciar. Pero hay un mandamiento que le molesta a los modernos predicadores del error: el cuarto mandamiento, el cual ordena santificar el séptimo día, el Sábado. Como desprecian y quebrantan este mandamiento, engloban en él toda la ley y la declaran abolida, contradiciendo al mismo Cristo que dijo: “No penséis que he venido a abrogar la ley o lo profetas, no he venido a abrogar, sino a cumplir” (Mateo 5:17).

Estos “falsos profetas” indican que Cristo violó el reposo sabático. Los pobres no saben la blasfemia que están pronunciando. Si Cristo violó el Sábado, violó un mandamiento del Decálogo. Pero violó otro, pues Él dijo: “Yo he guardado los mandamientos de mi padre…”. Si violó el cuarto mandamiento, entonces mintió al decir que los guardó. Si Cristo cometió un sólo pecado, murió por sus pecados y no por los nuestros. Entonces nosotros estamos todos perdidos. Yo creo a Cristo y denuncio a estos falsos pastores que están engañando a sus rebaños.

Los Adventistas somos acusados de “legalistas” porque hacemos hincapié en la obediencia a los diez mandamientos. Cierto, pero jamás hemos dicho que nos salvamos por guardar los mandamientos, sino que los guardamos porque somos salvos y la gracia de Dios nos da el poder para guardarlos.

A menudo oímos que somos salvos no por obras. Es cierto. Veamos las palabras de Pablo en Efesios 2:8,9: “Porque por gracia sois salvos, por la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras, para que nadie se gloríe.” Preciosas palabras del apóstol. Si las obras pudieran salvar, entonces, ¿dónde está la fe? ¿Para qué vino Cristo y dio su vida en la cruz? Antes de Él venir muchos guardaron la ley y el mismo Dios los declaró justos. El verso 10 de Efesios 2, luego de lo dicho antes, agrega: “Porque somos criados en Cristo Jesús para buenas obras…” Entonces, no seremos salvos por las obras, y no seremos salvos sin obras.

Santiago escribió que “el hombre es justificado por las obras y no solamente por la fe” (Santiago 2:24). No hay contradicción: las obras de la fe son necesarias para el crecimiento del cristiano. La fe es abstracta, no puede verse; pero las obras demuestran la fe. Eso es lo que dice Santiago: “Pero alguno dirá: Tú tienes fe y yo tengo obras: muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras” (Santiago 3:18). Fue Cristo el que dijo: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16).

¿Y qué significa hacer obras? El orar es obra, el leer la Biblia es obra, el ayudar a los pobres, el comunicar el Evangelio, el hacer trabajos para la iglesia, el leer buenos libros, el entregar el diezmo y ofrendar, todo eso es obra. ¿Quién puede levantarse y decir que esas cosas no son necesarias para el crecimiento cristiano? Ciertamente no nos salvaremos por hacer esas cosas. Nos salvamos porque Cristo un día vino y dio su vida para que seamos perdonados, reconciliados, justificados y santificados. Pero una vez recibimos los privilegios del Evangelio, somos llevados por el Espíritu Santo a las obras de bien que Dios ha establecido como necesarias para dar al mundo un ejemplo de amor, de servicio abnegado y actitud hermanable.