El Inicuo 11: Salvación Del Cielo

La fecha del decreto avanzaba. En todo el planeta, aun en los países más pequeños, los impíos se iban aglomerando cerca de los lugares donde los sabatistas estaban escondidos. Podían verse helicópteros volteando los montes y dando informes a los que estaban en vela. Los sabatistas estaban bien guarecidos entre la arboleda.

Hubo entonces una inmensa tempestad. Los truenos eran ensordecedores. Podían verse grandes llamaradas en los cielos. Hubo un terremoto, tan grande que se sintió en todo el mundo. Era como si la naturaleza se rebelara contra el hombre. Jamás se había sentido un terremoto tan inmenso. Los grandes edificios, construidos para resistir los sismos, caían destrozados. En Jerusalén, el edificio que albergaba al falso Mesías, se desplomó, aunque él y sus huestes se habían marchado antes que el edificio explotara. El Domo de la Roca quedó hecha un montón de piedras.

Sobre un montículo, en el valle de Jezreel, el falso Cristo se paró. Ante él estaba una multitud tan grande, como jamás se había reunido en lugar del mundo. Árabes, Judíos y Cristianos, así como multitudes de otras naciones, etaban allí. Las vistas todas estaban fijas en el falso Mesías Parecía airado. Sus ojos se asemejaban al fuego. Su vestidura resplandecía. En un momento, su cuerpo se levitó como a dos metros del suelo. Levantó las manos crispadas y dijo:

- ¡Mis hijos! ¡Esta obra que veis es por causa de nuestros enemigos! ¡Ya es hora de aniquilarlos, si es que quieren que toda esta destrucción se detenga! ¡Arriba, mis fieles! ¡Yo estoy de vuestro lado! ¡Somos más, muchos más! ¡Y tenemos las armas para acabar con ellos!

Las palabras del falso Mesías llegaron a todos los oyentes, aunque eran más de dos millones. Todos parecían orgullosos de su líder, que los había encantado con sus palabras.

En los escondrijos, los sabatistas pudieron oír también al falso Cristo. Pero en un momento, la voz del Inicuo fue apagada por la voz de Dios. En todo el mundo, una voz muy clara, firme y penetrante dijo el momento exacto en que Cristo habría de venir. Por los alrededores, la gente creyó que era un trueno más, pero el pueblo de Dios oyó y entendió perfectamente las palabras del Todopoderoso. Este mensaje del cielo fue para los sabatistas una confirmación de que estaban salvos, protegidos por los ángeles de Dios.

En un momento inesperado, la iglesia Remanente experimentó algo maravilloso. El grupo de perseguidos se vio aumentado. Pero no era gente de los enemigos que venían a ellos, sino muchos que habían muerto en la fe del mensaje final de Dios que aparecieron a juntarse con ellos.

En Norteamérica, los creyentes del Remanente se sintieron admirados de ver surgir a la vida a los grandes dirigentes de la obra. Elena y Jaime White fueron los más buscados. La hermandad sabatista se llenó de regocijo al ver a los que dieron comienzo al gran mensaje final de Dios. Pero fueron muchos los resucitados que aparecieron.

Aunque este acontecimiento lleno de gozo a los sabatistas, realmente ellos lo esperaban, pues estaban bien enseñados en lo que llamaban “la resurrección parcial”.

Los que estaban en las cárceles y campos de concentración fueron liberados milagrosamente y fueron a los lugares donde se hallaban los justos. Fue de una alegría inmensa cuando centenares de miles en todo el mundo fueron liberados y se unieron a los que aguardaban el retorno de Cristo.

En las huestes de malignos, también sucedió algo interesante. Pudieron ver a mucha gente que había muerto. Sobre todo en Israel. Pudieron conocer a Caifás, a Anás, a muchos otros sacerdotes y gente del Sanedrín que había juzgado a Cristo. También estaba Poncio Pilatos y algunos de los soldados que insultaron, torturaron y martirizaron al Mesías. Todos ellos se juntaron con los impíos. Vieron al falso Cristo, lo reconocieron y lo alabaron. Pensaron que Dios los había perdonado y ahora estaba ante ellos.

Enfurecido, como nunca los malos lo habían visto, el Inicuo los arengaba para que atacaran a los justos. Pero en ese instante, quedaron paralizados mirando al cielo. El firmamento parecía abrirse. De pronto vieron dos manos gigantes que abrían las dos tablas de la ley. Los mandamientos brillaban, pero el cuarto, el que ordena el reposo en el sábado, brillaba aun más.

El Inicuo les gritaba que eso era un engaño, que no hicieran caso. Pero la revelación había sido demasiado clara. Ya nadie sentía fuerzas para proseguir en la lucha contra el Remanente. El falso Mesías insistía en que fueran a la lucha, pero no consiguió que siquiera uno le obedeciera. Ahora la cosa cambió. Unos a otros se recriminaban. Supieron, demasiado tarde, que los sabatistas tenían razón; que el Dios del cielo es celoso con su ley; que el sábado es el verdadero día que Dios ha santificado. El falso Cristo quedó al descubierto.

Comenzó una gran matanza, pero no como lo planeado, sino que cada uno esgrimía su arma contra su compañero. Fue un espectáculo de horror. La sangre corría por el valle. Podía escucharse el sonido estrepitoso de los rifles y pistolas. Aun tanques de guerra caminaban por el valle, disparando a la multitud. En todo el mundo sucedió lo mismo. Miles y miles morían a manos de sus propios compañeros. Los curas y ministros recibieron la peor parte, pues la multitud los acusaba de ser los responsables de su ruina. Algunos llegaron a romper sus vestidos y atacarlos con sus propias uñas.

La tierra seguía temblando. El cielo se puso todo rojo. Grandes peñascos caían del cielo destruyendo todo y matando miles. Lo que se oía era el lamento de los perdidos.

Mientras los malos seguían siendo destruidos, los justos aguardaban, pues sabían que ya faltaban solo minutos para que viniera el Salvador.

Todas las gentes, tanto los justos como los impíos que aun quedaban vivos, pudieron ver a lo lejos una nubecita negra, del tamaño de la mitad de un palmo. Con gran expectación, los justos miraban la nube que se acercaba. Mientras avanzaba la nube y se hacía más grande, había en ella rayos de luz. Ya más cerca, se tornó luminosa. Su brillo era cegador. Los malos decían que ese era Dios que venía por ellos. Se levantaron y comenzaron a mirar al cielo. El falso Cristo también miraba, mientras los rayos se hacían más brillantes y ya podían verse formas luminosas agitando sus manos y tocando trompetas. El sonido era maravilloso. El Inicuo señaló a la nube y un rayo cayó sobre él y su hueste y desaparecieron. Los malos trataron de mirar ahora, pero la luz era demasiado fuerte. Entonces comenzaron a huir despavoridos, buscando donde esconderse. Pero todo fue inútil. Algo, como una radiación venida de la gran nube, los destruyó.

Los justos levantaron sus manos al cielo. La gloria que cubre los cielos los envuelve y los transforma. Sus ropas, que estaban rajadas y sucias, son cambiadas por túnicas brillantes. Los 144,00, todos los santos vivientes, son los primeros en levantarse de la tierra “a recibir al Señor en los aires”. De la tierra comienzan a surgir seres que habían muerto, y formando una gran nube, se levantaron siguiendo tras los otros que ya estaban en el espacio. Es un encuentro maravillosos. Los ángeles de Dios se unen con los redimidos, formando una nube extraordinaria que se eleva, pasando por todo el cielo estelar, hasta llegar a las mansiones de luz, donde mora el Dios del Universo.