El Inicuo 12: El Abismo

La séptima plaga había causado estragos en todo el planeta. Los cadáveres de animales y seres humanos yacían sobre la faz de la tierra. Edificios y casas eran montones de ruinas. Podían verse autos y maquinarias destruidas. Los árboles que no estaban caídos, estaban chamuscados. La tierra estaba rajada por el gran terremoto. Todo era un paraje desolador.

Sin impíos que dirigir y sin justos que agobiar, el Inicuo tenía que permanecer en ese abismo desolador. Le acompañaba la gran hueste de ángeles malvados; los que fueron sus agentes por seis milenios. Ahora, decepcionado por su gran derrota, está con su ejército innumerable de demonios, observando la devastación ocurrida en el convulso planeta.

Satanás, desde antes de su caída, ansiaba reinar en la tierra, disputando así el puesto a Jesús. Bien sabía el tentador que este planeta fue creado por Cristo y para Cristo. Sabía del plan de Jesús de hacer de este planeta el centro de su reino. Pero por seis mil años obró a su antojo para dominar la raza humana caída. Ahora, durante el milenio, él tiene un planeta desordenado y vacío como su lugar para reinar. Pero la falta de seres humanos lo ata, lo imposibilita de actuar. Sólo cuenta con sus ángeles, los que le han servido, confiando en su promesa de reinar soberano sobre la tierra, donde ellos podrían ser eternamente felices.

Los ángeles caídos nunca han sido fáciles de dominar. Ahora Satán, el Inicuo; los reúne. Sentado sobre una roca, dice a su gente:

- No tenemos que desesperar. Pronto esto pasará.

- ¡Así nos has dicho por mucho tiempo, y mira ahora que reino tienes! ¡Estás acabado! ¡Ya nada podrás hacer!

Quien hablaba era uno de los demonios, agitando sus manos ante su majestad satánica. El Inicuo lo miró severamente y le dijo:

- ¡Tú, calla de una vez! ¡No sabes nada! ¿Crees que Cristo va a dejar su planeta así, destruido? ¡No! ¡Sé que pronto él habrá de volver aquí! Y lo estaremos esperando.

Uno a uno, cada diablo expresaba sus quejas ante el gran rebelde. Este trataba de controlarlos, pero se le hacía cada vez más difícil.

El tiempo transcurría... un mes... un año... diez años.. un siglo... Y Satán esperaba ansioso que viniera Cristo a la tierra de nuevo para entonces poner en vigor su plan de ataque. Los demonios seguían ansiosos. Unos a otros se recriminaban. Las discuciones eran continuas y Satanás no podía hacer nada. Uno de los ángeles le dice:

- ¡Ya ves! ¡El tiempo transcurre y nada pasa! ¿Estaremos aquí, en este lugar inhóspito por más tiempo? Oye, ¿por que no vamos a otro lugar del universo? Hay miles de planetas aun más hermoso que este en su estado original.

- Es cierto, pero no podemos ir a ningún lugar.

- ¿Es que no puedes hacer lo que te plazca?

- Ya yo quisiera poder salir de aquí, pero no se nos permite. No podemos. ¿Es que no entienden? ¡Estamos confinados aquí!

- ¿Hasta cuándo?

- Hasta que venga del cielo el príncipe Miguel. Entonces él restaurará la tierra. Traerá aquí la gran ciudad y entonces, usaremos toda nuestra fuerza y poder para conquistarla. ¡Ya ustedes lo verán!

- Desde que fuimos echados del cielo tú nos prometiste un reino. ¡Mira que reino! ¡Una tierra desierta!

- ¡Cállate! Lo que he prometido se cumplirá a su tiempo.

Pero el tiempo que Satán indicaba no llegaba. Pasaron más siglos y todo seguía igual. Ya no se veían cadáveres. Todo era polvo. La vegetación ya reverdecía en algunos lados, pero el paisaje seguía siendo desolador. Abruptas montañas peladas podían verse en el horizonte. El humo que salía de la tierra llenaba el ambiente. Y en ese medio inhóspito, Satanás y sus ángeles seguían en sus luchas. Las discusiones no paraban.

Para Satán, de veras que esto le causaba un inmenso sufrimiento. Él, que presumía de valiente y arrojado, ahora se le veía demacrado. Controlar a su hueste no fue tarea fácil. En esa tortura, tendría que pasar el resto del milenio.