El Inicuo 10: El Remanente Cercado

Ya cerca del día del decreto, comenzó una movilización en todos los países del mundo. Grandes carpas fueron levantadas. Gentes con palos, machetes y toda clase de armas estaban listas para atacar a los sabatistas. En Argentina, un sacerdote está hablando con la gente reunida cerca de un lago:

- Mis hermanos: os recomiendo que no traten de adelantarse a la fecha del decreto. Sé que están ansiosos por acabar con estas alimañas, pero hay que hacer las cosas ordenadamente.

- Mire usted, padre, - dijo uno de los presentes, - si hemos esperado hasta aquí, no se preocupe vos. Esperaremos sus órdenes.

- Recuerden que esto no es algo únicamente aquí en la Argentina; es en todo el mundo. Desde la sede en Jerusalén, el Cristo está aguardando nuestra acción. También el papa. Él ha estado muy enfermo, al igual que la mayoría de la gente en la santa sede, pero ya están en franca mejoría. El santo padre envía su bendición para todos.

- Bueno, padre Antonio; ¿está vos seguro que el mismo Cristo quiere que matemos a tanta gente?

- Así es, hermano. Él mismo estuvo presente cuando se escogió la fecha de este decreto. Comprendo vuestra duda, hermano, pero es la voluntad de Dios. Vosotros habéis leído la Biblia. En muchos pasajes vemos que Dios obró de esta manera, aniquilando a los soberbios, enemigos de él y de su pueblo. Vos conocés a los sabatistas. Ellos han estado atormentando a este pueblo por más de cien años. Muchos han sido engañados por ellos y por eso deben morir. Les hicimos muchos llamados y no quisieron regresar al redil.

- Pero padrecito, fueron muchos...

- Sí, pero nosotros somos más y tenemos a Cristo de nuestro lado. ¿Y que le pasa a vos? ¿Es que ses de los de ellos?

- No, padre, vos sabés bien de qué lado estoy. Estos sabatistas fueron por varias veces a mi casa, pero yo no les hice caso. No así mi eposa y mis hijos.

- ¿Qué me querés decir? ¿Que tu esposa e hijos no están contigo?

- Así es, padre Antonio, hacen tres meses que se unireron a los sabatistas.

- Con razón no los había visto en misa los domingos. Pero vos, ¿qué harás?

- Nada, padre, aquí estoy, para hacer lo que vos y los demás hagan. Si hay que acabar con esta gente, pues, así será. Yo me sentí triste al principio que ellos se fueron con esa gente, pero luego me fui acostumbrando. Para mi la santa madre iglesia es lo primero. Quien se levanta contra la iglesia, es mi enemigo, aunque sea mi propia madre.

- Así me gusta. Es hora ya que sepamos de qué lado estamos en este tiempo tan solemne. Y pensar que pronto habrá la paz que tanto anhelamos.

Y allá, en los montes de los Andes, en el Cono Sur, los sabatistas aguardaban ansiosos la culminación del tiempo de angustia y la venida gloriosa de Jesucristo. Un joven subió a un árbol muy alto y bajó atemorizado, diciendo al anciano pastor:

- Mire, pastor, allá afuera hay mucha gente. Y están armados.

- Lo sabemos, hijo, ya pronto caerá la séptima plaga. Toda esa gente que has visto, y con ellos toda la hueste impía, serán aniquilados por los cataclismos que aguardan.

- Yo no me explico como es que tantos han sobrevivido, luego de la plaga en el sol. Yo mismo puede ver muchos del ganado muertos en medio de la hierba seca. Vi a muchos gauchos recogiendo los cadáveres.

- Sí, hermano, aquí en Argentina esa plaga fue fatal, ya que aquí hay mucho ganado, y casi todas vacas y bueyes murieron por falta de agua y comida. Pero la gente tiene muchos medios de adaptarse a las diversas condiciones. Pero según oímos en la radio, fueron decenas de miles los que murieron sólo en este país. En el mundo entero se cuentan por millones.

- Así oí, pastor. ¿Qué debemos esperar ahora?

- Bueno, ya sabemos del decreto que ha salido en contra de nosotros. Falta poco para que se cumpla la fecha, pero antes que esto ocurra, el Señor vendrá por nosotros.

- Gracias a Dios estamos seguros.

- Si no fuera por la protección de Dios, todos hubiéramos perecido.

- Aunque nosotros no los veamos, el ejército del Señor nos guarda. Yo mismo ví cuando un grupo venía con sus armas. Los hermanos sintieron miedo al ver como blandían sus machetes. Pero luego se pasmaban mientras miraban por todos lados. Les oí decir: ¡Huyamos, hay miles de soldados aquí!

- Esa es la promesa: “El enemigo vendrá como río, pero el Espíritu de Dios levantará bandera contra él” (Isaías 59:19). Hemos visto cumplirse todo lo que habíamos predicado. No cabe duda que somos un pueblo muy especial para Dios.

En los Estados Unidos de Norteamérica, los campos de concentración fueron muchos. Los había en cada uno de los estados. En Massachussetts, donde habían muchos de los sabatistas, se hallaba un gran campo de concentración. Los sabatistas estaban confiados. A menudo cantaban himnos, los cuales podían escucharse desde lejos. Sus enemigos se burlaban y los amenazaban.

Los carceleros se preguntaban como era posible que se mantu-vieran así, tan enérgicos y saludables. Ellos ignoraban que Dios jamás se olvida de su pueblo. Cada día el Señor proveía alimentos para sus hijos.

La movilización en todo el mundo fue increíble. En Israel, donde millares de judíos se habían unido al Remanente, las autoridades trataron de que estos volvieran al judaísmo, pero los intentos fueron infructuosos. Los convertidos fueron encarcelados y colocados en un campo de concentración en las afueras de la ciudad. El falso Mesías no obró en contra de ellos, pues ya sabía que los sabatistas eran intocables. Sin embargo, insistía que el pueblo los repudiara y que estuvieran presto para destruirlos en la fecha del decreto.

El Inicuo tuvo gran éxito en unir a Judíos y Árabes. Había un enemigo común al cual debían quitar de en medio. En todas las naciones árabes, las conversiones al Remanente fueron increíbles. Los líderes islámicos trataron de parar este crecimiento, pero fueron chasqueados al ver los muchos milagros que realizaron los sabatistas. El pueblo no permitió que los dañaran.

Ahora, en medio de la sexta plaga, los fieles provenientes del Islam estaban refugiados en los montes, unidos a los sabatistas. Una gran multitud de árabes los rodearon, pero no los atacaban, pues sus líderes les dijeron que aguardaran la fecha del decreto.

En Israel pasó algo parecido. Un gran grupo de judíos, cerca de un millón, había aceptado el mensaje de los sabatistas. Siendo que ellos observaban el sabat, no les fue difícil aceptar el verdadero Mesías y unirse al Remanente. Fueron perseguidos y hasta algunos murieron. Pero la muerte de los creyentes fue el medio para que muchos otros abrazaran la fe.

Siendo que Jerusalén era la sede del Inicuo, los creyentes en el mensaje final de Dios sufrieron mucho. Pero pudieron salir a tiempo de la ciudad y sus alrededores para internarse en las montañas de Judea.

En todo el mundo sucediron desatres como nunca antes en la historia. Las ciudades grandes fueron el foco de las calamidades. Hubo volcanes que lanzaron cenizas y lava sobre aldeas cercanas. Piedras grandes cayeron en ciudades populosas, como si fueran bombas de alto poder. Los terremotos dejaron ciudades enteras sin pobladores. El mundo entero era como una bola de incendio.

Los Estados Unidos de Norteamérica no fueron la excepción. Sus más grandes ciudades fueron destruidas por terremotos y fuegos. Allí habían grandes grupos de sabatistas en todos los estados. Ni uno de ellos pereció por los desastres. Pero el odio hacia ellos crecía a medida que los desastres avanzaban. Fueron, como los llamó su profeta: “la secta aborrecida”.