El Inicuo 12: La Ciudad De Dios

Pasado el milenio, Satanás y su hueste de ángeles perversos, quedaron maravillados al ver descender del cielo la ciudad de Dios: la Nueva Jerusalén. Desde la tierra, se veía pequeña, pero a medida que fue descendiendo, podía verse su majestad. ¡Era preciosa! Mientras descendía, podían escucharse los sonidos de las trompetas y las voces de los ángeles y los redimidos cantando las glorias del Cordero.

Los demonios no salían de su asombro. En su estado de bondad, antes de su caída, ellos disfrutaron de esa ciudad maravillosa. Por sus corredores caminaron. En sus palacios vivieron. Allí convivieron con el gran Príncipe Miguel, el capitán de toda la hueste angélica. Recuerdan los momentos felices que pasaron dentro de aquella inmensa ciudad.

Satanás señala la ciudad a su gente.

- ¡Se los dije! ¡Miren la ciudad que ha de ser nuestra!

La majestuosa ciudad seguía bajando. El Monte de los Olivos, junto a la vieja Jerusalén, marchitado por la destrucción de las plagas, ahora se abre formando el valle más grande jamás visto en el planeta. Fuego de Dios lo purifica y sobre él va descendiendo la ciudad. Ya podían verse sus 12 fundamentos de piedras preciosas. Luego su gran muro de jaspe. Finalmente, tras la muralla se ven las torres de sus palacios resplandecientes.

Ya queda sobre la tierra. La hueste satánica está en espera. De pronto la tierra tiembla, mientras comienzan a surgir de ella miles y miles de seres. Son los muertos malos que resucitan. Allí, entre esa multitud gigantesca, hay grandes generales, los cuales se enorgullecieron de sus victorias en las guerras. Hay científicos orgullosos de su genio, que negaron la existencia de Dios y se burlaron de su Palabra. Hay reyes, quienes oprimiron al pueblo y vivieron en lujuria. Hay prelados religiosos, los que pretendieron ser representantes de Cristo, pero que fueron perseguidores de los santos de Dios. Ahora todos son iguales: Siervos y amos, reyes y súbditos, nobles y plebeyos, están atónitos ante la Nueva Jerusalén.

Contrario a los que resucitaron un milenio antes, los cuales salieron de sus tumbas llenos de gloria, sanos de toda enfermedad y libres de todo impedimento físico, estos salen de la misma forma que murieron: llenos de defectos físicos y enfermedades.

Satanás ve en esto su gran oportunidad. Usando sus poderes, se presenta a ellos como su salvador, quien los ha sacado de sus lechos de polvo. Muchos de los impíos lo reconocen: es el mismo Inicuo que se presentó a ellos antes, cuando las plagas estaban azotando la tierra. Ahora lo ven ante ellos nuevamente. Lo ven risueño, hermoso aún, lleno de energía.

- ¡Mis hijos!, - les dice, - Ha llegado el momento que tanto hemos esperado. Esa es mi ciudad. Ha sido arrebatada de mí, pero ha llegado el momento de rescatarla. ¡Miren a vuestro lado! ¡Somos más que los que están dentro de la ciudad! ¡Podemos conquistarla!

Los malos tienen dudas. ¿Será realmente este quien pretende ser? ¿Por qué permitió tanta destrucción? Satán comprende sus dudas y comienza una obra de sanación. Los enfermos son sanados por el poder del Inicuo. Al ver a miles de cojos saltar y a ciegos ver y a los mudos hablar, la gente prorrumpió en alabanzas. Sus fuerzas se rejuvenecen. Los científicos y militares se ponen a la orden del supuesto salvador.

Usando su ingenio, los científicos comienzan a estudiar el suelo. Excavan y sacan metales. Usando el fuego, los funden y comienzan a fabricar armas. Podía verse un hervidero de gente envuelta en la preparación para una gran batalla.

Transcurrieron varios años. Satán sonríe, confiando en la mucha gente con quien cuenta para luchar contra Cristo. Alrededor de la ciudad, los millones de impíos siguen enfrascados en su preparación para la última guerra.

Desde las murallas de la ciudad, los justos podían ver la actividad de los malos, pero estaban confiados en su líder Jesucristo. Habían participado de la gran cena del Cordero. Junto con los santos ángeles, se habían sentado a la gran mesa. Cristo les sirvió y echaron sus coronas a sus pies y lo adoraron.

Los cantos dentro de la ciudad no cesaban. Las trompetas y los otros instrumentos sonaban haciendo una melodía tan linda, que los mismos malos, alrededor de la ciudad, se conmovieron.

Pero en las afueras, la música es realizada con los metales de las armas que los impíos preparan. Los científicos llegaron hasta las entrañas de la tierra y sacan metales radiactivos, con los cuales hacen armas. Ya todo parecía estar listo. Satán se dirige a su gran ejército:

- ¡Mis bravos soldados! ¡Ya estamos preparados para esta guerra! ¡Que nadie tenga temor! ¡La victoria es segura! ¡Marchemos!

La orden del Inicuo es seguida por sus generales alrededor de la ciudad. Cada uno aguarda la orden de ataque. Pero algo sucede que hace que todos, incluyendo a Lucifer, queden pasmados. Sobre la ciudad aparece de pronto, como en una gran pantalla panorámica, escenas que llenaron de admiración tanto a los salvados, como a los impíos alrededor de la ciudad. Allí pueden ver todo los relacionado con el pecado: desde la caída de Lucifer, hasta su intervención en la tierra logrando la caída de Adán. Luego aparecen las escenas de la vida de Cristo, el intento de Satán de conseguir que Jesús cediera a sus tentaciones; la agonía del Cordero de Dios en el Getsemaní; la entrega de Judas, el juicio ante el sanedrín, su aparición ante Pilatos, su crucifixión. Luego, en escenas seguidas, se ve la obra realizada por el engañador, usando a los papistas; las torturas de la Inquisición y las persecuciones contra el Remanente de Dios. Todo ha sido tan claro y real, que de pronto los impíos quedan callados, estupefactos ante el espectáculo.

Luego, sobre la ciudad aparece un gran trono blanco, resplandeciente. Los millones de ángeles están en formación a los lados del trono, elevando cantos de alabanzas a Dios. Cristo aparece, vestido de las galas de Rey. En su mano izquierda están las tablas de los diez mandamientos y en su diestra un cetro de oro. Un angel muy alto se apresta para coronar a Cristo. Satanás mira la escena temblando. Piensa que si él no se hubiera rebelado contra el gobierno del Todopoderoso, él fuera el ángel con tan grande privilegio. Finalmente, entre los cantos de los ángeles y los redimidos, Cristo es coronado.

Todos, tanto los que están dentro de la ciudad, como los que la rodean, elevan una alabanza a Dios. Los justos expresan esa alabanza, porque reconocen la salvación del Todopoderoso y la obra preciosa del Cordero. Pero la razón de la alabanza de los impíos y los demonios no es la misma: ellos ven, ya muy tarde, que es inútil luchar contra Dios y que Él es digno de toda alabanza.

Entonces el diablo da la orden de ataque. Pero ya en la hueste impía no hay indicio de querer luchar. Ya comprenden que Satanás ha sido el que los ha inducido a enfrascarse en una lucha inútil contra el Soberano del universo. Comienza un gran alboroto entre la gente impía. Las armas caen de las manos. Unos a otros se recriminan y señalan a Satanás como el principal causante de su ruina eterna. De pronto, el cielo se pone como de llamaradas y fuego con azufre cae sobre la hueste impía. Hay sobre la tierra grietas de las cuales salen llamas de fuego. Toda la energía enclaustrada en el seno del planeta, la que causaba tantos terremotos y erupciones volcánicas, es liberada.

Gritos horrorosos salen de entre las llamas. Algunos son destruidos en pocos segundos, otros en minutos y algunos más tiempo. Finalmente, rodeado de llamas mortíferas, Lucifer se mueve afanosamente, hasta que sale fuego de dentro de él y explota.

Vista desde la luna, la tierra parece una bola de fuego. El agua de los mares parece evaporarse; el aire está envuelto en un calor abrasador. Sólo el lugar donde está la santa ciudad, se mantiene, como protegido por una inmensa burbuja.

Pasa el fuego. Sólo pueden verse tizones encendidos, humo y cenizas. Luego todo pasa. La tierra es una planicie seca. Desde los muros de la santa ciudad, los redimidos contemplan el paisaje desolado. Entonces se produce el prodigio: los salvados pueden contemplar como Dios recrea su tierra. El cielo vuelve a tomar su tono azul, pero esta vez el azul es más profundo y luminoso, en tonalidades varias. Las montañas escarpadas han desaparecido y en su lugar surgen lomas graciosas cubiertas de grama de un verde primoroso. Árboles aparecen, majestuosos, llenos de vida; y plantas, muchas plantas, algunas llenas de flores multicolores.

El aire se llena de pájaros, muchos de ellos cantando mientras vuelan por el cielo abierto. Mariposas de colores brillantes revo-lotean sus vistosas alas sobre los arbustos.

Las doce puertas de la ciudad son abiertas por ángeles y los redimidos salen cantando y riendo a juntarse con la naturaleza. En los verdes prados, podían ver a muchos animales, algunos de ellos que eran considerados fieros, se ven jugar juntos. Los niños corren sin peligro sobre la hierba y se acercan a los leones, tigres y panteras. En los rostros de los niños hay risas al tocar a los animales. Es muy extraño ver al león comiendo hierba.

Las girafas son los animales que más gustan a los niños. Ellas bajan sus largos cuellos y permiten que los niños las acaricien. También en el mar, que es de un placentero azul, los animales juegan unos con otros.

Todo esa paz y armonía en la creación de Dios, tal como Él lo planeó desde el principio. Los siete milenios pasaron y ahora, al planeta le aguarda toda una eternidad de paz y gozo, sin ninguna intervención del pecado y los pecadores.

Los redimidos de Dios buscan ansiosos a sus amigos y familiares que la muerte los había separado. Fue un encuentro maravilloso. Otros buscan a personajes de la Biblia. Unos quieren ver a Pablo, el gran apóstol que forjó el cristianismo con sus epístolas llenas de la sabiduría del Evangelio. Otros desean hablar con Abraham, el padre de la fe. Muchos quieren ver a Isaías y a otros profetas.

Un personaje que es rodeado por muchos es Enoc, quien nunca vio la muerte. Es muy estimulante oír su voz y ver su bello semblante. No parece un anciano, aunque su cabello es blanco brillante. Tiene una energía increíble y es muy afable con los que le preguntan.

Elías, quien también fue al cielo sin morir, es también procurado por muchos. También Moisés y Josué son recibidos con gozo por la multitud de salvados.

Los redimidos también quieren abrazar a aquellos que fueron los instrumentos de Dios para su salvación. Es un encuentro maravilloso. Miles y miles se abrazan unos a otros y se pueden escuchar sus palabras de agradecimiento por la obra realizada en su favor.

Lo que a todos maravilla es el encuentro de Adán con Cristo. El padre de la humanidad es de una altura majestuosa, al igual que todos los salvos de la era antediluviana, y de aspecto robusto y hermoso. Pero aun más, la multitud de salvados queda admirada al ver que Jesús era un poco más alto que Adán. Los dos milenios en el cielo hicieron que su humanidad creciera a la altura perfecta. Los salvados sabían que poco a poco, la estatura de ellos llegaría a la del padre Adán.

Adán se postra ante Jesús, quien lo levanta y lo abraza. Todos quedan conmovidos ante la escena. Tras Adán aparece Eva. Era de una belleza sin igual. También se arrodilla y llora, pero Jesús secó sus lágrimas con sus manos divinas y esta abraza sus pies, entre las alabanzas de todos los salvados. Se acerca el justo Abel con sus hijos y esposa; luego vemos a Noé con su padre Lamec y su abuelo Matusalén. Todos los patriarcas antediluvianos también se acercan. Es una reunión de verdaderos gigantes. Todos rodean a Jesús, quien sobresale entre ellos, de modo que su hermoso rostro puede verse desde muy lejos y su sonrisa cautiva a la gran masa humana redimida. Las voces de ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! recorren toda la tierra. Es una alabanza sin par.

Desde otros mundos, miles visitan la tierra todos los días. Ellos quieren ver a los salvados, fruto de la obra redentora del gran Príncipe Miguel, el Cristo. Los santos se regocijan al contar a esta gente como fueron librados del pecado y dan toda la gloria al Cordero de Dios.

Los salvados de todas las edades se mueven a las afueras de la ciudad, donde tendrán sus moradas. Pronto construyen casas y se forman ciudades, que son más bien predios de terrenos perfectamente arreglados, bordeados de plantas con bellas flores, parras y muchos árboles frutales, almendras y todo aquello agradable a la vista y al paladar.

Las casas son altas, establecidas sobre postes, sencillas, pero muy hermosas. La vegetación es lo que realmente hermosea cada morada. Hay calles, todas conducentes la ciudad. La ciudades tiene como su gobernate a uno de los que forman los 144,000, que es el título de la última generación de salvados, que fueron los primeros en levantarse de la tierra para recibir a Jesús. Aunque son llamados “los 144,000”, realmente son varios millones.

La Palabra de Dios dice que los justos “verán a Dios”. Pues en la tierra renovada, en el centro de la Nueva Jerusalén, está el gran templo donde se halla “el trono de Dios y del Cordero”. Como Señor de la tierra, Cristo está en el centro del trono. A sus lados pueden verse dos formas gloriosas. Debido a esta gloria, no se puede ver sus facciones, pero los redimidos saben que son el Padre y el Espíritu Santo. Esta Divinidad gloriosa, desde la tierra renovada, gobierna todo el cosmos.

Pero la cara que sí ven es la de Jesús. ¡Es tan hermosa! Su frente luce una corona que más bien eran siete: una dentro de la otra.

Los salvados no cesan de mirar las manos de Jesús. Pueden verse sus heridas, pero de ellas mana una especie de rayo luminoso. Esa es la gloria de los hijos de Dios. Allí estarán para siempre esas llagas, como un recuerdo de su sacrificio por la humanidad.

A los lados del gran trono, hay otros doce tronos y en ellos están sentados los doce apóstoles del Cordero. Contrario a lo que algunos esperaban, el sitio de Judas lo ocupa Pablo. Ellos son los gobernantes con Cristo de todo el planeta. Luego, alrededor de estos tronos, los millones de ángeles tenían sus moradas.

Siendo que la tercera parte de los ángeles perdió su lugar por su rebelión con Lucifer, esas moradas fueron ocupadas por los 144,000. En doce espacios, todos mirando a las afueras de la Nueva Jerusalén, vivían estos justos, a los cuales Cristo les prometió que reinarían con Él. Frente a las puertas que corresponden a sus palacios están inscritos los nombres de los doce hijos de Israel. Cada uno sabe el lugar que le corresponde, como representante de la inmensa muchedumbre de salvados de todas las razas que componen el Israel de Dios.

De la ciudad, cada uno de los 144,000 salen todo los días para cumplir su labor de gobernar los distintos grupos de los redimidos organizados en ciudades. Los sábados son estos los maestros de la gran compañía de salvados y de los muchos visitantes que viene de diversas partes del universo.

La reunión sabática es increíblemente maravillosa. Por siglos a muchos de ellos se les había enseñado que el día santificado por Dios era el domingo, pero ahora, ante el Dios del Universo, observan el único día que ha traído, desde el mismo principio, la bendición del Altísimo. Estos salvados agradecen a los 144,000 su obra de restaurar el día de descanso de la Biblia.

La gran plaza de la ciudad acomoda a los millones que adoran en el día santo. Los ángeles entonan cantos sin igual, pero la melodía que más atrae a los redimidos es el cántico de Moisés y del Cordero, el cual no se cansan de entonar. Arpas de oro en manos de todos los santos llenan de armonía el orbe. Otros instrumentos acompañan a los arpistas y las voces de los humanos y los ángeles se unen. Aunque son tantos, el orden acompasado hace que se oiga como sólo una voz armoniosa.

El tiempo pasa sin ser notado. Nadie envejece, nadie se enferma. No se ven guardas, ni soldados. No hay hospitales ni cementerios. La naturaleza, perfeccionada por el Todopoderoso, es la escuela de los salvados. Todo es paz y armonía en el universo de Dios.

Por siete milenios la tierra fue el planeta más oscuro del universo, donde únicamente había pecado con toda su secuela de males: miseria, maldad, guerra, hambre, delincuencia y muerte. Ahora es el lugar más hermoso de todo el universo. Ahora sí pueden los extraterrestres comunicarse con los de la tierra. Ahora todos los millones de planetas habitados forman la gran familia del cosmos. Y Dios, la Trinidad celestial, es, como siempre ha sido, el Dios de todos.