El Inicuo 4: Cuando Las Aguas Se Vuelven Sangre

La noticia de la plaga en Europa llegó a todo los rincones de la tierra. En la mayoría de la gente esto causó gran angustia, pues temieron que la plaga se extendiera a otros países. Los gobiernos tomaron medidas inmediatas para evitar el contagio. Hubo un pedido de ayuda mundial para los afectados.

Cuando más se había notado la solidaridad entre las naciones, otra gran plaga afectó el mundo: El Mar Mediterráneo se tornó en el color de sangre putrefacta. En las playas podían verse peces y otros animales marinos muertos, causando pestes secundarias. La costa de África y del Medio Oriente, así como la europea, desde Portugal hasta Turquía, todo fue afectado por esta terrible plaga. La ciencia no pudo explicar la causa, aunque algunos decían que se debía a ciertos moluscos.

Nuevamente la prensa mundial cubre el inmenso desastre. En el Medio Oriente, la plaga hizo más daño. Una cosa es casi general: la gente, influenciada por el liderato religioso, culpaba a los del Remanente de las plagas.

- Si yo cojo a un de esos sabatistas, -decía un empleado de un supermercado de Madrid, - los haré polvo. Tan buenos que parecían, ¡y miren ahora! Están causando la muerte de millones.

La opinión general era que las plagas eran derramadas por Dios porque estaba airado por causa de que el domingo era profanado. Había leyes rigurosas, y las gentes, por temor a ser castigadas, las observaban. Pero habían recibido, de parte de la iglesia Remanente, el mensaje de que el domingo era una ley humana, y que el sábado era el verdadero día que Dios exigía guardar. Este mensaje fue dado con énfasis por todo el mundo. Ahora que las plagas estaban cayendo sobre la humanidad que había rechazado el mensaje de Dios, los sabatistas eran acusados de ser los responsables, no sólo por no observar el domingo, sino por predicar contra él. Y eso, a pesar de que los sabatistas fueron muy prudentes al dedicar el domingo a la obra misionera. Esto les dio a ellos la oportunidad de presentar ante el mundo la verdad del sábado y contrarrestarla con el domingo como una ordenanza humana en abierta oposición a la ley del Altísimo. Pero ahora, terminando el tiempo de gracia, los sabatistas vieron su obra concluida y se aprestaron para huir totalmente a lugares apartados.

Hubo mucha gente que echaron de menos a los sabatistas y hasta deseaban poder escuchar sus predicaciones, pero el tiempo de oportunidad había cesado. Los templos que estos usaban fueron vandalizados, quemados y algunos fueron usados por otras iglesias.

El odio contra lo sabatistas crecía. La gente veía como estos huían hacia los montes y como muchos fueron llevados a campos de concentración. Un joven, mientras veía a grupos de sabatistas que se internaban en los montes, les gritaba:

- ¡No importa donde se metan, bribones! ¡Vamos a acabar con todos!

Pasados dos meses después que el océano se tornó en sangre, la tercera plaga cayó sobre los ríos, lagos y quebradas de todo el continente norteamericano. La plaga fue terrible. Los científicos no pudieron explicar la causa del fenómeno. Multitudes buscaban afanosamente agua para beber. Por no poder preparar sus alimentos, la gente recurrió a frutas y vegetales crudos. Pero el abastecimiento comenzó a bajar y el pueblo comenzó a desesperarse. Fue inútil el tratar de purificar las aguas de lagos y ríos. El problema se agravó por la falta de lluvia.

La prensa mundial presentó la dramática contaminación rojiza de las aguas. Donde más se pudo notar la plaga fue en los Grandes Lagos. Además de la imposibilidad de beber las aguas, el olor era insoportable. De todas partes del mundo, los países de Norteamérica comenzaron a recibir grandes cargamentos de agua, pero aun así, la necesidad sobrepasó a la ayuda del extranjero.

Los sabatistas en sus escondrijos tenían agua para tomar, pues los riachuelos y quebradas donde estaban no fueron contaminados. Los hijos de Dios agradecían al Señor la bendición de poder sobrevivir en medio de estas grandes plagas. Además de tener agua para su uso, milagrosamente cada uno tenía algo de comer. Según Dios mantuvo a su pueblo Israel durante los 40 años por las tierras desérticas, cumplió su promesa con el Remanente, de que “se le dará su pan y sus aguas serán ciertas” (Isaías 33:16).

En los lugares más remotos, los pobres pudieron sobrevivir asando las carnes y comiendo frutas. Pero pronto los animales comenzaron a morir a causa de la falta de agua. La plaga se extendió por más de un mes, hasta que las aguas comenzaron a descon-taminarse.

En un pueblo de México, el alcalde consultaba con su junta municipal.

- Ya esto es insoportable. No hay río ni lago que no esté contaminado. ¿Qué vamos a hacer? - dijo el alcalde.

- Nada, señor alcalde, - dijo el secretario, - sólo rezar a la virgen de la Guadalupe.

- Rezar es muy bueno, pero hay que hacer algo. La población se está muriendo.

- ¿Será que la virgencita nos ha abandonado? , - preguntó una dama, miembro de la junta.

- No diga eso, hermana,- dijo el sacerdote, párroco del pueblo y miembro del concejo.

- Pero padre, si ella no nos ha abandonado, ¿por qué esta cosa tan desastrosa que nos está pasando?

- Según tengo noticias, el papa está convocando una cruzada de oración por nuestro país y por todos los que están pasando este trago amargo. En una reunión de cardenales, el santo padre ha pedido que nos concentremos en ser leales a la santa madre iglesia y que estemos conscientes de que no es culpa nuestra este signo de desagrado de Dios. Son los sabatistas los causantes. Ellos han estado predicando contra el papa, la santa iglesia y en especial contra el día del Señor.

- Sí, padre, usted tiene razón. Pero esos hijos del diablo ya no están por aquí. Yo los vi cuando se dirigían a los montes vecinos. Unos pocos se establecieron en los poblados alejados, allí donde viven los indios. Pero ya no hablan nada.

- Sí, hermana, pero lo que hicieron nos ha afectado a todos.

- Ustedes no saben nada, - dijo alguien que estaba en la parte de atrás, - yo les diré lo que está pasando.

Quien hablaba era un ex líder de la iglesia de los sabatistas.

- ¿Y tú quien eres?

- Soy alguien que sabe más de los sabatistas que todo ustedes, pues estuve dentro de ellos.

- Es cierto, él fue una vez a mi casa con otros sabatistas. Pero usted es de los de ellos.

- Era, pues hacen cuatro meses los dejé. ¿Saben por qué? Pues sencilamente, ya no creo como ellos. Bien sabe el reverendo bautista que estoy asistiendo a su iglesia y hasta he predicado allí.

- Bien, entonces, ¿qué tienes que decirnos?

- Ellos siguen creyendo en el sábado, pero los muy fanáticos ya se han callado, porque piensan que Jesucristo vendrá a rescatarlos y que ya no tienen que predicar más. Yo creí por muchos años esa patraña, pero ya estoy fuera. Creo firmemente la Biblia y sé que las enseñanzas de los sabatistas son doctrinas de error. Ellos rechazan al Espíritu Santo y no merecen que siquiera se les llame hermanos.

- Lo que hay que hacer, - dijo otro de los hombres miembros de la junta, - es ir donde están y acabar con ellos.

- Calma, hermano, ya el tiempo llegará. Tenemos que aguardar la orden del Vaticano.

- ¡Y mientras tanto, la gente y los animales siguen muriendo! No, padre, no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Voy a convocar a la gente del pueblo y ya verá usted como no quedará ni uno vivo.

- Mi consejo, hermano, es que no nos apresuremos.

- Si usted quiere quedarse, allá usted. Yo voy a hacer lo que se debió hacer hace mucho tiempo: Acabar con esas alimañas.

El hombre no esperó respuesta. Salió de inmediato y se posó frente al monumento en la plaza del pueblo, y comenzó a gritar:

- ¡Hermanos! ¡Amigos! ¡Pueblo de México! ¡Ya estamos cansados de recibir tantos males por causa de los malditos sabatistas! ¡Los que me quieran seguir, que se junten conmigo ahora! ¡Que cada uno tome su arma: machetes, palos, pistolas, lo que sea, y síganme!

Las gentes levantaron sus puños al aire, y gritaron:

- ¡Sí! ¡Sí! ¡Acabemos con ellos!

Al poco rato, apareció el populacho con las armas y se prepararon para salir en busca de los sabatistas. Como ya caía la tarde, también traían antorchas. Lo primero que hicieron fue quemar la iglesia que los sabatistas tenían en el poblado y otras dos que estaban en los campos. Luego se dirigieron a la montaña cercana. El grupo era de más de 80 hombres.

Buscaron afanosamente por las laderas de la montaña y tras todos los arbustos. Se formaron unos cuatro grupos. El grupo delantero de pronto tiró sus antorchas y salió despavorido. A la pregunta de los otros, gritaron:

- ¡Huyamos! ¡Hay cientos de soldados armados!

Todos se dispersaron por la ladera del monte y llegaron presurosos al poblado. El sacerdote y los miembros de la junta los recibieron. Uno de ellos, el que lidereaba el grupo, miembro de la junta municipal, dijo con voz entrecortada:

- ¡Es imposible hacerle frente a esa gente! ¡Hay cientos de soldados armados hasta los dientes! ¡Y son hombres bien altos y fuertes!

- La verdad, - dijo el alcalde,- que el miedo hace ver gigantes.

- No lo crea, señor alcalde. Estábamos dispuestos a acabar con esa gente. Fuimos hasta la montaña. Pero es cierto, hay muchos soldados allí.

- Es de noche y posiblemente vieron espejismos. Váyanse a sus casas y por la mañana yo mismo iré con ustedes.

Todos se fueron a sus casas. Algunos, de puro miedo, no pudieron dormir.

A la mañana siguiente, un grupo, no tan grande, se preparaba para ir en busca de los fugitivos sabatistas. Al llegar al borde de la montaña, decidieron que no se apartarían unos de otros. Uno de los hombres, machete en mano, corrió diciendo:

- ¡Allí veo a dos de ellos!

Se abalanzó sobre la pareja indefensa y levantó su machete, pero al caer, parecía como si fuera de paja. Los dos sabatistas huyeron y el hombre corrió hacia sus compañeros. Les contó lo sucedido, pero ellos no le creyeron, aunque algunos se sintieron medrosos y se mantuvieron muy cerca uno del otro.

El alcalde y el cura, al frente del grupo, quedaron espantados al mirar frente a ellos un cordón de soldados fuertemente armados.

- ¡No puede ser! ¡Los hombres tenían razón! ¡Son muchísimos!

Y salieron corriendo hasta llegar al pueblo. Esta vez, ya no les quedó deseos de perseguir a los sabatistas. Cada cual se fue a su casa y el cura dijo al alcalde:

- Esto es un misterio. Esos soldados no parecían mexicanos. Es posible que sean norteamericanos. Como esa secta proviene de allá, pues ellos los protejen.

- No, padre, no eran gringos, a lo mejor eran demonios.

- Pues mire usted que eso es posible. Esa gente trabaja con el diablo. Eso es, esos soldados no eran otra cosa que ángeles caídos protegiendo a sus aliados. En toda mi vida de sacerdote, jamás me había enfrentado a demonios. La verdad que la experiencia fue terrible. Yo casi no podía correr por la sotana. Menos mal que ustedes me esperaron. Yo estaba aterrado.

- Mire, padre, lo mejor que podemos hacer es dejar eso así. Tendremos que esperar por refuerzos de la capital.

- No podemos hacer otra cosa que aguardar.

El cura salió y habló a la gente que aguardaba:

- Hermanos: Hagan rogativas a la Guadalupe. Esta gente está siendo protegida por Satanás. Lo que tenemos que hacer es orar a Dios para que nos proteja del maligno. Vayan todos a sus casas y esperemos a ver lo que dice el papa. Que Dios les bendiga.

El grupo se dispersó, mientras el cura decía para sí:

- ¡Ay virgencita de Guadalupe, ten piedad de nosotros!