Gonzalo de Berceo

MARTIRIO DE SAN LORENZO

Coplas 1 a 105

Versificación moderna

1

En el glorioso nombre del Rey Omnipotente

que hace nacer el sol y la luna en oriente,

de San Lorenzo quiero, su martirio inclemente,

contar en lengua fácil para toda la gente.

2

San Vicente y Lorenzo, hombres sin tachadura,

fueron ambos de Huesca, —lo dice la Escritura—;

ambos fueron católicos, ambos de gran cordura,

criados de Valerio y de su estirpe pura.

3

En el tiempo en que aquel poderoso ejercía

en Huesca el obispado —muy noble canongía—,

instruyó a estos discípulos mostrándoles la vía

para servir al Hijo de la Virgen María.

4

En tal consejo fueron prontamente acordados

como si por San Pablo fuesen adoctrinados;

mantenían sus cargos muy bien ejercitados,

ejerciendo sus obras con frutos mesurados.

5

Cumplir en el oficio era una gran misión:

convertir a los hombres con su predicación,

juzgando a los judíos con certera razón.

Eran para Jesús plenos de bendición.

6

En ese tiempo, en Roma mantenía el Papado

un apóstol santísimo que Sixto era llamado

y en el país de Grecia fue nacido y criado.

Después de ser filósofo, fue el Pastor Consagrado.

7

Para ordenar las obras ahora encomendadas

de modo que en su alma no fuesen objetadas,

envió sus designios bajo cartas selladas.

Las clerecías fueron a su Sede llamadas.

8

Don Valerio, el obispo de todo bien amigo,

a aquellos dos discípulos llevó a Roma consigo.

El Papa, complacido como del pan de trigo,

le dijo a don Valerio: —Pláceme estar contigo.

9

Ganó su voluntad con estos compañeros,

pues eran los mejores como monjes claustreros,

que hablando cuerdamente, con sus dichos certeros

eran en los debates los mejores voceros.

10

El Papa expresó entonces su nueva voluntad:

—«Te ruego, amigo mío, por Dios y caridad,

que recibas mi ruego y tengas la bondad

de dejarme estos clérigos para nuestra ciudad.

11

»Yo te lo apreciaré de todo corazón

y te seré deudor para toda ocasión;

piénsalo rectamente y no digas que «non»

negándote a aceptarlo contra ley y razón».

12

Valerio dijo: —«Padre de nuestra Cristiandad,

por el mando que tienes como por tu piedad,

comprende mi flaqueza y mi necesidad;

seremos perdedores yo mismo y mi ciudad».

13

—«Lo entenderás, señor, pues eres renombrado,

que el uno era mi lengua y el otro mi privado.

Sin ellos me tendría por pobre y por menguado.

Prefiero devolverte, señor el obispado».

14

El Papa respondió que un error cometía

cuando al Sumo Pontífice le desobedecía.

Quienquiera lo supiese, así lo entendería,

y en resguardo de riesgo todo lo aceptaría.

15

Valerio dijo: —«Padre, sólo haya inteligencia,

y que nadie conozca nuestras desaveniencias.

Toma tú a quien quisieras; elígelo en conciencia.

Conviviré con él en esta contingencia».

El Pontífice dijo: —«Otorgo la sentencia».

16

San Sixto y San Valerio quedaron convenidos,

y con sus propios diáconos de piedad adheridos.

Lorenzo con San Sixto, como desconocidos;

Vicente con Valerio, muy tristes y abatidos.

17

Era mucho lo que ambos debían conversar.

Su larga narración os podría cansar.

Volvamos a Lorenzo, y su drama, a contar.

Hacia lo prometido pensamos regresar.

18

San Sixto en San Lorenzo tuvo gran alegría

al ver que hallaba un bien en esa compañía,

ya que por toda Roma su mérito crecía.

Todos iban luciendo la mayor gallardía.

19

Excepto los apóstoles de los más consagrados,

nunca hubo en el Consejo hombre más apreciado.

Decían que Dios mismo lo había designado,

y era, por esa causa, aplaudido y loado.

20

La Santa Iglesia estaba por él iluminada;

daba a los desvalidos su paternal mirada.

No había sombra alguna en su alma guardada,

ni se oía en sus labios palabras destempladas.

21

Ayudaba a San Sixto en el sagrado altar,

mostrándose valioso en leer y en cantar.

Era un leal ministro para justificar,

que en sus juicios sabía lo correcto expresar.

22

Por su criterio era un leal consejero.

De lo que Dios le daba, era buen mensajero.

Tenía discreción sin ser sepulturero.

No pagaba una nuez por hombre lisonjero.

23

Era un varón perfecto, de hermosa discreción

que oía a los cuitados poniéndose en razón.

Sufría por las almas negadas al perdón.

Moría por ser mártir de su propia pasión.

24

Todo estaba tranquilo. El viento, temperado.

No sacaba a su hijo de casa, el asilado.

Volvió a girar la rueda, con el eje gastado.

El invierno de entonces fue en verano cambiado.

25

Tuvieron los romanos tan mal emperador,

que si Nerón fue malo, éste lo fue peor.

Cogió contra Jesús tan hondo desamor

que oír sólo su nombre le daba mal sabor.

26

Desafió a todo el mundo de aquella cristiandad.

Empezó con los clérigos a ejercer crueldad.

Les daba penas duras sin ninguna piedad

con los peores ejemplos de mala voluntad.

27

Llegó a saberlo Sixto ejerciendo el Papado

de cómo el Soberano actuaba: un ser malvado.

Comprendió que su hora ya había comenzado,

porque él tendría ahora que ser martirizado.

28

Entre todos sus actos, disfrutó una alegría:

reunir en Concilio toda la clerecía.

—«Amigos, —dijo— vamos ante Santa María

llevando nuestra cuita hasta su pleitesía.

29

»Decio proyecta ahora nuestra fe destrozar

y hacer a los cristianos, de Cristo renegar

para que a falsos dioses se pongan a rezar.

y a los que no lo hicieren los va a martirizar.

30

»Amigos, una vida así no la apreciamos.

Olvidemos el mundo y en las almas pensemos.

Todo lo que perdamos, después recobraremos.

No nos embargue el miedo. En Dios sólo fiemos.

31

»Para su Santa Iglesia salvar y redimir,

el Señor dio su cuerpo, y en la Cruz fue a morir.

Murieron los apóstoles queriéndolo seguir,

elevar a su Iglesia y la herejía hundir.

32

»Quienes vivimos hoy, conviene que muramos

y a nuestros ascendientes en la muerte sigamos

donándole a la Iglesia los cuerpos que cebamos.

Por un pequeño daño, las almas no perdamos».

33

En tanto que San Sixto decía este sermón,

confortaba a los clérigos como santo patrón.

Meditó en su mensaje con firme decisión

de llegar ante Decio a exponer su razón.

34

El vio que de el martirio, librado no iba a ser.

Gozó tanto que nunca tuvo mayor placer

recurriendo a Lorenzo, servidor de valor.

De todos sus tesoros, hízolo canciller.

35

El Santo Padre fuese ante el Emperador.

Disputó con el lobo como leal pastor.

Dijo: «¿Qué quieres Decio? Habla ya a tu sabor,

pues te responderemos gracias al Criador».

36

Decio díjole a Sixto: —«Esto de ti querría:

que me des tus tesoros; los de la obispalía.

Si tú lo haces así, tendrás la gracia mía;

si no, sufrirás tú junto a tu clerecía».

37

Díjole Sixto a Decio: —«Tú no hablas con mesura.

Pareces hombre cuerdo, pero dices locura.

Los bienes de la Iglesia, sería una amargura

destinarlos a usos para ganancia impura.

38

»Los bienes de la Iglesia, de Dios deben de ser,

o darlos a los pobres si fuese menester.

Quienes adoran ídolos no los deben tener,

o al hacerlo debían en el Infierno arder».

39

Díjole Decio a Sixto: —«Eres un mal pensado.

Deberías hablar solamente en privado.

Puedes llevar a un hombre hasta un desaguisado.

Si una injuria recibes, nunca serás vengado».

40

Díjole Sixto a Decio: —«Óyeme, Emperador:

déjame que yo hable por Dios, Nuestro Señor.

Tú eres un grande hombre; Dios es mucho mayor.

Tu amenaza carece de precio y de valor.

41

»Los tesoros que pides están bien resguardados.

Quien los tuvo en sus manos, los tiene recaudados.

No podrán usurparlos ni tú ni tus criados,

pues no serán ellos en el Bien empleados».

42

Decio díjole a Sixto: —«Estás enloquecido.

Andas por mal camino haciendo extraño ruido.

Sacrifícate ahora y cambia ese sentido;

si no te sacrificas, serás un desvalido».

43

Díjole Sixto: —«Decio, hablas con vanidad.

No existe en tus halagos ni pizca de piedad.

Al querer confundir a nuestra cristiandad,

tú serás confundido. Esta es la gran verdad.

44

»Yo quiero a Jesucristo mi sacrificio dar.

El se transformó en hostia, por las almas salvar.

Yo no quiero a tus ídolos asistir ni adorar,

porque sería absurdo a ellos invocar».

45

El gran furor de Decio contra Sixto fue tal

que ordenó lo llevasen afuera, al arenal,

para descabezarlo con la muerte final.

Dijo Sixto: —«Perdónate sólo al Dios sin igual».

46

Mientras que Sixto tuvo con Decio esta contienda,

los tesoros que tuvo Lorenzo en su encomienda,

los entregó a los pobres, pues según la leyenda

«quien reparte entre ellos, conquista rica hacienda».

47

San Lorenzo era hombre de una gran santidad

que entre la gente pobre hacía caridad:

sanaba a los enfermos de toda enfermedad,

y donaba a los ciegos la luz de la verdad.

48

Si sobre los enfermos imponía sus manos,

los que estaban dolientes se retornaban sanos;

los que apenas andaban por los caminos planos

corrían la pelota después hasta en los llanos.

49

Con sus sagradas manos muchos bienes se hicieron;

los enfermos sanaron; los pobres se nutrieron;

los ciegos contemplaron; los desnudos vistieron,

y bienaventurados, los que en la fe creyeron.

50

El devoto varón, libre de lo usurario,

repartió los tesoros como leal vicario.

Andando por la villa le ocurrió que en un barrio

halló una Santa Biblia de gran devocionario.

51

Había en esa zona una viuda enlutada

que ya 32 años llevaba de enviudada.

Asilaba cristianos en su propia posada

prestándoles ayuda en forma ponderada.

52

Sufría en la cabeza dolencia cotidiana,

tanto que siempre estaba más enferma que sana.

Le dijo: «Padre mío, de quien tanto bien mana,

pon tus sagradas manos por sobre esta cristiana».

53

A todos los que eran cristianas y cristianos

él lavaba los pies con sus benditas manos.

Oró junto a la viuda con rezos muy humanos

y luego le alivió sus males cotidianos.

54

Se despidió de ellos al dar la bendición,

y de aquellos tesoros dio a todos su ración.

Fue en busca de otros pobres e hizo otra procesión

para lavar sus pies y dar consolación.

55

En casa de Narciso, el noble senador,

encontró a muchos pobres, siervos del Creador,

creyentes de que Cristo fue nuestro Salvador,

seres que recelaban del mal Emperador.

56

Eran gentes muy pobres, de recursos menguados,

que antes injustamente fueron desheredados.

57

Lavó luego sus pies; los limpió con su paño.

A cuantos allí estaban, él les hizo ese baño.

Repartió los tesoros entre ellos, sin engaño;

sin provocar a nadie reyerta ni regaño.

58

Cuando los tuvo a todos servidos y agradados,

les dijo: —«Sed, amigos, y a Dios encomendados.

Yo cumpliré mi oficio; buscaré a los menguados,

porque pronto seremos por Decio reclamados».

59

Entre esos compañeros de casa de Narciso

había un hombre bueno presente, aunque sin «viso»,

que le dijo: —«Te ruego, si ves el Paraíso

que coloques tus manos como el Señor lo hizo».

60

El le impuso sus manos e hizo su oración:

—«Cristo, por quien tu Madre nunca causó lesión,

te pido que ilumines a este hombre sin visión,

y dejes en el ciego santa consolación».

61

Cuando Lorenzo tuvo su oración concluida,

fue toda la ceguera de Crecencio vencida.

El varón santo y bueno realizó esa partida,

pues deseaba que fuese ya su hora venida.

62

Ya su tesoro estaba todo muy bien empleado.

El fue para su obispo su servidor privado.

Descubrió que querían sacarlo del poblado

para darle el martirio, como estaba planeado.

63

Cuando al obispo vio Lorenzo condenar,

empezó, inconsolable, gravemente a llorar,

y dando grandes voces, a exclamar y clamar:

—«¿Señor, por qué me quieres así desesperar?

64

»Yo pido, Padre mío, a tu gran voluntad

que no me desampares, por Dios, por caridad.

Si no me llevas, Padre, hasta tu eternidad,

quedaré siendo huérfano de la peor orfandad.

65

»Siempre, cuando querías al Señor ofrendar

y la sagrada misa decir en el altar,

me llevabas contigo para ser tu auxiliar.

No me dejes ahora, por tanto, de amparar.

66

»Si en algo te produje yo mismo algún pesar,

cuando juntos estemos, me debes perdonar.

A tu siervo no puedes tanto enojo guardar,

pues por ello tu alma podrías lastimar.

67

»Santo Padre, sería por gran yerro tenido

que entraras en tal cena estando yo excluido.

Señor, llévame allá. Esta merced te pido.

En el martirio quiero ser el primer herido.

68

»Los tesoros que tuve por ti recomendados,

por la gracia de Dios están bien recaudados.

No los hallará Decio, pues se hayan resguardados.

Ni los malgastaremos, pues ya fueron donados.

69

»Aumentados serán donde los hallaremos.

No nos serán negados; doblados los tendremos.

Padre, no me desdeñes. Unidos sufriremos

mejor, tú y yo, señor; juntos nos confortaremos».

70

El obispo le dijo al diácono entretanto:

—«Hijo, bastante has dicho; no porfíes tanto.

De mi gloria y mi premio será tu propio manto.

Como el martirio mío. Esto yo te lo canto.

71

»Cual viejo pecador recaído en flaqueza,

caminó hacia la Gloria con marcada pereza;

pero tú, como joven, de mayor fortaleza,

puedes sobreponerte y ganar más riqueza.

72

»Antes de cinco días será lo que te auguro.

Te verás prisionero de combate muy duro.

Obtendrás la victoria. Puedes estar seguro.

Ganarás la corona del mejor oro puro.

73

»Cuando el vaso de mártir ya te lo hayas bebido,

estarás con nosotros de gloria revestido.

En la Corte del Cielo serás bien recibido.

Verás como honra Dios a quienes le han servido».

74

«Santo Padre, si quieres correctamente obrar,

a tu ministro debes delante enviar.

Del Patriarca, tú debes ejemplo tomar,

que antes su propio Hijo quiso sacrificar».

75

—«Hijo, —contestó Sixto—: no es posible esperar.

Con tregua, yo podría lo contrario probar.

Elías, cuando pudo este mundo dejar,

a su propio ministro designó en su lugar».

76

Inquietos los soldados que lo llevaban preso,

dijeron: —«Somos torpes si obramos con mal seso.

Pudiera sublevarse. Lo llevaremos en peso.

Si no, Decio ha de darnos gran disgusto por eso».

77

Los descreídos hombres cumplieron su inconsciencia,

y Sixto fue pasado por la dura sentencia:

para su santo cuerpo terminó la existencia,

más dos criados suyos de mayor preferencia.

78

Mientras Lorenzo iba estas cosas sintiendo,

los soldados le fueron la ocasión ofreciendo,

y luego fue apresado cuando él iba corriendo.

Cuando Decio lo supo gozó mucho sabiendo.

79

Los esbirros de Decio, caudillos carniceros,

lo echaron a la cárcel con otros compañeros.

Daría el soberano por él muchos dineros

o los eximiría de pagar más los fueros.

80

Entre aquellos cristianos que estaban en prisión

había una persona privada de visión,

la que rogó a Lorenzo que ese santo varón

le hiciese a su ceguera una sola oración.

81

San Lorenzo le dijo: —«Si en Cristo tú creyeres

y en el su santo nombre bautismo recibieres,

podrás salvar tu vista; mas, si esto no lo hicieres,

nunca podrás hallar las luces que ahora quieres».

82

Complacido, le dijo Lucillo, el afectado:

—«Eso lo habría hecho de bastante buen grado,

pues yo quise y yo quiero cumplir con lo deseado,

y en tus manos me pongo con vestido y calzado».

83

Como para estas cosas él era muy humano,

hizo la buena obra: Lucillo fue cristiano.

Lorenzo lo tocó con su bendita mano,

y él recobró la vista, feliz de verse sano.

84

Fue por toda la tierra la noticia lanzada,

de cómo obtuvo el ciego la visión recobrada,

y mucha gente vino a verlo en su posada

para estar con el hombre de virtud tan probada.

85

Todos los visitantes sus cuitas demostraron.

Si llegaron enfermos, sin dolencias tornaron.

Todos los desvalidos, alimentos llevaron.

Innumerables fueron los que por él sanaron.

86

Decio envió por Lorenzo. Ante el mal gobernante

lo llevó el carcelero y lo puso delante:

—«Entregad los tesoros en cantidad abundante

o sufriréis castigo muy duro, y al instante».

87

San Lorenzo le dijo: —«Todas tus amenazas

me saben más sabrosas que las cenas escasas.

Ni todos tus esbirros, ni tú con esas trazas

me metes mayor miedo que palomas torcazas».

88

Decio se disgustó y se quiso ensañar;

pero por la codicia del tesoro atrapar,

dijo que dejaría ese día pasar,

porque con Valeriano esa noche iba a estar.

89

Valeriano dudó de llevarlo consigo.

No lo quería mucho ni lo estimaba amigo.

Entregóselo a Hipólito: —«El estará contigo;

de la doctrina nuestra es mortal enemigo».

90

Lorenzo agradó a Hipólito y a los demás que había

en aquella familia, con la que ganaría.

Curó a muchos enfermos de toda fechoría.

Hacía a aquellos ciegos, milagros cada día.

91

Se inspiró Dios en él por su benignidad,

y de hacerlo cristiano le vino voluntad.

Solicitó el bautismo, —ley de la cristiandad—

dado por ese diácono de tanta santidad.

92

Un día, Valeriano les dijo de mañana:

—«Traedme a ese Lorenzo que los enfermos sana.

Veremos qué bondades hay en su yerba vana,

pues temo que salgamos con ganancia liviana».

93

Luego que hubo llegado, le dijo Valeriano:

—«Lorenzo, me pareces más perdido que sano.

Manda que los tesoros pasen a nuestra mano,

o lograrás perderte por torpe y por liviano».

94

Lorenzo dijo: —«Dame tregua hasta el tercer día.

Antes quiero el consejo de mi propia abadía.

Tú verás los tesoros, pero hoy no podría».

Contestó Valeriano: —«Eso es lo que quería».

95

Creyó en estas palabras el duque Valeriano

pensando que tendría ya el total en su mano.

Y se alabó ante Decio diciendo muy ufano

que él le daría luego hasta el último grano.

96

Lorenzo, al fin del plazo, resolvió convocar

la multitud de pobres, de los que pudo hallar.

Se los llevó consigo y allá empezó a rezar:

—«Estos son los tesoros que Dios más quiere amar.

97

»Estos son los tesoros que jamás envejecen.

Cuanto más se reparten, mucho más enriquecen.

Los que éstos ayudan, quieren y compadecen,

alcanzarán el Reino en que Glorias florecen».

98

Suponiendo Valerio haber sido engañado

y que el plan no salía como había pensado,

fue ante el Emperador sumamente enojado

a decirle que el pleito se había trastornado.

99

Buscaron a Lorenzo, sin poderlo aprehender.

Dijeron: «O se entrega, o el martirio va a ser».

En esa disyuntiva, para salvar su ser

Lorenzo prefirió por Jesús perecer.

100

Para que su martirio más inhumano fuera,

los esbirros le hicieron un lecho de manera

que ni tenía ropa ni tenía madera.

Todo lo que tenía, sólo de fierro era.

101

De parrillas de hierro era el lecho fatal,

separadas entre ellas, para el fuego colar.

Le ordenaron las manos y los pies amarrar,

y luego lo obligaron en ese fuego estar.

102

Lo bañaron en fuego. Así lo oiréis contar.

Los esbirros planearon las llamas atizar

y avivaron el fuego sin hacerse esperar.

A Lorenzo le dieron más placer que pesar.

103

Las llamas eran vivas y ardientes, sin mesura.

Ardía el santo cuero en esa calentura

y hervían las entrañas en aquella tortura.

Quien planeó tal horror no se ahorre amargura.

104

«Pensad —dijo Lorenzo—. Volvedme al otro lado.

Buscad en la conciencia si estoy ya bien asado.

Pensad ahora en nutriros, pues os habéis dañado.

Hijos, Dios os perdone actos de tal pecado.

105

»Me disteis buen yantar y me hicisteis buen lecho.

Os lo agradezco mucho, y lo hago en mi derecho.

No os guardaré rencor por estos que habéis hecho,

ni os tendré saña alguna, ni tampoco despecho».