El País [Semanal]

23 October 1994

El Principe ha muerto


Rosa Montero


Nació en Minneapolis, Estados Unidos, hace 36 años. Es una figura mítica del mundo del pop, un músico de gran creatividad y un personaje en apariencia un tanto excéntrico que oculta (ras sus exagerados afeites una personalidad frágil e inocente, casi virginal. Hasta hace un par de años se llamaba Prince, pero ahora es O(+> y asegura estar viviendo una nueva vida que se desbordará imparable a partir de 1999, cuando, libre de contratos con casas discográficas, logre su sueño: hacer absolutamente lo que quiera con el inagotable caudal de su música.

Come, el ultimo disco de Prince (perdón, del artista antes llamado Prince, porque ahora él ya no es él: pero de todo eso hablaremos más tarde), muestra en la portada una foto de la Sagrada Familia de Gaudí, motivo por el cual Barcelona le ha nombrado amic de la ciutat, El homenaje municipal debió de conmover el corazón algo torturado del músico, porque consintió en recibir a un medio de comunicación español. En los últimos 10 años sólo ha concedido dos entrevistas, una a la revista Q y otra a la celebérrima Rolling Stone, de manera que cuando se nos ofreció la oportunidad de hablar con él nos quedamos pasmados.

Pasmo que aumentó, acompañado de cierta tribulación, al recibir un contrato previo a nuestra cita en Londres en el que se estipulaban las condiciones del encuentro. Según ese papel, nos comprometíamos a no llevar ninguna grabadora, bloc de notas ni bolígrafo a la entrevista, que debía desarrollarse como una charla y ser recogida simplemente en los pliegues de la memoria del periodista. Además, en el texto no podría referirme a él llamándole Prince, sino, en todo caso, “el artista antes conocido por Prince” y preferiblemente usaría su nuevo nombre, el signo O(+> , carente, por cierto, de todo sonido pronunciable, un símbolo mudo con el que el músico se autobautizó hará unos dos años. Por último, la entrevista tendría que incluir en algún momento la frase “Prince ha muerto", así como una referencia a que todos los fans y empleados del artista llevan unas pulseras de oro “en memona de The gold experience (La experiencia de oro), disco que quizá nunca sea editado”. Esta última cláusula, sobre todo, me hizo suponer que la mente del músico había despegado definitivamente hacia la estratosfera, e incluso sospechar, o más bien temer, que el encuentro fuera digno de la película Psicosis.

No se puede decir que el mundo de las grandes estrellas del pop y del rock sea uno de los ambientes más apropiados para mantener la cabeza serena. Lou Reed me contó con pelos y señales cómo una voz que salía del asiento trasero (y vacío) de su coche le instó un buen día a dejar la heroína, cosa que, por supuesto, él hizo (y quién no, en semejante circunstancia), y Keith Richards, el Rolling Stone más truculento, podía pasarse cinco largos minutos mirándote y sonriendo amablemente con su cara de ogro sin pronunciar una sola palabra. Quiero decir que una está ya acostumbrada a cierta extravagancia; pero, mientras esperaba en el vestíbulo del hotel de Londres a que bajara a buscarme una tal Karen Lee, pensé que el artista que antes era conocido como Prince podía batir todos los récords de rareza.

El hotel, por cierto, era el exclusivo Conrad, y frente a mí, sentada al otro lado de una mesa en el vestíbulo, había una mujer de unos 65 años con un vaso en la mano. “Perdone", dijo de repente, por supuesto, en inglés: “¿Es usted escritora?”. Tuve que admitir que, en efecto, lo era, y expresé mi asombro ante su pregunta. “La vida es asombrosa", contestó ella; para entonces yo ya había tenido ocasión de advertir que, más que agarrar la copa, se sujetaba a ella, de modo que, si alguien le hubiera quitado el whisky de la mano, probablemente la mujer se habría desplomado sobre la gruesa alfombra. En ese momento, unos gritos rompieron el silencio de lujo del hotel. “¡Ah!”, exclamó mi interlocutora, “ahí vienen”. Y en efecto, ahí vinieron, una muchacha de unos veinte años, alta y espectacular, con todo el aspecto de una modelo, forcejeando con un hombre elegante de mediana edad que la arrastraba por un brazo. La chica se tambaleaba y farfullaba: “¡No es así, no es así!”, con la voz emborronada por alguna sustancia intoxicante. La mujer del vaso se acercó a ellos: “¡Cállate! ¡Cállate ahora mismo!”, le chilló a la chica con sorprendente energía, y la chica se calló, y el hombre la arrastró hacia el ascensor, y desaparecieron los dos en un instante. “¿Qué le pasaba a la muchacha?”, no pude por menos que preguntarle a la mujer. 4tNo sé, es la primera vez que la veo en mi vida”. En ese momento empecé a pensar que el hotel Conrad debía de estar especializado en excéntricos ricos.

Entonces llegaron Karen y un mastodonte vestido de negro y con el símbolo ^ hecho en oro e hincado en la solapa, y todos subimos en el ascensor, el gorila ocupando las dos terceras partes del espacio. “Después de la entrevista te haré escuchar Gold, una canción del album The gold experience", dijo Karen. “¿Qué es eso de que el disco quizá no sea nunca publicado?”, quise enterarme, más que nada por conocer un poco mejor el terreno de juego. “Oh, no te preocupes", contestó ella, agitando la mano en el aire como quien espanta una nube de moscas: “Tú simplemente no le llames Prince y todo irá bien: en realidad, es un encanto”. En ese instante se abrió silenciosamente la puerta de una suite frente a mí, y en el quicio apareció él, minúsculo y relumbrando en la penumbra. Entré yo sola, la puerta se cerró, nos dijimos hola, no nos dimos la mano, me miró con esa cara entre confiada y tímida con que mira un cachorro a un visitante nuevo.

Los sofás y las lámparas de la suite estaban cubiertos con algunas piezas de encaje que tamizaban la luz y neutralizaban la anónima frialdad de los cuartos de hotel. No era una decoración muy recargada, sólo unos cuantos toques primorosos.

—Mmm, está muy acogedor.

—Gracias. He puesto algunas cosas.

—¿Siempre redecora los cuartos en los que se aloja?

—No siempre.

—No debe de ser muy relajante vivir casi siempre en hoteles...

—Yo me encuentro más tranquilo en un hotel.

—¿Sí? Supongo que será porque la mayoría de sus viajes son para actuar... Y para usted la música es lo más importante.

—Sí.

—¿Nunca ha tenido problemas de creatividad?

—Nunca... ¿Has visto mi último vídeo?

—¿El de The gold experience? Creo que me lo van a enseñar luego.

—Te lo enseño yo.

Se levantó, fue hasta el televisor, metió el cartucho. Se movía de una manera rara, pero no exenta de gracia, la espalda muy recta, las manos ondulantes, el cuello erguido, los pasos cortos y algo danzarines, como una bailarina indonesia o como si caminara sobre la punta de los pies, cosa que, en realidad, era lo que hacía, porque calzaba unos zapatos negros con un tacón de aguja de vertiginosa altura. Y a pesar de eso, de los tacones, apenas si me llegaba a la nariz, y no mido más que 1,64. Es diminuto, brevísimo de carnes y de huesos, y sólo su cabeza parece ocupar con alguna rotundidad un lugar en el espacio. Michael Jackson ha dedicado media vida a convertirse en un tipo físicamente anormal, pero el hoy llamado O(+> ha debido de rozar la excepcionalidad desde muy niño. No creo que sea fácil atravesar la adolescencia metido en ese cuerpo.

Así es que nos sentamos en los sofás y nos dedicamos a ver el vídeo. Dolphin, se llama la canción, y está bastante bien.

—Muy bonito —dije al final—. ¿Y qué va a pasar con The gold experience, se va a editar o no?

—Probablemente no.

—¿Por qué?

—Porque no quiero que lo coja la casa discográfica, no quiero hacer con mi música lo que quieren hacer las compañías, no quiero estar dentro del sistema. Digamos que al principio, cuando era más joven, mi interés estaba concentrado en hacer, y ahora estoy más interesado en conservar.

—Pero eso plantea un conflicto irresoluble: o está usted con alguna de las compañías discográficas, y entonces no es del todo libre con su música, o no llega al público. Y la música es también comunicación, ¿no es así? Usted querrá que la gente le escuche, supongo.

—Sí, claro. Pero eso lo conseguiré en 1999.

—¿Por qué entonces?

—Porque es la fecha en que se acaba mi contrato con Warner. Y entonces podré hacer absolutamente todo lo que quiera con mi música, podré regalársela si me apetece a mis fans, a los que vengan a ver mis actuaciones. ¡Se puede hacer de todo sí eres libre! Puedo comprar una emisora de radio y poner ahí mi música cuanto quiera, puedo sacar todos los discos que desee, ¡pueden ser muchísimo más baratos y yo ganar mas a pesar de eso! ¿Tú sabes lo que cuesta hacer un disco? Cuesta infinitamente menos que el precio al que luego se vende.

Las casas discográficas mantienen un control feroz sobre sus artistas. Hace dos o tres años, George Michael se rebeló ante esta situación y empezó un largo proceso judicial contra su compañía, que hasta ahora ha ido perdiendo, pero que puso en evidencia el absolutismo de estas empresas. Al parecer, a nuestro amigo O(+> la compañía no le permite sacar toda la música que su enorme creatividad produce, porque temen saturar el mercado. Come, el último y estupendo álbum, salió el pasado mes de agosto, y ahora, a finales de septiembre, ya tiene preparado The gold experience: demasiada abundancia para los usos de promoción y venta habituales. Pero al músico antes llamado Prince no le importa saturar nada, él lo único que quiere es componer y que sus obras se oigan. Porque además, y como casi todos los artistas, ama especialmente lo último que hace.

—Y entonces, ¿cómo se las va a arreglar? ¿Va a permanecer en silencio hasta 1999?

—No, podemos hacer algunas cosas. Vamos a emitir este vídeo, por ejemplo. Es la primera vez que alguien ,va a sacar un vídeo sin tener un disco en el mercado que lo apoye. Y también podemos actuar. De hecho, seguimos actuando, y en los conciertos sólo tocamos las nuevas canciones, canciones que no están en ningún disco, que el público no ha oído nunca. Ya no tocamos ninguna de las canciones anteriores; jamás, ni una sola.

—¿No? ¿Y cuál es la reacción del público?

—Pues la gente llega esperando escuchar los temas que sabe, y al principio se quedan algo desconcertados. Pero después van entrando poco a poco en las nuevas canciones, y al final yo creo que se adaptan y que les gusta.

—Es curioso, porque de algún modo su nuevo nombre es una especie de metáfora de su situación actual. Es un nombre silencioso. Existe, pero no se puede decir en voz alta, lo mismo que su nueva música, que también existe, pero no se puede escuchar en las radios ni comprar en las tiendas. Porque el signo es impronunciable, ¿no? ¿O lo dice usted de algún modo?

—No, no se dice nada.

—Y entonces, ¿cómo le llaman sus amigos?

—No me llaman de ninguna manera, no tienen necesidad de hacerlo porque mis amigos siempre están conmigo.

—Hombre, supongo que a veces alguno puede estar en la habitación de al lado y verse obligado a llamarle en voz alta. —No, no, mis amigos siempre están en la misma habitación que yo.

—¿Sí? Pues, la verdad, no sé si eso es estupendo o demasiado asfixiante...

Se echó a reír. Reía silenciosa y dulcemente, como una doncella. Sus discos están de alusiones sexuales (el álbum Come, por ejemplo, es absolutamente explícito al respecto y termina con un sonoro orgasmo), pero él tiene un aire virginal; de hecho, la apariencia más frágil, inocente y virginal que he contemplado nunca en un adulto. Vestía un mono negro sintético con redondeles dorados de lata en los puños y el cuello, un traje como de patinador en actuación de gala, y cada vez que se movía, las grandes lentejuelas de metal entrechocaban y tintineaban con un ruido de cristales levisimos. El pelo era un duro casco esculpido a ’a laca, los ojos estaban ribeteados por gruesos trazos negros estilo Nefertiti, y llevaba el rostro asfaltado por una espesa capa cosmética que, combinada con el color oscuro de su piel, confería a su cara una extraordinaria tonalidad malva. Y, sin embargo y pese a los afeites, es una persona con un encanto indefinible. Es guapo, no como un hombre, no como una mujer, más bien es guapo como un animalillo, como un perro bonito, con toda esa indefensión y esa humedad en el morro y en la mirada. Ahí estaba, pudoroso y pizpireta, sentado muy tieso y muy modoso en su sofá, como una niña de primera comunión, si es que las niñas de primera comunión fueran vestidas de negro, con tacones de aguja y pintadas como puertas. —De manera que el cambio de nombre tiene que ver también con la cuestión de los derechos y con su lucha contra la compañía...

—No, no querría que esto quedara confuso; no es que me haya puesto ese nombre contra la Warner, para nada; de hecho, además, nos llevamos bien mi compañía y yo, quiero decir que no nos llevamos mal. Todo depende de como.manejes tu agresividad y la negatividad que encuentras alrededor; yo no discuto con ellos, simplemente quiero hacer otras cosas. Estoy en otro nivel, y cada vez estoy más lejos.

—Está usted en ese otro nivel de su nombre sin sonido...o

—Karen me dice que, de seguir así, llegará un día en que no les hablaré ni siquiera a ellos.

—¿Por qué?

—Porque no creo en las palabras, creo que la verdadera comunicación se establece en otro lugar.

—Pero las palabras son también necesarias. Son una manera de tocar al otro, de intentar comprenderse.

—Con Mayte [cantante de su grupo, supuesta pareja sentimental] no necesito hablar, estamos juntos y eso basta para entendernos perfectamente. Las palabras no son más que discusiones.

—Oh, no siempre. Me extraña que diga usted esto; usted escribe las letras de sus discos, a menudo son letras muy buenas, muy expresivas. —¿Te has comunicado por otras vías alguna vez?

—Bueno, sí, claro, están los gestos, está la piel. Y está el sexo, que para usted, a juzgar por sus canciones, parece ser muy importante. —Hay un nivel de comprensión mayor que está más allá de las palabras y más allá de esta vida. Las palabras sólo sirven para la vida terrenal.

—¿Está hablando usted de percepciones espirituales del tipo de los viajes astrales y demás? ¿Ha experimentado usted algo semejante?

—Mmmm... Bueno, voy a parecer a lo mejor un poco loco si digo esto, pero lo cierto es que creo que los humanos somos otros antes y después de pasar por este mundo, creo que la personalidad terrenal no es más que un brevísimo episodio en lo que somos, una pequeña parte de nosotros. Y en esa otra realidad no necesitas palabras para comunicarte, las palabras sólo se necesitan si estás en la Tierra.

—¿Y ha estado usted allí, en el otro lado? —Varias veces. —Entonces esto es lo que le sucedió par de años en Puerto Rico, esto es lo que hizo que Prince muriera y usted se pusiera un nuevo nombre: que estuvo allí.

—En Puerto Rico fue cuando me di cuenta que había otra manera de vivir, fue cuando decidí cambiar. —Y desde entonces, ¿cómo se las ha arreglado? Quiero decir, ¿funciona decidir que uno va a cambiar? ¿Ha conseguido vivir durante todos estos últimos meses en esa otra realidad?

—Dentro de mi cabeza soy totalmente libre; en el resto, no.

En mi vida cotidiana me siento atrapado, estoy en una jaula. Pero procuro no perder los nervios, no ponerme frenético. Yo lo intenté todo con la compañía, intenté meterme desde dentro...

—Sí, fimió usted un contrato con la Warner en 1992 por el cual, además de cobrar 108 millones de dólares, se convertía en uno de los vicepresidentes de la casa. —Sí, pero no sirve que seas vicepresidente, ni siquiera sirve que estés a la cabeza de la empresa, porque lo que no funciona es el sistema en sí, no puedes cambiarlo desde dentro, sólo puedes salirte. Por eso perdió George Michael sus juicios, porque si te enfrentas al sistema desde el sistema siempre pierdes. Pero de algún modo Michael ganó, ganó con sólo haberse enfrentado a ellos. Si hablas con él de eso, Michael sonríe. Está feliz. Y es que es un sistema absurdo, imposible. Por ejemplo, la Compañía de Danza de Harlem: querían que yo les diera una pieza de mi música para montar un ballet, y yo dije que sí, que les daría una pieza gratis; a mí me gustaba mucho la idea, me era muy halagador que quisieran bailar una de mis composiciones, pero en la casa de discos no me dejaron hacerlo, me dijeron que preferían dar una donación económica a la Compañía de Danza de Harlem, pero no mi música; ellos no quieren que haya ninguna música mía fuera de su control. Yo intenté convencerles, pero no hubo manera. Cosas así son desesperantes. Mira, Miles Davis, Jimi Hendrix, todos los grandes, los más grandes nombres de la música, en realidad fueron como niños con respecto a sus compañías, porque no tenían ningún poder, ningún control sobre su obra. Eso es inadmisible. Así es que ahí me siento prisionero, atrapado. Pero dentro de mí...

—¿Sí?

—Dentro de mí resido en esa otra realidad, que es un lugar en donde no se necesitan las palabras ni los nombres, en donde no existen ni la violencia, ni la soledad, ni el dolor, un lugar que se puede resumir en la palabra amor.

—Pero eso es el paraíso...

—Si.

—Y creo recordar que los humanos perdimos ese lugar mítico hace tiempo...

—Sí [suspirando]... No hay mucho paraíso aquí abajo, desde luego. Su exigencia de no permitir grabadoras ni bloc de notas repercute, sin duda, negativamente en la exactitud de la transcripción de sus palabras, pero contribuyó a lograr que la conversación fuera exactamente eso, una conversación muy fácil, muy relajada. Se diría que no hay en él ni una brizna de agresividad; su tono de voz es bajo, dulce, aparentemente tranquilo. Pero durante todo el encuentro permaneció sacándose y metiéndose nerviosamente un gran anillo en el dedo, y eso, esas manos tensas y agobiadas, mostraban la tortura que la conversación provocaba en una persona que casi está al otro lado de las palabras, el esfuerzo que le suponía comunicarse. En alguien como él, cada vez más sitiado por el silencio, la música debe de ser el nexo con el exterior, una necesidad tan perentoria como respirar. Tal vez por eso compone tanto, tal vez por eso le son tan insufribles las exigencias comerciales del mundo del disco.

—Y desde entonces, desde que estoy en el otro lado, ¡mi música ha cambiado tanto! Ahora es muchísimo mejor.

—Sí, la canción del vídeo estaba muy bien.

—Oh, ésa es lo peor, digamos que es lo peor de lo mejor; el resto de las composiciones son buenísimas, hay tanta diferencia con lo que he hecho antes, es como de la noche al día, es una música llena de vida.

[Después de la entrevista escuché Gold, y, en efecto, era formidable].

—Y dígame, ¿no tiene miedo a quedar fuera de juego? Quiero decir que hasta 1999, cuando usted vuelva a ser dueño de su obra, faltan cinco años. Y cinco años son muchos, usted puede sacar vídeos, puede actuar, pero si no pone discos en el mercado y en las radios y prescinde de la poderosa máquina de promoción y publicidad de las casas de discos, quizá su público le olvide.

—No creo que eso suceda, porque si amas a alguien de verdad, al menos a mí me sucede eso, si amo a alguien de verdad, y no por su físico, sino por cosas profundas, por su alma, pues entonces amo a esa persona para siempre. Y yo espero que eso pase también conmigo.

—Es muy bonito eso que usted dice, pero, ¿cree de verdad que el amor de los fans es así? ¿Cree que el amor a las personas públicas tiene algo que ver con la sustancia y la realidad del querer? —Oh, bueno, llevo mucho tiempo en esto, he estado arriba del todo, he visto muchas cosas, conozco lo que es este mundo, así es que, quién sabe... Pero con que haya dos, con que haya dos personas que me quieran y me escuchen de verdad, con eso me basta. No necesito más.

Así es que, después de todo, el artista antes conocido por Prince no era tan extravagante como parecía, o quizá sí lo es, pero resulta tan comprensible y tan simple en el fondo como todos lo somos ("Muy dentro de nosotros todos somos lo mismo. Cada uno de nosotros conoce alguna clase de dolor", dice la letra de Papa, una de las canciones del album Come): de modo que toda la parafernalia de su personalidad, los tacones, el grasiento maquillaje, el pelo tieso, no son sino trucos conmovedores, escaramuzas privadas de la eterna y única batalla con la vida.

Como las voces que escuchaba Lou Reed, y la cogorza de la señora del vestíbulo, y la mirada vidriosa de Keith Richards, y los farfulleos de la chica con pinta de modelo. Son maneras de sobrevivir, manifestaciones de una voluntad básica e imposible: del deseo, en fin, de ser felices.