Viaje al fin del mundo

Alberto Vázquez-Figueroa. Viaje al fin del mundo. Galápagos

Habiéndome criado en África, conociendo bien las selvas desde Senegal a Sudáfrica, creo que, sin embargo, no existe comparación posible entre ambos continentes, y siendo África más rica en animales —incluso en fieras—, resulta, no obstante, más hospitalaria, más habitable, menos hostil que Amazonia.

África puede recorrerse a pie, sin más armas que un bastón, un machete y, en ocasiones, un rifle; pero nadie, absolutamente nadie en este mundo, podría atravesar a pie, llevase lo que llevase, la centésima parte de la selva amazónica.

A la orilla de los cauces principales del Amazonas o de sus afluentes se alzan los poblados, y el interior —la auténtica espesura— sólo ha sido tímidamente arañada aquí y allá por los caucheros. No existen caminos, ni claros, ni fuerza alguna capaz de cruzar por mucho tiempo lo que constituye un auténtico muro de vegetación.

Tan sólo el agua vence. Sus caminos, de cientos, de miles de años, resultan ya indiscutibles por derecho propio, e incluso la vegetación los respeta, por más que, con frecuencia, los invada imponiendo sus formas particulares de vida, como son esos enormes nenúfares, que cubren pantanos y tranquilos afluentes, hasta casi hacerles desaparecer con sus enormes discos verdes en forma de bandeja.

Y bajo esas bandejas de inofensivo aspecto, que se adornan a menudo con hermosas flores blancas, se oculta siempre el mayor de los peligros de estas aguas: el acechante caimán negro, la gigantesca anaconda y, sobre todo, la diminuta y feroz piraña.

¡Piraña! Su solo nombre aterroriza a muchos, y se comprende. Su aspecto es tan fiero, refleja de tal modo sus sanguinarios instintos, que hace olvidar que su tamaño no es mayor que una mano. La boca inmensa, las mandíbulas prominentes, los dientes como sierras, los ojos que parecen odiar al mundo, y su número infinito. Tantas y tan miles son, y tan rápidamente acuden al olor de la sangre, que las he visto devorar una vaca en tres minutos, y comiéndole las entrañas antes incluso de que haya muerto.

En los llanos venezolanos, cuando una manada tiene que cruzar el río, los vaqueros lanzan previamente, aguas abajo, una vaca vieja o enferma, para que, mientras las pirañas de los alrededores se entretienen en devorarla, el resto pueda pasar aguas arriba.

Aquí, en la Amazonia, dicen —por fortuna no lo he visto— que ciertas tribus sumergen en el río a los ancianos que ya son más carga que ayuda. Los amarran con una cuerda y los dejan caer al agua. A los cinco minutos, sacan el esqueleto y lo colocan sobre un hormiguero para que las hormigas acaben de limpiarlo; luego, lo guardan y conservan así un recuerdo de sus antepasados. Sea verdad o no, lo que sí es cierto es que pirañas y hormigas son capaces de mondar un esqueleto en pocos minutos.

Las pirañas que suelen abundar en las aguas de Sudamérica no son todas, contra lo que se cree, devoradoras de hombres. Sólo una especie —la roja en forma de dorada— ataca siempre; las restantes únicamente suelen hacerlo al olor de la sangre, y recuerdo que en cierta ocasión atravesé a nado el Caroní en Venezuela sin que me molestaran lo más mínimo. De haber llevado una herida o haber sangrado por cualquier razón, hubieran acudido, dando cuenta de mí en pocos minutos.

Personalmente, de las aguas amazónicas le temo más a la anaconda que a las pirañas o a los cocodrilos, y es que, a mi entender, esta gigantesca serpiente acuática es, sin duda, el auténtico monstruo de la jungla.

Hace días, me contaron que una anaconda de casi veinte metros de longitud devoró en el río Madre de Dios —afluente del Madeira, afluente a su vez del Amazonas— a dos campesinos que nadaban en el río: Ricardo Flores y Juvenal Quispe. Cuentan los testigos que ambos desgraciados parecían como hipnotizados por la bestia, que se los tragó uno tras otro, sin que se oyeran gritos, pudiendo distinguirse, tan sólo, las grandes manchas que se extendieron sobre la superficie del río.

Algunos indios y, sobre todo, caucheros que han penetrado muy al interior de la espesura, aseguran haber encontrado anacondas de casi treinta metros; pero esto se considera una exageración y no ha podido ser comprobado hasta el presente.

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