Mohamed

Juan Madrid. Crónicas del Madrid oscuro   (modificado)

Mohamed era alto, enjuto, muy moreno y muy serio. Solía sentarse en los bancos de la plaza a ver pasar la gente y a comerse, muy despacio, una barra de pan con aceite y azúcar que le daban gratis en el quiosco de la plaza del Dos de mayo.

Cuando terminaba se sentía feliz y me aceptaba un poco de charla.

—Qué, Mohamed, ¿cómo va esa vida? —le preguntaba yo.

—Tirandillo, ya lo ves. No hay curro, y está todo muy difícil. A lo mejor me bajo a Marbella a probar suerte.

Mohamed vendía relojes y baratijas en una caja que se abría como una bandeja. Me dijo que hasta que no lo vendiese todo no regresaría a su tierra. La primera vez me dijo que lo liquidaría todo en un par de meses, pero la segunda vez ya no estaba tan seguro.

A Mohamed no le gustaba hablar de su vida y por eso yo tampoco insistía en detalles. Lo único que sabía de él a ciencia cierta era que echaba mucho de menos a su mujer y que siempre terminaba hablando de ella.

—No sabes lo bonita que es —me decía—. Es como el rocío que cubre las flores en primavera.

—Mohamed, nunca he escuchado hablar así de una mujer.

—Es que la echo mucho de menos. También a mis hijos. Tengo tres, ¿sabes? Son como tres estrellas, tres luceros, don Juan.

—Eres un poeta, Mohamed.

—Mira, no sé cómo explicártelo, ella es tan dulce y tan calmada que si estás nervioso o cabreado, ¿entiendes?, nada más mirarte te deja tranquilo y suave. Cuando están los niños acostados, ella me pasa la mano por el pelo, muy despacito, y es como estar en el Paraíso, Dios me perdone. Por eso me he venido a España, voy a juntar dinero y a comprarme un burro. Un burro joven y fuerte. Con un burro, don Juan, ella y mis niños van a comer todos los días.

—¿Y te falta mucho para comprarte el burro, Mohamed?

—Ciento veinte euros más y me vuelvo a mi tierra, don Juan.

Mohamed era el hombre más ahorrador que jamás he conocido. Comía sólo pan, aceite, azúcar y cebollas y algunas veces manzanas. Decía que un hombre puede resistir comiendo sólo eso, y quizás tuviese razón. Las veces que lo vi no parecía débil ni desnutrido, solo demasiado flaco. Pero lo achaqué al continuo pensamiento en su familia.

La última vez tardé mucho en verlo. Y apenas si lo reconocí de lo flaco que se encontraba. Acababa de volver de Marbella, pero el cajón con baratijas parecía el mismo.

—¿Qué pasa, Mohamed, no compra nadie?

—Nadie, don Juan. En Marbella me echan fuera, no me dejan ni moverme.

—¿Cuánto te falta ahora para el burro, Mohamed?

—Ochenta euros, pero lo malo es que según paso aquí más tiempo, más gasto. España está muy cara.

Me confesó que se gastaba al día sesenta céntimos, ni uno más ni uno menos, y que el resto se lo enviaba a su mujer a la Poste Restante de un pueblecito cercano a Fez. Él sabía leer, pero su mujer no, y entonces, ¿para qué escribirle? De modo que según pasaba el tiempo la echaba más y más de menos.

—Cierro los ojos y la veo delante de mí, don Juan. Me estoy volviendo loco.

Lo malo no fue eso, sino el cartón de vino que empezó a comprarse a diario y que asomaba entre las baratijas de la caja. Iba a una tienda de ultramarinos, pedía el litro de vino, pagaba y pensaba que se había ahorrado una comida.

—Dios me perdone, pero el vino engaña al estómago, don Juan. Con el vino me ahorro comida y me pongo contento y hablo con mi mujer. Me pongo a charlar con ella y hasta hablo con mis hijos y algunas veces, pues veo al burro atado a la puerta de mi casa. Es un burro de pelo suave y patas fuertes, con una mancha blanca en el hocico, que demuestra que es de buena raza.

—Yo de ti dejaba el vino, Mohamed. ¿No estabas mejor comiendo las cebollas y el pan?

—Con las cebollas y el pan no puedo hablar con mi mujer. El vino es mejor y más barato. El vino es mejor y más barato que el teléfono, don Juan.

Lo que pasó después lo supe por otros. Debió beber más de la cuenta o su debilidad era ya tan extrema que se emborrachaba con nada. El caso fue que con estos fríos de Madrid, una noche se envolvió con cartones en la calle del Tesoro, al lado de los cubos de basura de un restaurante especializado en comida extranjera. No volvió a despertar. El frío acabó con él. A lo peor su mujer sigue creyendo que la ha olvidado y que se ha quedado en España pasándolo bien.