Gaarder

Adivinos, visionarios y curanderos

Jostein Gaarder. El mundo de Sofía

Pasaron por el parque que había delante de la iglesia y salieron a una nueva calle principal. Alberto estaba un poco irritado; al cabo de un rato señaló una librería que se llamaba Libris y que era la más grande de la ciudad.

—¿Es aquí donde vas a enseñarme algo?

—Entremos.

Dentro de la librería Alberto señaló una de las paredes más grandes, donde había tres secciones: NEW AGE, ESTILO DE VIDA ALTERNATIVA y MISTICISMO.

En las estanterías había libros con títulos muy interesantes tales como: ¿Una vida después de la muerte?, Los secretos del espiritismo, Tarot, El fenómeno de los OVNIS, Vuelven los dioses, Has estado aquí antes, ¿Qué es la astrología?, etc., etc. Había centenares de títulos diferentes.

—Eso también es el siglo XX, Sofía. Es el templo de nuestra época.

—Tú no crees en esas cosas, ¿no?

—Aquí hay mucho de engaño. Pero se vende tan bien como la pornografía. De hecho, mucho de esto podría considerarse como una especie de pornografía. Aquí los jóvenes pueden comprar exactamente los libros que les ponen más cachondos. Pero la relación entre la verdadera filosofía y los libros como éstos es más o menos como la diferencia entre verdadero amor y pornografía.

—Exageras un poco, ¿no?

—Sentémonos en el parque.

Salieron de la librería y se sentaron en un banco vacío delante de la iglesia. Debajo de los árboles andaban las palomas, y entre ellas había algún gorrión que otro.

—Lo llaman parapsicología —empezó Alberto—. Lo llaman telepatía, clarividencia y telequinesia. Lo llaman espiritismo, astrología y ufología. Así pues, tiene muchas denominaciones.

—Pero contéstame ya, ¿crees que todo es mentira?

—No sería correcto por parte de un auténtico filósofo medir a todos con el mismo rasero. Pero no excluyo que esas palabras que acabo de mencionar dibujen un mapa detallado de un paisaje que no existe. Al menos hay aquí muchas de esas quimeras que Hume habría entregado a las llamas. En muchos de esos libros no hay ni una experiencia que sea auténtica.

—¿Y cómo es posible que se escriban tantísimos libros sobre esas cosas?

—Se trata del negocio más rentable del mundo. Es lo que quiere mucha gente.

—¿Y por qué crees que lo quieren?

—Es sin duda la expresión de una añoranza, de un deseo de algo «místico», de algo que es «diferente y que rompe con lo cotidiano». Pero eso es complicarse la vida, Sofía, o cruzar el río para coger agua, como decimos los noruegos.

—¿Qué quieres decir?

—Estamos caminando por un maravilloso cuento. A nuestros pies se levantan las grandes obras de la Creación. A plena luz del día, Sofía. ¿No te parece increíble?

—Sí.

—¿Entonces por qué vamos a acudir a «consultas» de gitanas o trastiendas académicas para experimentar algo «emocionante» o algo «más allá de los límites»?

—¿Pero entonces crees que los que escriben esos libros son todos unos tramposos y unos mentirosos?

—No, eso no lo he dicho. Pero aquí también se trata de un sistema «darvinista».

—¡Explícate!

—Piensa en todo lo que ocurre en el curso de un día. Incluso puedes delimitarlo a un día en tu propia vida. Piensa en todo lo que ves y oyes y haces.

—¿Sí?

—Algunas veces te suceden extrañas coincidencias. Por ejemplo, vas a la tienda a comprar algo que cuesta veintiocho coronas. Un poco más tarde llega Jorunn para devolverte veintiocho coronas que te había pedido prestadas hace tiempo. Luego os vais al cine y a ti te dan el asiento veintiocho.

—Pues sí, sería una misteriosa coincidencia.

—Lo que está claro es que no dejaría de ser una coincidencia. Lo que ocurre es que la gente colecciona esas coincidencias. Coleccionan experiencias misteriosas o inexplicables. Cuando esas experiencias de las vidas de unos miles de millones de personas se recopilan en libros, puede dar la impresión de ser un material muy convincente. Y sigue aumentando en cantidad. Pero también en este caso nos encontramos ante una lotería en la que solamente se ven los décimos ganadores.

—¿No existen personas videntes o médiums que viven esas cosas con mucha frecuencia?

—Pues sí. Si excluimos a los tramposos, encontramos otra importante explicación a todas esas «experiencias místicas».

—¡Cuenta!

—Te acordarás de lo que hablamos de la teoría de Freud sobre el subconsciente.

—¿Cuántas veces tendré que decirte que no soy una despistada?

—Ya Freud señaló que muchas veces podemos actuar como una especie de médiums de nuestro propio subconsciente. De repente nos damos cuenta de que pensamos o hacemos algo sin entender del todo por qué lo hacemos. La razón es que tenemos muchísimas más experiencias, pensamientos y vivencias interiores de las que somos conscientes.

—¿Sí?

—También hay personas que hablan y andan mientras duermen. Lo podemos llamar una especie de «automatismo mental». Y bajo la hipnosis hay personas que dicen y hacen cosas automáticamente. Y te acordarás de que los surrealistas intentaron escribir con «escritura automática». De ese modo intentaban actuar como médiums de su propio subconsciente.

—De eso también me acuerdo.

—A intervalos regulares durante este siglo ha estado de moda el espiritismo. La idea es que un médium puede llegar a establecer contacto con un muerto. O hablando con la voz del muerto, o, por ejemplo, mediante una escritura automática, el médium ha recibido un mensaje, por ejemplo, de una persona que vivió hace muchos centenares de años. Estos sucesos se han utilizado como prueba de que existe una vida después de la muerte, o de que los seres humanos vivimos muchas vidas.

—Comprendo.

—No quiero decir que todos estos médiums hayan sido unos estafadores. Algunos han actuado de buena fe, de eso no cabe duda. Es cierto que han sido médiums, pero sólo de su propio subconsciente. Hay varios ejemplos de investigaciones meticulosas de médiums que en un estado de trance han revelado conocimientos y capacidades que ni ellos mismos entienden cómo han podido adquirir. Alguien que no conocía el hebreo, por ejemplo, empezó a emitir un mensaje en ese idioma. Entonces tendría que haber vivido antes, Sofía. O haber estado en contacto con un espíritu muerto.

—¿Tú que crees?

—Resultó que cuando era pequeña la había cuidado una mujer judía.

—Ah...

—¿Estás decepcionada? Pero en sí es fantástica la capacidad que tienen algunas personas para almacenar experiencias anteriores en el subconsciente.

—Entiendo lo que quieres decir.

—También otras curiosidades cotidianas pueden explicarse mediante la teoría de Freud sobre el subconsciente. Si de repente recibo una llamada de un amigo al que no he visto en muchos años, y yo mismo acabo de estar buscando su teléfono...

—Me dan escalofríos.

—La explicación puede ser, por ejemplo, que los dos oímos una vieja melodía en la radio, una melodía que oímos la última vez que estuvimos juntos. Lo que pasa es que no se es consciente de esta conexión oculta.

—¿O trampa... o el efecto del décimo ganador... o el subconsciente?

—Al menos es sano acercarse a ese tipo de estanterías con cierto escepticismo. En cualquier caso, es muy importante para un filósofo. En Inglaterra existe una asociación especial para los escépticos. Hace muchos años prometieron un sustancioso premio económico a la primera persona que les pudiera mostrar un modesto ejemplo de algo sobrenatural. No tenía que ser ningún gran milagro, bastaba con un pequeño ejemplo de telepatía. Pero hasta ahora no se ha presentado nadie.

—Entiendo.

—Además hay muchas cosas que los seres humanos no entendemos. A lo mejor tampoco conocemos las leyes de la naturaleza. En el siglo pasado había muchos que a fenómenos como el magnetismo y la electricidad los consideraban como una clase de magia. Supongo que mi propia bisabuela se habría asombrado si le hubiera hablado de la televisión o de los ordenadores.

—¿Entonces no crees en nada sobrenatural?

—De eso hemos hablado antes. La propia expresión «sobrenatural» también es un poco extraña. No, supongo que yo sólo creo en una sola naturaleza que, en cambio, es muy extraña.

—¿Pero esas cosas misteriosas de aquellos libros que me enseñaste?

—Todos los auténticos filósofos tienen que tener los ojos bien abiertos. Aunque no hayamos visto nunca una corneja blanca, no debemos dudar de que existen. Y un día puede incluso que un escéptico como yo tenga que aceptar un fenómeno en el cual no ha creído antes. Si no hubiera dejado abierta esta posibilidad, habría sido un dogmático. Y entonces no habría sido un verdadero filósofo.