Más cornás da el hambre

Néstor Luján. Cuento de cuentos (adaptado)

Dijo esta frase, y la repitió muchas veces en su vida, el torero sevillano Manuel García Cuesta, que se apodó El Espartero. Ha quedado esta exclamación como expresión del mundo triste, anónimo y miserable de aquellos andaluces que desean escapar de la esclavitud de la vida dura del obrero del campo.

Sin embargo, Manuel García Cuesta (Sevilla, 1866-Madrid, 1894) no era un campesino. Había nacido en una familia de modestos industriales, y a los doce años lo colocaron de aprendiz en el oficio de espartero. De ahí viene su apodo y no de haber querido adoptar el apellido de don Baldomero Espartero, el general tan conocido del siglo XIX.

Espartero fue un hombre de un valor inmenso y de una falta considerable de conocimientos, sobre todo en aquella época en que a los toros se les debía vencer también con mucho conocimiento del arte del toreo. Espartero no lo tuvo y toreó con voluntad valerosa, consintiendo a los toros; llevando un gesto nuevo y emocionante en las arenas. No podía con ellos más que a fuerza de corazón y, por primera vez en la historia de la fiesta, hizo de la certeza de que iba a morir por un toro la protagonista invisible del espectáculo taurino.

Los espectadores intuían que Espartero moriría en la plaza porque se metía entre las cornadas más difíciles y comprometidas, y sabían que no tenía conocimientos suficientes para dominarlos, y se metía con ellos luchando con la muleta en unos trasteos increíbles y problemáticos. Alguien dijo que en cada paseíllo llevaba como una cruz de ceniza en los labios. A pesar de ello -o quizá por ello-, Espartero fue ídolo de Sevilla y toreaba con la belleza incomparable de los predestinados y asustaba al público con sus temeridades.

En una ocasión, su banderillero pasaba grandes apuros para capotear al toro. Espartero estaba impaciente y se dirigió a él indicándole el modo de ejecutar la suerte.

Es que si hago lo que me mandas —le dijo el banderillero me coge el toro con seguridad.

—Y eso qué importa —respondió Espartero.

Toda la vida de Espartero, hasta la cornada final, es como una fatalidad invisible. Y así llegó la tarde del 27 de mayo de 1894 en la plaza de Madrid. Con su idea de que más cornadas da el hambre, entró a matar al toro Perdigón, cobrado, delantero de astas, que eran de color acaramelado, perfecto de lámina, largo y hondo cuerpo. Al entrar a matar  le enganchó el toro por la ropa y lo volteó a unos dos metros sin hacer carne. La causa de esta primera cogida fue la imprudencia de entrar a matar de espaldas a un caballo con el cual el toro estaba fijado y, además, por entrar demasiado despacio, que es la osadía de los grandes maestros. El caso es que se levantó bajo los efectos de la conmoción, y con toda la cuadrilla, sobre la cual no tenía la suficiente autoridad, moviéndose desordenadamente alrededor, dio el Espartero seis pases más y volvió a entrar a herir. Toda la plaza estaba silenciosa. El toro no estaba cuadrado, sino muy adelantado y moviendo la cabeza buscando por todas partes y distrayéndose con el loco juego del peonaje.

El Espartero hundió una estocada contraria, o sea, sobre la parte izquierda del morrillo del toro, y salió arrollado,  y una vez en el suelo, el toro, que ya iba muerto, metió el cuerno en el caído cuerpo, como a tientas, sin ninguna malignidad, porque le pasó por encima sin enterarse.

El cadáver fue conducido a Sevilla. Y Sevilla le ha recordado siempre como uno de los héroes más puros, porque pisaba la arena de una manera palpitante, como arañándola. La figura del Espartero quedó, con esta muerte, rodeada de una triste leyenda. Dicha leyenda y su torero fueron la base de la terrible novela contra los toros, Arena y sangre, del novelista Blasco Ibáñez.

Todavía se cantan hoy las sevillanas al Espartero con la misma letra que entonaban las cigarreras y las mocitas melancólicas tras las rejas sevillanas:

Los torillos de Miura

ya no le temen a nada,

porque ha muerto el Espartero,

el que mejor los mataba.