El precio del humo

Al parecer, cuento popular

Un día, un campesino fue a la ciudad a vender sus productos. De regreso a casa, entró en una posada a descansar un rato. Como era día de mercado, la posada se encontraba llena de gente.

—¿Qué quieres comer? —le preguntó el posadero.

—Una hogaza de pan y un jarrillo de vino respondió el campesino.

Mientras el posadero se alejaba, el campesino fijó los ojos en una pieza que estaba asándose en la chimenea y que desprendía un olor delicioso. ¡Cuánto le gustaría tomar un poco de aquella carne! Pero... ¡a saber cuánto costaba!

Al cabo de un rato, el posadero regresó con el pan y el jarrillo de vino. El campesino empezó a comer sin poder apartar los ojos del asado... ¡Olía tan bien!

De pronto tuvo una idea. Se levantó con el pan en la mano y se acercó al fuego. Colocó el pan sobre el humo que despedía el asado y esperó unos minutos. Cuando el pan se impregnó bien de aquel olor tan suculento, lo retiró del fuego y se dispuso a comer. Pero al ir a morderlo oyó una voz que le gritaba:

Te crees muy listo, ¿verdad? Intentabas engañarme, pero tendrás que pagar lo que has robado.

Los gritos del posadero despertaron la curiosidad de la gente. Las conversaciones se interrumpieron y todo el mundo miró hacia los dos hombres.

—Yo... yo no te he quitado nada. Te pagaré el pan y el vino —dijo el campesino.

—Sí, claro... ¿y el humo qué? ¿Acaso no piensas pagarlo?

El campesino, sin salir de su asombro, intentaba defenderse:

—El humo no vale nada, pensé que no te importaría...

—¿Cómo que el humo no vale nada? Todo lo que hay en esta posada es mío. Y quien lo quiera debe pagar por ello.

En ese momento, un noble que se encontraba comiendo en la posada con otros ilustres caballeros intervino en la discusión:

—¡Cálmate, posadero! ¿Cuánto pides por el humo?

Me conformo con cuatro monedas —respondió satisfecho el posadero.

El pobre campesino exclamó preocupado:

¡Cuatro monedas! Es todo lo que he ganado hoy.

        Entonces el noble se acercó al campesino y le dijo algo en voz baja. El campesino abrió su bolsa y le dio sus cuatro monedas al caballero.

Escucha, posadero -dijo el noble haciendo sonar en su mano las monedas—. Ya estás pagado.

¿Cómo que estoy pagado? ¡Dadme las monedas!

Clin, clin, sonaban las monedas en la mano del noble.

¿Las monedas? preguntó el noble—. ¿Acaso se comió la carne el campesino? Él solo cogió el humo. Pues para pagar el humo bastará con el ruido de las monedas.

Y, ante las risas de todos, el posadero no tuvo más remedio que volver a su trabajo y dejar marchar tranquilamente al campesino.