El traje de paja de arroz que volvía invisible

Cuento popular japonés. Traducción de Ángel García Fluixá

Esta festiva historia sucedió en una aldea japonesa en una fecha que supera a los más remotos tiempos que el hombre puede recordar. En efecto, tanto tiempo hace que nadie, ni siquiera el narrador de la historia que la transmitió a sus hijos y a los hijos de sus hijos, sabe el nombre de la aldea o en qué provincia estaba localizada. Era una aldea singular y sus habitantes eran todavía más singulares. Para dar una idea, digamos que formaban un curioso lote, y aparte de que ninguno de ellos había sido bendecido con ninguna agudeza extremada, tampoco había nadie que tuviera las hechuras y las medidas propias para recibir el nombre de hombre o mujer. Algunos tenían unas cabezas tan calvas y alargadas como huevos de paloma; otros, grandes y redondas como las sandías; mientras que unos cuantos las tenían tan desmochadas que parecían patatas en lugar de cabezas.

En la aldea había uno que era tan inútil que no servía para nada. Como ni siquiera tenía nombre le llamaremos Otoko San. Sin embargo, tenía un temperamento tan malicioso que no se encontraba a gusto si no fastidiaba a sus vecinos. Tampoco podía quejarse nadie, porque procuraban pagarle con la misma moneda. Pero cuando un día Otoko San se encontró con un tengu y decidió engañarle, empezaron a complicarse las cosas.

Digamos de entrada que el tengu es una criatura verdaderamente fantástica. Su nombre significa "duende de larga nariz" porque, en efecto, su nariz es de una longitud extraordinaria. En la espalda lleva dos traviesas alas de plumas. Su vestido es de lo más raro que uno pueda imaginarse y encima de la cabeza lleva colgado un pequeño sombrero negro atado con cordeles bajo la barbilla. Además de eso, está poseído de poderes mágicos. Así que solo una persona sin ningún seso se atrevería a burlarse de un tengu y, mucho menos, a acercarse a él.

Otoko San, sin embargo, era de esta clase de estúpidos, y en el día particular de nuestra historia se hallaba modelando ocioso una pipa larga hecha de un trozo de bambú. Primero pensó utilizarla para soplar y lanzar piedras con ella; luego creyó que podría ser un magnífico telescopio. Y fue precisamente al mirar a través de ella con un ojo cuando en la otra punta vio aparecer a un pequeño tengu que venía volando errante hacia él.

—¡Ajá! —se dijo para sí Otoko San—. Aquí viene alguien con el que me puedo divertir. Voy a ver si puedo engañar a esa pequeña criatura y me da ese bonito traje de arroz que viste.

Sin pensarlo dos veces, se puso a mirar intensamente hacia el cielo a través de su tubo de bambú mientras lanzaba exclamaciones de sorpresa. Esto era demasiado para el tengu, quien, como todos sus hermanos, era altamente curioso. Se puso a dar vueltas alrededor de Otoko San y a rogarle con chillidos que le dejase echar un vistazo a través del tubo.

—¿Qué? ¿Que te preste este bonito y nuevo telescopio que me han hecho especialmente para mí? ¡Ni hablar! ¡Oh, qué bonita se ve así la Luna, veo los valles y las llanuras que tiene! ¿No te gustaría ojear una cosa así, tengu San?

Naturalmente, esto incrementó el deseo del tengu de mirar a través del tubo, por lo que empezó primero por ofrecer sus elegantes zapatos de madera, luego su lustroso sombrero negro, y cuando ya no hubo otro remedio, su traje tejido con paja de arroz. Esto era precisamente lo que quería Otoko San y en un momento cerraron el trato. Tan deprisa como pudo, Otoko San se alejó del lugar del suceso, dejando al pobre y chasqueado tengu comprobando una vez más su mayor debilidad: el sentido de su credulidad.

En el instante en que Otoko San se halló fuera del alcance del tengu, se puso el traje y, ¡plaf!, no quedó ni rastro de él ni del traje. Orgulloso de sí mismo, se puso a bailar solo. Hasta que decidió llegarse a la calle principal de la aldea.

Allí disfrutó de unos minutos gloriosos metiéndose entre las piernas de la gente, volcando sus puestos de comida, pellizcándoles las narices y asustándoles con infinidad de cosas. Los que atendían los puestos y los tenderos se escondieron detrás de sus cortinas y se maravillaban de las rarezas que estaban ocurriendo en una calle aparentemente normal. En aquel momento, un vanidoso criado bajaba contoneándose por la calle. No había llegado muy lejos cuando, de repente, un violento tirón de su oreja izquierda casi le hizo perder el equilibrio, y en el momento en que se revolvía furioso para atrapar a su atacante se encontró con que otro tirón de la oreja derecha le hacía describir un cómico círculo. Cayó al suelo produciendo un ruido sordo y allí sentado miró colérico en todas las direcciones del vacío contorno que le rodeaba. La gente, a pesar de lo asustada que estaba, estalló en sonoras carcajadas al ver que tan pomposo sirviente se comportaba más estúpidamente que el mayor tonto de la aldea.

Otoko San seguía haciendo de las suyas y ahora tenía justo delante de él a un serio trabajador que acababa de salir de una tienda en la que se había comprado unos elegantes zuecos nuevos con suelas blancas como la nieve. Justo en aquel momento se había detenido a abrir el paquete con el fin de admirarlos de nuevo. No es para contar la sorpresa que se llevó al ver que, de pronto, los zuecos volaban de sus manos y se ponían a danzar alocadamente en el aire vacío. Una joven aldeana, que lucía su mejor quimono de verano, se paró a mirar, y al hacerlo, su quitasol desapareció rápidamente de su mano y marchó danzando con los zuecos en alegre dúo. Hasta que ambas cosas, quitasol y zuecos, cayeron haciendo ¡plof! en un arroyo que corría junto al camino.

Otoko San se acercó ahora a una pescadería en la que las mujeres de la aldea estaban escogiendo pescado para la cena. En ese momento acababa de llegar un fresquísimo besugo que todos estaban admirando por su tamaño y  brillantez. De pronto pareció que el enorme y rollizo besugo volvía a la vida porque pegó un coletazo en el aire y echó a volar por toda la calle abajo como si fuese un pez volador. Esto era ya demasiado para los aldeanos y por eso todo ellos echaron a correr detrás del pez, solo para recuperarlo en el suelo, sucio y manchado.

Otoko San, que se sentía ya cansado, decidió volver enseguida a su casa para reposar. Una vez dentro de su hogar, se quitó el traje maravilloso y enseguida se hizo otra vez visible, lo cual le pegó un susto de muerte a su anciana madre porque la mujer no había visto entrar a nadie en la casa.

Mientras Otoko San dormía, su madre cogió el traje de paja de arroz de donde lo había dejado su hijo para quitarle el polvo.

—¡Hombre! —dijo la mujer—. ¡Vaya una porquería que ha traído a casa! Lo quemaré antes de que se despierte.

Inmediatamente metió el traje en el ardiente horno y muy pronto se convirtió en un montón de grises cenizas.

Al levantarse Otoko San, su primer pensamiento fue para el traje. No se veía por parte alguna. Cuando al fin su madre le confesó que lo había quemado, se encolerizó muchísimo e inmediatamente se puso a recoger cuidadosamente toda la ceniza en un enorme saco, creyendo que podría haber quedado algo de su poder mágico. Se fue a un rincón del huerto, se quitó todas las ropas y cuidadosamente se restregó de la cabeza a los pies con la ceniza. Hasta este travieso individuo se sintió un poco extraño al verse desaparecer ante sus propios ojos; porque, no obstante lo milagroso que pueda sonar, eso es lo que pasó, y en un corto espacio de tiempo no quedaba expuesto a la vista ni un solo pelo.

Con gran alegría por el resultado de su estratagema, se marchó bailando hacia la aldea para mezclarse entre los grupos de gente de la noche. Las tabernas donde se bebía el sake empezaban a llenarse y la deliciosa fragancia del vino atrajo enseguida a Otoko San hacia una de ellas. Una vez dentro, se sentó en el suelo, junto a un enorme barril de licor. Y aprovechando un momento en el que los parroquianos habían llenado otra vez sus vasos, se arrodilló delante del barril, se amorró a la espita y empezó a beber avariciosamente.

Al oír el extraño ruido de los sorbidos, todos los que estaban en la taberna se volvieron sorprendidos, pero no se veía nada. Sin embargo, el sonido continuaba y ahora parecía ir acompañado de un sonoro hipo. El tabernero, al ver que su pequeño perro estaba aparentemente lamiendo la canilla del sake, fue corriendo para detenerle y casi el detenido sin remedio fue él, porque justo en la punta del caño había lo que para todo el mundo parecía una roja y húmeda boca. ¡Y más aún, esa boca estaba indudablemente bebiéndose el sake! Las gotas del licor resbalaban por algo que empezaba a asemejarse a una barbilla y que eran el líquido que estaba lamiendo el perrito.

La compañía reunida se quedó estupefacta al comprobar que un área de piel palpablemente humana empezaba a mostrarse alrededor de los labios, y pronto una nariz y un par de penetrantes ojos se hicieron visibles. En el charco de sake que estaba cayendo de la espita al suelo empezaron a tomar forma un par de manos, y luego, un poco más atrás, un trozo redondo de algo hinchado y regordete...

Volviendo en sí de su asombro, el tabernero pegó un alarido, lo que hizo que el rostro espectral levantara la vista y lanzara una confundida mirada a la expectante compañía. Soltando un grito, la cara se levantó en el aire y salió echando chispas de la taberna, acompañada de un alocado movimiento de manos. ¡Había ocurrido lo peor! La ceniza hacía su trabajo mientras estaba seca, pero una vez mojada perdía todo su poder de invisibilidad y ahora Otoko San se encontraba verdaderamente en un lamentable estado. La multitud apretó a correr detrás de él, gritando al mismo tiempo:

—¡Venga, hombre! ¡Muéstrate como es debido! ¿Dónde has metido todo el sake que te has bebido? ¡Ladrón! ¡Demonio! ¡Espera que te cojamos!

En aquel momento Otoko San se puso a transpirar copiosamente, y al mezclarse la ceniza con el sudor de su piel, esta empezó a aparecer en trozos y parches como si fuese un dibujo a medio terminar. Jadeante y realmente asustado, llegó corriendo al puente sobre el río y se tiró a este de cabeza. Frenéticamente empezó a lavarse todo vestigio de la ceniza de su cuerpo y pelo, y al fin, ante los asombrados ojos de sus perseguidores, salió arrastrándose miserablemente y temblando del agua. Uno de los espectadores, más avispado que los demás, le arrojó un quimono y todos le rodearon con gran curiosidad.

—¡Vaya! ¡Creíamos que eras un demonio, Otoko San! —dijo el jefe de la aldea—. ¿Cómo has podido llegar a este estado?

Otoko San agachó la cabeza avergonzado y tartamudeando relató la historia de su trato con el tengu. Al oír esto, la multitud que se había congregado se desternilló de risa.

—¿Qué? ¿Tratando de engañar a un tengu? —exclamaron—. ¡Estás loco, Otoko San! Ni siquiera sin meter las narices en los negocios de los tengus puede decirse que estés a salvo.

La multitud estalló en carcajadas y se golpearon significativamente los muslos ante la necedad de Otoko San. Y hasta donde yo sé, también el pequeño tengu se está riendo todavía.