El niño-cura

Antonio Millán. Ubedí básico (modificado)

Aquella tarde veraniega, tras la salida del colegio a las cinco, hora en que se me olvidaba la escuela hasta las nueve del día siguiente, dejé la cartera en casa y reclamé mi perra gorda1. Partí un trozo de rosca de pan que se guardaba en la alacena en una talega y me compré un paquetón de patatas fritas a la inglesa que vendía Santa al otro lado de la calle. Esa era mi merienda en el verano, más un vaso de leche que me tomaba una vez devoradas las patatas. Esto de la leche fue por prescripción médica. Creo que fue Don Pascual Iniesta el que recomendó esta dieta láctea para ayudar a mi esqueleto a expansionarse debidamente: yo crecía mucho, pero crecía más seco que un esparto.

A las cinco y media, con la barriga llena, empecé a plantear mis actividades callejeras hasta las nueve de la noche, dentro, claro está, de mi cotarro o hábitat2.

Hacía varios días que observaba a cierto mequetrefe, una chispilla fuera de mi jurisdicción. Eso de asomarse a territorio extranjero a fisgonear resultaba, por lo peligroso, atrayente, y más sin la adecuada escolta o respaldo de los incondicionales compañeros.

El mequetrefe objeto de mis curiosidades vivía a la vuelta de la Rúa, en el Real Viejo, enfrente más o menos de una hojalatería que estaba situada en los bajos de la casa de doña Carmen Alcubilla.

El mequetrefe, todas las tardes, se ponía a jugar en una habitación de su casa que daba a la calle por una reja. Abría la ventana de par en par y, con una cara de santo admirable, sacaba una casulla a medida, se la ponía, ordenaba su misal y todos los objetos de culto con su sagrario, todo en una especie de altarcillo que se organizaba el gachón, y, ¡hala!, a decir misa. El tío se la rezaba entera, de pe a pa, y como el único asistente, a través de los barrotes de la reja, era yo, a mí me echaba la bendición. Luego juntaba sus manos en beatífico gesto y, con cara de místico dispuesto a no dejarse arrebatar un digno puesto entre los bienaventurados, se alejaba hacia una imaginaria sacristía.

Durante varios días recibí la bendición de aquel aprendiz de santo, hasta que la tarde a que se refiere esta verídica historia, tras ser bendecido y cuando se encaminaba nuestro piadoso oficiante de misa hacia la imaginaria sacristía con paso celestial, le comuniqué mis incontenibles deseos de sacudirle una paliza.

Yo creí que, tratándose de tan piadosa criatura, mi reto no sería aceptado. También creí que, con mi talla y mi sano régimen lácteo, llegado el caso de enfrentamiento y dada la insignificante presencia del medio curilla, me podría alzar con la victoria al primer tortazo. Pero los designios del Señor fueron muy otros: no sólo aceptó el reto sino que me pegó la paliza más grande que vieron los siglos. Pero sospecho que en su afán por destruirme concienzudamente se nubló de tal forma su razón que todos sus conocimientos eclesiásticos se esfumaron de su acalorado entendimiento, pues se perdió una estupenda ocasión de administrarme los Santos Óleos3, de tan mal como me encontraba: tan grande fue la paliza que recibí.

Volví a casa y estuve durante toda la tarde pensando cómo era posible que semejante mequetrefe tuviese esa fuerza y ese coraje. ¡Quién podía imaginarse que, con lo debilucho que aparentaba, me arrearía tal palizón! Estuve muy dolido durante los días siguientes, y no tanto por el dolor físico, que era fuerte, pues tenía tantos moretones  que no podía ni contármelos, sino por el daño moral. Estuve realmente abatido, sin ganas de salir, y mucho menos de que me vieran mis compañeros de pandilla... con esa pinta que me había dejado el niñato-cura.

El siguiente lunes, en la escuela, tuve que responder a las numerosas preguntas que los compañeros me hicieron durante toda la jornada. Por supuesto, tendría que mentir si quería conservar el respeto que me tenían... No podía decirles que un niño-cura enclenque y debilucho me había propinado tal clase de repaso.

Así que me inventé una historia, según la cual una pandilla de otro barrio me había visto en su territorio sin su permiso. Lógicamente, yo les provoqué y ellos no tuvieron compasión: me aplastaron. Rápidamente comenzaron a pedir explicaciones: de qué barrio, quiénes eran, si los conocía, si eran mayores, si eran muchos, qué pinta tenían. Todo eso, por supuesto, para hacer un pequeño recorrido a la salida de la escuela, a las cinco, y vengarme como Dios manda.

De modo que me vi con el agua al cuello. Me callé, seguí mintiendo para salvar mi dignidad... Y llegó la tarde. A eso de las cinco ya estaban todos en sus casas soltando el material de la escuela y, una vez merendados, en menos que canta un gallo, a los cinco minutos, estaban todos allí, en la puerta de mi casa, con unos aires de guerra que daban susto. Mi estado era tremendo. ¿Cómo explicarles que nunca encontraríamos a los agresores? Menos mal que mi madre, que estaba fregando la puerta en ese momento, al verles la pinta y la cantidad de palos, estacas, hondas y otras armas ofensivas, intuyó que algo funcionaría mal aquella tarde si me dejaba marchar con ellos, que se quedaron con las armas preparadas y unas ganas enormes de hacer pagar todas sus culpas a los canallas que me habían hecho sufrir.

Pasaron unos cuantos días sin poder verlos, pues nada más terminar la escuela tenía que irme con mi padre al campo a arreglar los animales y recoger algunas verduras. El tiempo se encargó de que todo se olvidara: pude evitar un nuevo ridículo. Y sobre la paliza que me dio el niño-cura, me consolé al pensar que la culpa había sido mía.


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(1) perra gorda................... Moneda española antigua de cobre o aluminio de muy poco valor.

(2) cotarro o hábitat........ Zona por donde se movía normalmente.

(3) santos óleos.................. Aceite que el sacerdote cristiano unta al moribundo.