La posada de las dos brujas

Joseph Conrad (adaptado)

Vio moverse y agitarse las pesadas cortinas, como si el cadáver que escondían hubiera dado la vuelta para sentarse. Byrne, que creía haber llegado al límite humano del terror, sintió que se le erizaban los cabellos hasta la raíz. Sus manos se crisparon sobre los brazos del sillón, su mandíbula se aflojó, el sudor le corrió por la frente mientras que su lengua seca se pegaba al paladar. Las cortinas se movieron de nuevo, pero no se abrieron.

—¡No, Tom! —Byrne intentó gritar, pero todo lo que oyó fue un débil gemido, como el de una persona que duerme intranquila.

Sintió que la razón huía de él, porque ahora le parecía que el techo que estaba encima de la cama se movía, se ladeaba y luego se enderezaba de nuevo, y una vez más las cortinas cerradas se movieron suavemente como si estuvieran a punto de abrirse. Byrne cerró los ojos para no ver la horrible aparición del cadáver del marinero reanimado por un espíritu maligno. En el profundo silencio de la habitación aguantó un momento más de espantosa agonía. Volvió a abrir los ojos. Vio en seguida que las cortinas continuaban cerradas, pero el techo se había elevado un palmo más por encima de la cama. Con la última luz de la razón que le quedaba comprendió que era el enorme baldaquín sobre la cama lo que estaba bajando mientras que las cortinas que pendían de él se movían con suavidad, hundiéndose paulatinamente hacia el suelo. Cerró la mandíbula abierta y, medio erguido en su sillón, espió, mudo, el silencioso descenso del monstruoso techo de la cama. Bajó con suaves sacudidas hasta la mitad del camino aproximadamente y, de repente, tuvo una brusca caída hasta ajustar su forma de caparazón de tortuga con sus pesados bordes, encajando exactamente en los rebordes de la cama. Una o dos veces se oyó el crujido de la madera, volviendo luego la abrumadora tranquilidad a la habitación. Byrne se incorporó, aspiró fuertemente para tomar aliento y dio un grito de cólera y asombro, el primer sonido que pudo salir de sus labios aquella noche de terrores. ¡Ésa era la muerte de la que había escapado por haberse quedado en la esquina de la habitación en lugar de en la cama! ¡Ése era el diabólico artefacto de la muerte contra el cual el pobre Tom, cuyo cadáver yacía en la cama sepultado por el dosel, había tratado de advertirle! El espíritu de Tom le había salvado la vida. Porque Byrne estaba seguro de haber oído la voz del marinero, repitiendo débilmente su frase familiar:

—¡Señor Byrne, tenga usted cuidado! —murmurando luego unas palabras que no había podido distinguir.

¡Pero la distancia que separa a los vivos de los muertos es tan grande! El pobre Tom lo había intentado. Byrne corrió hacia la cama e intentó levantar o empujar la horrible tapadera que sofocaba el cadáver de su buen amigo. Resistió sus esfuerzos, pues era tan pesada como el plomo, inamovible como la piedra de una tumba. La rabia de la venganza le hizo detenerse; en su cabeza zumbaban caóticos pensamientos de exterminio. Dio vueltas por la habitación como si no pudiera encontrar ni sus armas ni la salida; y mientras gritaba espantosas amenazas...

Unos violentos golpes en la puerta de la posada le devolvieron su presencia de ánimo. Corrió hacia la ventana, abrió las persianas y miró afuera. A la débil luz vio a un grupo de hombres. ¡Ajá! Saldría enseguida para enfrentarse con aquella pandilla de asesinos reunidos allí, sin duda, para acabar con él. Después de luchar con terrores sin nombre deseaba combatir frente a frente con unos enemigos armados. En la habitación había luchado contra lo desconocido, pero ahora lo tenía todo mucho más claro. No obstante, no debía haber recuperado por completo la razón porque, olvidándose de sus armas, bajó corriendo por las escaleras lanzando gritos salvajes; descerrajó la puerta, a pesar de que llovían golpes asestados desde fuera, y abriéndola se lanzó con las manos desnudas al cuello del primer hombre que encontró. Rodaron juntos por tierra. La confusa intención de Byrne era abrirse paso y correr por el sendero de la montaña y volver en seguida con los hombres de González para tomarse una venganza ejemplar. Luchó furiosamente hasta que un árbol, una casa o una montaña pareció caer sobre su cabeza y luego perdió el conocimiento.

[...]

Con el tiempo, llegó a saber Byrne que los hombres a quienes atacó en la puerta de la posada estaban al servicio de González, a quien él anduvo buscando afanosamente hasta dar con la posada de las dos brujas, donde intentaron matarle, como hicieron con el pobre de su amigo Tom. Las dos brujas reposaban muertas bajo tierra.

—Sin duda, antes debieron de meter a más de un viajero solitario en la cama del arzobispo —dijo González a Byrne.

—También había una gitana —dijo débilmente Byrne desde la litera improvisada en la que le llevaron hasta la costa en busca de su barco los guerrilleros españoles.

—Era ella quien izaba esa máquina infernal y también fue la que la bajó esa noche.

—Pero ¿por qué, por qué? —exclamó Byrne—. ¿Por qué deseaba mi muerte?

—Sin duda por los botones de la guerrera de su excelencia. Encontramos los de su amigo el marinero muerto escondidos en los bolsillos de la gitana.