La máquina lavadora de platos

Charles Panati. Las cosas nuestras de cada día

“Si nadie inventa una máquina lavadora de platos, la inventaré yo misma.”

Quien manifestaba tan contundente decisión era Josephine Cochrane, esposa de un político de Illinois (Estados Unidos), en la década de 1880. Y, en efecto, se puso a idear un aparato de gran utilidad en la cocina, pese a que la señora Cochrane no estaba harta, ni mucho menos, de lavar pilas de platos sucios, puesto que era una mujer adinerada y disponía de una nutrida plantilla de sirvientes. Procedente de una familia importante de Chicago, Josephine Cochrane vivía en la pequeña población de Shelbyville, Illinois, y con frecuencia ofrecía cenas de gala. Su impaciencia por inventar una máquina lavadora de platos se debía a que sus sirvientas, al lavar la vajilla, le rompían sus costosas piezas de porcelana. Cada fiesta terminaba con nuevos platos rotos, cuya sustitución por correo exigía meses. Una máquina parecía ser la solución ideal.

En un cobertizo cercano a su casa, Josephine Cochrane, después de tomar las correspondientes medidas, mandó hacer compartimientos individuales de tela metálica para platos de diversas medidas y para las diversas piezas de la cristalería. Estos compartimientos se ajustaban alrededor de la circunferencia de una rueda montada en una gran caldera de cobre. Al accionar un motor esta rueda, salía agua jabonosa caliente del fondo de la caldera y llovía sobre la vajilla. El diseño era tosco pero efectivo, y esta fue la impresión que causó en el círculo de amigos de Josephine, que dieron al invento el nombre de lavaplatos Cochrane, y encargaron máquinas similares para sus cocinas. Estas amistades también vieron en el invento una solución al irritante problema de una servidumbre irresponsable.

Corrió la voz. Al poco tiempo, Josephine Cochrane recibía pedidos de hoteles y restaurantes de Illinois, cuyo volumen de platos y copas por lavar —y la rotura de muchos de ellos— era un problema persistente y costoso. Al comprender que había logrado un invento más que oportuno, la señora Cochrane patentó su máquina en diciembre de 1886, y su lavaplatos consiguió el primer galardón en la Exposición Mundial de Chicago de 1893. Según el texto que acompañaba al premio, éste se le concedía por la mejor construcción mecánica, por su duración y su adaptación a su línea de trabajo.

Hoteles y restaurantes se mantuvieron como los mejores clientes de las máquinas de Josephine Cochrane, lavaplatos de gran capacidad, pero en 1914 la empresa que ella había fundado presentó una máquina más pequeña, destinada al hogar medio norteamericano. Con gran asombro de los directores de la empresa, el ama de casa norteamericana no se dejó impresionar por ese dispositivo que tanto trabajo ahorraba.

Parte de ese desapego tenía razones tecnológicas. En 1914, en muchos hogares se carecía de la cantidad de agua hirviendo que requería entonces un lavaplatos. Todo el contenido del depósito de agua caliente de una familia podía resultar insuficiente para lavar los platos de la cena. Además, en muchos hogares del país el agua era dura, puesto que contenía minerales disueltos que impedían al jabón disolverse tal como requería el buen lavado de los platos. Para conseguir que una vajilla brillara, se necesitaba un concienzudo trabajo manual.

Y aún surgió otro problema que en la empresa de la señora Cochrane nadie había previsto. Josephine Cochrane, que en toda su vida había lavado un plato, suponía que las mujeres americanas consideraban esta tarea como un insoportable martirio, pero cuando sus ejecutivos interrogaron a las amas de casa, con la esperanza de saber por qué no se vendían sus máquinas, descubrieron que si bien había numerosas tareas caseras verdaderamente odiosas (en primer lugar, lavar la ropa de toda la familia), fregar los platos no era una de ellas, sino más bien lo contrario. En su mayoría, las mujeres interrogadas en 1915 comunicaron que después de la cena, ésa era una actividad relajante al final de un día en el que no habían faltado otros trabajos de gran dureza.

La compañía fundada por la señora Cochrane adoptó entonces otra táctica publicitaria. Una de las razones principales para comprar una de sus máquinas era el hecho, bien demostrado, de que un aparato puede utilizar agua mucho más caliente de lo que es capaz de soportar la mano humana. Por tanto, los lavaplatos no sólo limpiaban mejor platos y vasos, sino que además mataban gérmenes. Pero las ventas no mejoraban. El mercado casero de lavaplatos no rendiría beneficios importantes hasta principios de la década de 1950, cuando la prosperidad de la posguerra infundió en el ama de casa mayores deseos de disponer de más tiempo de ocio, atender a su propio cuidado físico y adquirir una mayor independencia respecto a su marido y sus hijos.