Vida y tragedia del mercante "Castillo Montjuich". De la Guerra Civil Española a su naufragio (1936-1963)
El "Castillo Montjuich"
Siempre se ha dicho que los buques son copias a escala de sus sociedades de origen: sociológicamente, un simple mercante oceánico de treinta tripulantes podría considerarse un mundo en sí mismo, mientras que un avión con diez veces más “habitantes” no pasa de ser una aglomeración temporal de personas. Así, cuando las cosas se tuercen los aviones sufren “accidentes”, pero los buques sucumben en “naufragios” que, a veces, tienen la carga épica de un fin del mundo, aunque sea de un mundo en miniatura. Los marinos solemos quejarnos de la indiferencia de la sociedad, pero cuando uno de estos “micromundos” se esfuma inexplicablemente en la mar la fascinación y el desasosiego están asegurados: basta comprobar como la desaparición de las diez personas que viajaban en el “Mary Celeste” hace siglo y pico sigue despertando más interés que catástrofes aéreas mucho más recientes. El “Mary Celeste” de la generación que me enseñó el oficio fue el “Castillo Montjuich”, desaparecido con sus treinta y siete tripulantes diez años antes de que yo pisara un puente. La suya fue una historia que me embutieron una y otra vez como parte de la “formación oral” con que los marinos de cierta edad tratamos instintivamente de proteger a nuestros relevos.
El inglés African Mariner, también hundido en Barcelona, fue renombrado Castillo Montjuich al entrar de nuevo en servicio. Antes tuvo los nombres de Bois Soleil, Wolhandel, Andalusier y War Vigour. Este barco fue construido por Furnness en Middlesbro (Reino Unido) en 1919. Anteriormente a su funesto final habia tenido otro grave incidente, cuando en 1947 embarrancó en El Musel (Gijón) quedando con la proa sobre la carretera. La gran extensión de los daños hicieron prever en su desguace, pero la penuria de los tiempos y falta de prestaciones en aquellos años hizo que un tiempo mas tarde, en marzo de 1948, se procediese a su salvamento y tras unas reparaciones de emergencia fue remolcado a Bilbao. Constatado su estado se decidió realizar una transformación completa, por lo que se le reparó provisionalmente para ser remolcado hasta El Ferrol, que esto sucede en septiembre de 1948. Debido a no tener material suficiente su estancia se alargó hasta 1950. Se realizó el cambio de la proa, acomodación, mucha chapa, también modificaron los tanques para usar fueloil como combustible en vez de carbón, arboladura y parte de la maquinaria. También se hizo el cambió de sus tres calderas, y la modificación de las turbinas para pasar de 2.000 CV a 3.500 CV, nuevos generadores eléctricos, etc. Acabada la reforma el barco quedó alargado en 7 metros desde 128,4 a 135,4 metros, este aumento fue en su eslora máxima, aumentando su eslora entre perpendiculares solo en medio metro, por lo que su capacidad de carga siguió igual. Debido al aumento de potencia su velocidad en carga máxima aumentó desde 8 a 11 nudos, pero en las pruebas dió 13,86. Con la modificación en las turbinas las revoluciones en el eje cambiaron de 56 a 110.
CASTILLO MONTJUICH
El barco adquirió una apariencia moderna que disimulaba sus muchos años de vida. Su aspecto original, se puede comparar con el gran cambio que disimulaba su antiguedad. El 21 de diciembre de 1963, debía atracar en el puerto de La Coruña para descargar el cargamento de maíz que transportaba desde Boston, pero jamás llegó a sus destino. Desapareció en el Atlántico sin dejar rastro, llevando con él a sus treinta y siete tripulantes.
Era una historia que solía contarse sin alzar mucho la voz, como si los poderes del más allá que habían permitido la tragedia y los del “más acá” que pudieran haberla propiciado fueran capaces de fulminar también a los bocazas; además, tratándose de un tema del que no se sabía casi nada ni siquiera quedaba el consuelo de un desbarre con fundamento. Pasados cuarenta y cuatro años y “fulminados” de una u otra forma quienes entonces nos preguntábamos que había podido ocurrir a nuestros compañeros, investigar la pérdida del “Castillo Montjuich” podría parecer asunto académico, pero gracias al trabajo de Manuel Rodríguez Aguilar un grupo de “fósiles” pasaremos de no saber “casi nada” sobre este asunto a saber “casi todo lo que puede saberse”, que no es poco. En mi caso, su lectura me ha permitido dejar de preguntarme qué pudo hundir a este buque para preguntarme como pudo permanecer a flote tanto tiempo con cuarenta y tres años en sus cuadernas, cargado hasta las marcas con cargamentos que liquidaban su estabilidad, haciendo agua por cada remache y propulsado por una máquina que fallaba más que una escopeta de feria. Si se considera además que, en la vida real y con temporales deshechos, los botes salvavidas sirven poco más que de adorno, que el buque no disponía de balsas neumáticas y que su transmisor de HF estaba inoperativo, resulta comprensible el fervor mariano de los marinos de la época.
Un error muy corriente al juzgar hechos pretéritos es hacerlo fuera de contexto, y juzgar con los niveles de exigencia de la Europa actual las condiciones en que un buque salía a la mar en la España de 1963 sería, como mínimo, poco riguroso. De niño, cuando me quejaba de baches, goteras y similares mi padre solía responderme que “España es un país pobre”. Sin entrar en consideraciones de más calado, lo cierto es que entonces éramos lo suficientemente pobres como para que en la escuela nos dieran un vaso de leche a media mañana por cuenta de los norteamericanos. En la mar, la situación era tan chunga que ni el propio “stablishment” tenía garantizada la flotabilidad: por increible que parezca, dos años después de la tragedia a que se refiere este libro un temporal apagó (literalmente) la deplorable planta de vapor de la fragata “Ariete”, dejando al buque completamente tirado. La fragata acabó arrojada contra un roquedal de la Costa de la Muerte y su dotación salvó la vida de milagro, pero, doce años antes y en aguas del Estrecho, la característica incombustibilidad de los carbones patrios ya había dejado al dragaminas “Guadalete” sin presión y atravesado a un terrible Levante que, abusando de una estanqueidad solo imaginaria, lo envió al fondo con pérdida de treinta y cuatro miembros de su dotación.
Siempre te caía una cerca: en 1959 y delante de mi pueblo, un buque frigorífico de la misma empresa armadora que el “Castillo Montjuich”, con una “biografía” casi idéntica y al mando de un capitán que también mandaría aquel barco, se quedó sin máquina y fue perderse para siempre en una playa sin que el concurso de los asmáticos remolcadores disponibles consiguiera sacarle de allí. La tripulación del “Antártico” salió de rositas, pero catorce meses después y dos millas más al E, veinte de los veintiún tripulantes del carguero “Elorrio” perecieron a la vista de un “público” sumido en la más absoluta de las impotencias cuando su cascajo de treinta y ocho años también se quedó sin máquina y, a falta de una playa, acabó en las piedras. Como ellos, año tras año y en un goteo casi anónimo, un sinfín de mercantes y pescadores perdían la vida abasteciéndonos de pescado, cereales o carbón. Cuando en 1963 se perdió el “Castillo Montjuich”, nuestra marina mercante estaba saliendo de un raquitismo endémico y una coyuntura ruinosa para “explotadores” y “explotados”, pero como en tierra tampoco ataban los perros con longanizas y hasta los gatos podían acabar “longanizados”, quienes navegaban en condiciones que ahora resultarían inaceptables eran vistos en su entorno social como auténticos potentados. Entonces era más dificil percatarse de lo que ahora es evidente: que el oficio de tripular mercantes solo es popular en países en “vías de desarrollo” o, en un sentido todo lo amplio que se desee, entre pobres decididos a dejar de serlo. Por eso, buena parte de quienes hace medio siglo y durante once meses al año rompían mares a bordo de cafeteras infames, no lo hacían movidos por espíritu de aventura ni amor a los espacios abiertos, sino empujados por la determinación de conseguir para sus familias un bienestar que entonces no podía conseguirse trabajando en tierra. También por eso, buena parte de quienes perecían en el intento no caían víctimas de una mar brutalmente inocente a la que a veces odiaban con toda su alma, sino, en un sentido todo lo amplio que se desee, de la necesidad, porque como decía mi padre España era un país pobre.
Castillo montjuich
El autor de este libro, a quien conozco hace años, siempre me sorprendió por su tenacidad investigadora que, solo medio en broma, achaco al oficio donde recaló al dejar la mar (¡supercontable!). En este caso, además de “contabilizar” las posibles causas de su desaparición, Manolo dedica al buque una completa “biografía” que incluye la de sus armadores y, a través de ellos, la génesis de buena parte de la Marina Mercante española de posguerra. En los tiempos que corren, escribir un libro así es un acto de generosidad intelectual cuando no económica, y los marinos españoles ya debíamos a Manolo otra obra (Cinco Grandes Naufragios de la Flota Española) que vale más de lo que cuesta. Ahora tampoco se ha tomado el trabajo a la ligera (no sabría hacerlo), estibando un cargamento completo de datos en la que, sin duda, pasará a ser obra de referencia sobre un episodio especialmente traumático para toda una generación de marinos mercantes. Como en este gremio no suele abundar el optimismo, a nadie sorprenderá mi escepticismo sobre la posibilidad de que el libro mejore la solvencia de su autor, porque la mar mola poco y las letras menos. En cambio, estoy convencido de que pasado siglo y medio, cuando a Manolo le toque mudarse al cielo de los marinos, su obra escrita le permitirá ahorrarse una pasta gansa gracias a los compañeros a quienes su pluma mantuvo vivos en la memoria de las gentes, que no le dejarán pagar una ronda en toda la eternidad.