El 30 de julio de 1908, poco después de las 7 de la mañana, el cielo sobre Siberia se abrió en dos. En la región de Tunguska, un rugido sacudió la taiga como si el mundo se estuviera rompiendo por dentro. Los testigos hablaron de una luz blanca y ardiente que cruzó el horizonte tan brillante que cegaba por unos segundos y luego el golpe. Una explosión tan brutal que tiró a la gente al suelo y rompió ventanas a cientos de kilómetros. En aquel tiempo no había cámaras, ni satélites, ni forma de entender lo que pasaba. Solo había aldeanos, cazadores y comerciantes perdidos en medio del bosque. Uno de ellos, Semion Semenov, vivía a unos 60 km del lugar donde todo ocurrió. Años después contó lo que vio con sus propios ojos. Y es que dijo que el cielo se partió en dos y el fuego apareció alto sobre el bosque, que un calor tan fuerte lo golpeó que sintió como si su camisa ardiera y que el cielo se cerró con un estruendo y un golpe lo lanzó al suelo. En la aldea cercana la gente habló de una bola de fuego que cruzó el cielo y de un resplandor que iluminó la taiga, seguido de un estruendo que recordaba a la artillería. Algunos pensaron que había explotado un depósito militar, otros que había llegado el fin del mundo. Nadie sabía entonces que estaban presenciando el mayor impacto cósmico del que la humanidad tiene registro en la historia moderna.
Durante varias noches, el cielo sobre Europa se volvió inusualmente luminoso, como si el atardecer nunca terminara. Según los cálculos actuales, la explosión liberó una energía equivalente a entre 10 y 15 megatones de TNT, unas 500 veces por lo menos más potente que la bomba de Hiroshima. El lugar donde cayó aquella fuerza era un infierno verde de pantanos, abedules y de coníferas, tan remoto que pasaría años antes de que nadie lograra llegar hasta allí.
Lo que en un principio fue un destello en el cielo se convirtió en un rumor imposible de comprobar. Con el tiempo, el suceso de Tunguska se transformó en uno de los grandes misterios del siglo XX, una explosión capaz de arrasar un bosque entero y volver el cielo brillante a miles de kilómetros sin dejar ni un solo cráter. Y aún hoy persiste la misma pregunta, ¿qué puede destruir más de dos mil kilómetros cuadrados sin dejar ninguna huella visible? En 1908, Rusia seguía siendo un imperio gobernado por el zar Nicolás II, el último de los zares. Era un país enorme, tan vasto que se extendía por once usos horarios desde Europa hasta el Océano Pacífico.
La modernidad avanzaba despacio. En muchas aldeas no había electricidad ni trenes y la gente vivía casi igual que un siglo atrás. En el corazón de esa Rusia inmensa estaba Siberia, una tierra salvaje de bosque infinitos, tundra helada y pantanos. Los invierno alcanzaban los cincuenta grados centígrados bajo cero y duraban medio año. La vida en el Imperio Ruso oscilaba entre dos mundos, el de la supersticiones ancestrales y el de una ciencia que apenas empezaba a abrirse paso. En la aldea, la mayoría creía todavía el presagios, en espíritus y señales del cielo. En las ciudades, un pequeño grupo de astrónomos y físicos soñaba con descifrar los secretos del universo.
La Academia Imperial de Ciencias con sede en San Petersburgo contaba con recursos mínimos y con un puñado de investigadores que intentaban aplicar las teorías modernas de Newton o de la Place a un país que todavía rezaba por buenas cosechas. La Rusia del Zar era al mismo tiempo medieval y moderna, una paradoja flotando entre la fe y la física. Es por eso que allí las noticias viajaban con una lentitud desesperante. No existían los aviones ni las carreteras y el telégrafo solo funcionaba en unas pocas ciudades importantes. Por eso, cuando el cielo explotó sobre el río Podkamenaya Tunguska, el suceso se extendió de boca en boca entre comerciantes, cazadores y pastores, convertido en un rumor imposible de confirmar.
Los Evenki, un pueblo nómada del norte de Asia que vivía de la caza y de sus rebaños de renos, fueron los testigos principales. Eran expertos en moverse por la taiga y creían que la naturaleza estaba llena de espíritus. Para ello, lo que ocurrió aquel día solo podía ser una señal del cielo. Hablaban de una bola de fuego cruzando el horizonte, de un fuego de los dioses o de los espíritus del trueno que castigaban la Tierra. Cada uno contaba algo distinto, pero todos coincidían en lo mismo. El aire se volvió tan caliente como una hoguera y el suelo tembló bajo sus pies. Algunos juraban que los árboles ardieron sin tocar el fuego y otros que el sol mismo había caído sobre el bosque. El fenómeno fue tan grande que incluso las estaciones meteorológicas de Eurasia, desde Rusia hasta Inglaterra, detectaron alteraciones anómalas. Los barómetros registraron ondas de presión que recorrieron el planeta comparables a las provocadas por la erupción del Krakatoa en el 1883. Durante varias noches se observaron cielos extrañamente luminosos, aunque nadie sabía todavía que estaban relacionados con lo ocurrido en Tunguska. En Europa, las noticias despertaron curiosidad y desconcierto. En Londres, el Daily Mail publicó una breve nota sobre una misteriosa luminiscencia sobre Asia, mientras que el Berliner Tagelbat alemán habló de un resplandor polar inusual, visible incluso desde Alemania del Norte.
Algunos astrónomos del Observatorio de Berlín trataron de calcular la trayectoria de un posible cometa, mientras que otros en Cambridge sugirieron que el fenómeno podía tener relación con el cometa Encke, qué había pasado cerca de la órbita terrestre ese mismo mes. A falta de datos, las especulaciones cruzaban Europa más rápido que el telégrafo ruso. Los astrónomos y meteorólogos no encontraban explicación. Algunos pensaron que quizá un cometa había explotado en el aire. Otros creyeron que se trataba de una aurora boreal inusual o de una descarga eléctrica gigante. Lo único claro era que algo enorme había sucedido en Siberia, tan fuera de lo común que la ciencia de principios del siglo XX no tenía aún las herramientas para comprenderlo.
La región de Tunguska era una de las más inaccesibles del planeta. A casi 4.000 km de Moscú, sin carreteras ni trenes, solo podía alcanzarse navegando durante días por ríos lentos y cruzando pantanos interminables. En verano, el de hielo convertía la tierra en barro. En invierno, el frío podía congelar el agua en segundos. Los exploradores hablaban de mosquitos tan numerosos que parecían nubes vivas. A todo eso se sumaba el contexto y es que Rusia acababa de perder la guerra con Japón y todavía sufría las consecuencias de la Revolución de 1905. Con huelgas, protestas y un imperio en crisis, nadie en San Petersburgo, que era la capital del poder y de la ciencia, tenía tiempo ni recursos para investigar una explosión ocurrida en medio de la nada.
Pasaron semanas, luego meses, hasta que aparecieron las primeras noticias escritas. En la ciudad de Irkust, a casi 1.000 km del epicentro, el periódico civil publicó una breve nota sobre una misteriosa explosión que hizo temblar las casas. Para la mayoría de los rusos, aquello no fue más que una rareza lejana, una de esas historias extrañas que solo podían pasar en Siberia. Mientras tanto, los observatorios europeos registraban perturbaciones atmosféricas que nadie sabía cómo interpretar. Parecía como si algo hubiera lanzado polvo y gases a las capas más altas del aire, pero el origen seguía siendo un misterio. Con el tiempo, los científicos calcularon que la energía liberada había sido una de las mayores explosiones registradas en la historia moderna. Lo más desconcertante era que no quedaba ningún rastro visible del supuesto meteorito, solo un bosque arrasado y un silencio imposible de explicar.
Durante años las teorías se multiplicaron. Algunos creían que había caído un meteorito, otros que se trataba de una erupción volcánica o incluso de algún experimento fallido. Pero en 1908 nadie había podido llegar al lugar. Entre el clima extremo, la distancia y el desinterés del gobierno, el misterio de Tunguska seguiría sin respuesta durante casi veinte años. Durante todo ese tiempo, el lugar donde había ocurrido la misteriosa explosión siguió siendo un punto perdido en el mapa. Nadie había organizado una expedición oficial y los pocos científicos que intentaron investigarlo apenas consiguieron una información. Para cuando el nuevo gobierno soviético empezó a estabilizarse, aquel suceso era ya una historia medio olvidada contada por campesino y por cazadores siberianos. Pero entonces apareció alguien decidido a resolver el misterio. Se llamaba Leonid Alekseyevich Kulik, un ex soldado del ejército zarista que había estudiado física y Mineralogía antes de la guerra. Había combatido en la guerra ruso japonesa, donde fue hecho prisionero y pasó meses en un campo de detención. Aquella experiencia marcó su carácter. Era disciplinado hasta la obsesión y tenía una paciencia casi inhumana. De regreso a Rusia sobrevivió años de pobreza dando clases y trabajando en pequeños museos, antes de entrar en la colección de meteoritos de la Academia de Ciencias de la URSS en Leningrado. Allí encontró su propósito. Demostrar que los meteoritos no eran simples curiosidades del cielo, sino piezas clave para entender la historia del planeta.
Sus colegas lo describían como un hombre meticuloso, de mirada intensa y voz pausada, capaz de pasar horas calculando trayectorias o clasificando fragmentos de piedra. Algunos lo consideraban un visionario y otros un excéntrico. Kulik no se veía así mismo como un héroe, pero tenía claro su objetivo, hallar el mayor meteorito jamás caído sobre la tierra. Kulik llevaba años recopilando informes de meteoritos y estaba fascinado por la idea de encontrar un cráter del tamaño de una ciudad. Si demostraba que tu angustia había sido causado por un impacto real, no solo resolvería el misterio, sino que también aportaría información clave sobre los cuerpos celestes que cruzan la órbita de la Tierra. En 1921 intentó investigar la zona, pero el mal tiempo y la falta de apoyo económico lo obligaron a regresar. No sería hasta 1927, cuando finalmente conseguiría permiso y recursos para adentrarse en el corazón de Siberia, iniciando así una de las expediciones científicas más duras del siglo XX. El viaje fue una auténtica odisea. La taiga era un infierno verde de ríos, de pantanos y de mosquitos que devoraban la piel. Las tormentas estallaban sin aviso, los trineos se hundían en el barro y la brújulas perdían precisión entre los depósitos de minerales del suelo. El equipo sufría fiebre, congelaciones y hambre. Avanzaban con trineos y canoas cargando provisiones que se pudrían antes de llegar. Los Evenki, que eran este pueblo nómada que conocía la región obviamente mejor que nadie, aceptaron acompañarlo como guías, aunque le advirtieron de que el lugar estaba maldito. Decían que los animales evitaban el corazón del bosque y que después de las tormentas se oían ruido extraños como truenos que salían del suelo. Kulik, sin embargo, no creía en maldiciones.
En su diario escribió que estaba pisando la tierra donde el cielo cayó. Para él, aquel terreno no era un sitio prohibido, sino una puerta abierta al conocimiento. Mientras él se abría paso por la espesura siberiana, el mundo vivía a otras revolución. En Europa, Einstein publicaba sus teorías sobre el espacio y el tiempo. En América, Charles Lindberg cruzaba el Atlántico en avión. La humanidad soñaba con conquistar el cielo y Kulik solo entre pantanos y abedules, trataba de comprender como ese mismo cielo podía destruir una parte del mundo en segundos. Tras semanas de marcha llegó por fin al corazón del misterio y se quedó sin palabras. Ante él se extendía un bosque arrasado hasta donde alcanzaba la vista. En su diario, que aún se conservan los archivos de la Academia de Ciencias de Rusia, escribió, Los árboles yacen en el suelo, todos orientados en la misma dirección, como si un huracán lo hubiera barrido desde el punto central. En el medio, algunos permanecen en pie, desnudos, carbonizados, sin ramas. Parecen postes ennegrecidos. El área destruida era inmensa, comparable al tamaño de una gran ciudad moderna. Los troncos caídos formaban un dibujo perfecto que apuntaba a un punto central, lo que indicaba que la explosión había ocurrido en el aire. Pero cuando Kulik llegó al epicentro, descubrió algo inesperado. No había cráter, no había ningún agujero, ninguna roca, ni restos metálicos visibles, solo un suelo pantanoso cubierto de ceniza y de árboles carbonizados. Aquel vacío lo desconcertó, cavó en varios puntos, midió la orientación de los troncos y tomó muestras de tierra para analizarlas en Leningrado. Buscaba fragmentos de hierro o níquel, que eran los minerales típicos de los meteoritos, pero no encontró nada que explicara una explosión tan brutal. El silencio del lugar hacía todo aún más extraño, porque los testigos decían que no se oían pájaros, que el aire olía a resina quemada y que el terreno parecía aplastado por una fuerza invisible.
Desde una colina cercana, Kulik observó que los árboles caídos dibujaban un círculo casi perfecto de decenas de kilómetros. La huella de un desastre tan enorme que un siglo después sigue siendo visible desde el aire. Un año después, en 1928, regresó con un equipo más grande y mejor preparado. Llevaba instrumentos de topografía, cámaras y brújulas. Para observar el terreno desde arriba, construyeron torres de madera y tomaron las primeras fotografías panorámicas de la zona. Las imágenes confirmaban el patrón radial de destrucción que él había descrito, el punto cero de una explosión colosal ocurrirá en pleno aire. A pesar de todo, el misterio persistía. Kulik que estaba convencido de que el núcleo del meteorito debía de estar bajo el suelo pantanoso, quizá atrapado en el permafrost, que es la capa de tierra helada que nunca se descongela en Siberia. Así que quiso excavar con maquinaria pesada, pero la logística era imposible. No había carreteras y el terreno devoraba cualquier vehículo. Todo debía transportarse en trineos tirados por caballos o por renos. Durante los años 30, Kulik volvió varias veces a Tunguska. cada expedición era más difícil que el anterior. El clima, los mosquitos y la falta de recursos debilitaban al equipo. Probó nuevos métodos desde detectores magnéticos hasta imanes gigantes con la esperanza de hallar fragmentos metálicos ocultos bajo la tierra, pero nunca encontró pruebas concluyentes. En 1939, poco antes del inicio de la guerra, planeaba regresar con maquinaria pesada, pero el proyecto fue cancelado con el estallido de este conflicto mundial. Aún sin resolver el misterio, su trabajo fue crucial. Gracias a su informe y mediciones, los científicos comprendieron por primera vez que la Tierra podía ser golpeada por objeto del espacio mucho más grande y peligroso de lo que se creía. Décadas más tarde, la ciencia confirmaría lo que Kulik ya sospechaba. Kulik regresó al Leningrado, la actual San Petersburgo, con una convicción. Lo que había arrasado la taiga de Tunguska no había impactado en el suelo, sino que había explotado en el aire. Su hipótesis era que un meteorito, al entrar a toda velocidad en la atmósfera terrestre, se calentó tanto por la fricción que terminó desintegrándose antes de tocar la Tierra. En ese instante liberó una energía gigantesca suficiente para arrasar el bosque sin dejar cráter alguno. Era una idea arriesgada, pero era lógica. Kulik calculó que un cuerpo de roca o de metal que viaja a más de 25000 km/h, unas veinte veces más rápido que una bala, alcanza temperatura de miles de grados. Cuando la presión lo supera, estalla en pleno aire, produciendo una onda expansiva similar a la de una explosión nuclear. En los años 20, muchos científicos consideraban aquella explicación una locura. Nadie había visto un fenómeno semejante, ni existían registros modernos que lo confirmaran, pero Kulik estaba convencido. Era la única forma de explicar lo que había visto en Siberia.
El gran problema era la falta de pruebas físicas. Si había sido un meteorito, ¿porque no quedaban fragmentos? Sus expediciones no hallaron restos de roca ni metal y los análisis del suelo no mostraron trazas claras de hierro o de níquel, que eran los minerales típicos de los meteoritos. La devastación era evidente, pero el origen seguía siendo un misterio. A lo largo de las décadas siguientes, la ciencia intentó llenar esos vacíos. Algunos investigadores de la Academia de Ciencias Soviética propusieron explicaciones naturales. Una explosión subterránea de gas, una erupción oculta bajo el hielo o la liberación repentina de metano atrapado en el permafrost. Sin embargo, las excavaciones demostraron que el terreno permanecía intacto sin grietas ni señales de calor bajo la superficie. En los años 30 surgió una teoría más elegante, la del cometa de hielo. Varios astrónomos europeos, entre ellos el británico Fred Whipple, plantearon que el objeto que cayó sobre Siberia no era una roca, sino una bola de nieve sucia, por así decirlo, compuesta por hielo, polvo y pequeñas piedras. Al entrar en la atmósfera, el calor lo habría evaporado por completo, provocando una explosión sin dejar fragmentos sólidos.
Durante años esta idea dominó el debate, ya que explicaba la ausencia de restos visibles y el patrón circular del bosque, pero tampoco encajaba del todo. Si realmente se trataba de un cometa, deberían haberse hallado rastros de agua o de carbono en el suelo y no los hubo. Los análisis químicos realizados en los años 50 por el Instituto de Geofísica de Moscú, confirmaron que el terreno estaba seco y que el calor había sido extremo, lo que coincidía más con la explosión de un cuerpo rocoso o metálico, es decir, un asteroide, que con un cometa de hielo. Al mismo tiempo, otros científicos soviéticos exploraron teorías todavía más audaces. Algunos hablaban de una descarga de energía cósmica, una corriente de radiación procedente del espacio que habría detonado espontáneamente al entrar en contacto con la atmósfera. Otros mencionaban una nube de polvo interestelar comprimida por el campo magnético de la Tierra. Ninguna de estas ideas sobrevivió al escrutinio empírico, pero mostraba hasta qué punto Tunguska se había convertido en un laboratorio de imaginación científica. A finales de esa misma década, un grupo de científicos soviéticos liderado por Kiril Florenski y Basili Fast volvió a estudiar Tunguska con tecnología más avanzada. Tomaron muestras a distintas profundidades y hallaron diminutas esferas de hierro y silicio tan pequeñas que solo podían verse al microscopio. Eran gotas de metal fundido que se habían enfriado en el aire, una huella química de un objeto espacial desintegrado en la atmósfera.
Los análisis realizados por Evgeny krinov confirmaron la presencia de níquel y cobalto, que eran elementos típicos de los meteoritos. Aunque las cantidades eran mínimas, el hallazgo fue crucial. Demostraba que algo había llegado desde el cielo y se había vaporizado por completo, dejando un rastro microscópico. Durante la Guerra Fría, el caso Tunguska revivió con un matiz político. En plena carrera nuclear, cualquier explosión misteriosa despertaba sospecha. Los archivos soviéticos revelaban que algunos informes de campo fueron clasificados por la KGB, mientras científicos, militares y ufólogos competían por explicar el fenómeno. Se publicaron hipótesis de todo tipo. En ese clima de paranoia, Tunguska dejó de ser sólo un misterio natural y se convirtió en un símbolo de poder científico. Si la URSS lograba resolverlo, demostraría su superioridad tecnológica frente a Occidente. En los años 70 el interés internacional volvió a crecer.
La NASA y la Agencia Espacial Europea comenzaron a estudiar Tunguska como un modelo de impacto aéreo para calcular riesgos futuros. Los datos de las expediciones soviéticas fueron analizados en simulaciones y conferencias y el evento se convirtió en referencia obligada para los estudios sobre defensa planetaria. Incluso figuras como Carl Sagan y Arthur C. Clark mencionaron el caso en su escrito sobre extinciones cósmicas. Clark lo llamó la advertencia más clara que el universo ha enviado al hombre moderno. Sagan, por su parte, lo utilizó como ejemplo de la fragilidad de la civilización frente a los caprichos del cosmos. Con el paso del tiempo, la hipótesis de Kulik se impuso como la más coherente. Un cuerpo celeste, que probablemente era un asteroide, explotó en el aire generando una energía tan descomunal que arrasó más de 2000 kilómetros cuadrados. Era, como ya os he dicho, la mayor explosión no nuclear registrada por la humanidad. Kulik nunca llegó a ver su teoría confirmada. En 1942, durante la Segunda Guerra Mundial, fue capturado por el ejército alemán y murió en un campo de prisioneros. Pero su trabajo fue tan meticuloso que los científicos posteriores pudieron reconstruir el misterio a partir de sus notas, mapas y mediciones. Décadas después, gracias a los satélites y la simulaciones por ordenador, la ciencia terminaría confirmando lo que él ya había intuido en la soledad de la taiga.
El monstruo de Tunguska vino del cielo y estalló antes de tocar la Tierra. Más de un siglo después, la ciencia ha conseguido reconstruir buena parte del misterio de Tunguska. No todo, ya que aún quedan piezas sueltas, pero sí lo suficiente para entender que ocurrió aquella mañana de junio de 1908. Durante décadas, los investigadores solo contaron con los testimonios, las fotografías antiguas y las notas de Leonid Kulik. Pero el siglo XXI cambió las reglas del juego. Gracias a los satélites, a las simulaciones por ordenadores y los análisis químicos modernos, fue posible revisar el caso desde cero y comprender como una explosión tan enorme pudo no dejar un cráter. Los estudios más sólidos realizados por el Instituto de Física de la Academia de Ciencias de Rusia junto a equipos internacionales apuntan a aquel fenómeno fue causado por un bólido, por un cuerpo celeste de entre 50 y 60 metros de diámetro, formado por roca o por una mezcla de hielo y polvo cósmico. Al entrar en la atmósfera a más de 27000 km/h, se calentó tanto que se desintegró entre 5 y 10 kilómetros sobre el suelo. La explosión liberó una energía colosal. Este tipo de fenómeno llamado explosión aérea no llega a tocar la Tierra, pero su onda expansiva puede ser devastadora. En Tunguska, esa presión arrancó millones de árboles y generó una onda atmosférica que dio literalmente la vuelta al planeta, registrada incluso por barómetros europeos.
El motivo de que no quedara un cráter está ahí, en que el objeto nunca impactó contra el suelo. Estalló en el aire vaporizándose por completo. La onda descendió con una fuerza tremenda barriendo el bosque desde arriba. Los modelos modernos confirman que el patrón descrito por Kulik, árboles carbonizados en el centro y tumbados hacia afuera en los bordes, encaja perfectamente por esta detonación aérea vertical. Con el tiempo, los análisis añadieron pruebas nuevas como los restos de níquel y hierro que se encontraron, que junto con los modelos de simulación terminaron de confirmar que el monstruo de Tunguska sí que vino del cielo, pero explotó antes de llegar a tocar la Tierra. En 2007, un equipo de científicos italianos añadió una nueva pieza al rompecabezas. Propusieron que el lago Cheko situado a uno 8 km del epicentro podría ser el cráter secundario dejado por un fragmento del objeto original. Sus análisis sísmicos detectaron una forma cónica en el fondo y sedimento anómalo que eran distintos a los del entorno. Sin embargo, los geólogos rusos no llegaron a la misma conclusión. Otros estudios sugieren que el lago podría ser mucho más antiguo. Las investigaciones más recientes han permitido incluso reconstruir la trayectoria.
A partir de los datos de vegetación, la orientación de los árboles y los registros sísmicos de 1908, los científicos calcularon que el objeto entró con un ángulo de unos 30 grados, probablemente desde el sureste. 23:34
Aún así su naturaleza exacta sigue siendo objeto de debate porque algunos piensan que era un objeto rocoso un asteroide otros que era un fragmento de cometa de hielo y polvo como los que provocan las lluvias de meteoritos esta última hipótesis explicaría uno de los fenómenos más llamativos que fue ese brillo inusual del cielo sobre Europa durante varias noches el firmamento se volvió tan luminoso que muchas personas aseguraron poder leer sin lámparas hoy se sabe que aquel resplandor fue causado por las partículas suspendidas en la atmósfera polvo y vapor de agua que al reflejar la luz solar incluso después del atardecer dieron al cielo un aspecto fantasma el impacto también transformó la vida en la taiga los estudios de los anillos de los árboles demuestran que en los años posteriores el bosque creció con más fuerza al caer los árboles viejos entró más luz y la vegetación se generó con rapidez en cierto modo la explosión actuó como un reinicio natural del ecosistema una destrucción que dio paso a la vida aun con toda la tecnología moderna todavía quedan enigmas nos han hallado fragmentos grandes del objeto y algunos modelos no logran reproducir con exactitud el patrón de caída de los árboles esto sugiere que pudo haber más de una explosión o que el estallido fue más complejo de lo que se creía tampoco existe un consenso sobre su composición final no se sabe si era un asteroide o un cometa porque ambas teorías encajan pero ninguna explica el fenómeno por completo y sin embargo el estudio de Tunguska ha dejado una herencia inmensa los métodos de análisis desarrollados para entenderlo ayudaron a definir protocolos de detección de cráteres ocultos y a crear modelos para identificar explosiones atmosféricas en otros lugares del mundo más de un siglo después el lugar donde ocurrió la explosión parece haber vuelto a la normalidad el bosque creció de nuevo cubriendo el suelo que un día ardió con fuerza hoy los renos los alces y los osos caminan entre los árboles jóvenes como si nada hubiera pasado si alguien llegara allí sin conocer la historia nunca imaginaría que aquel 30 de junio de 1908 la tierra tembló con una potencia capaz de arrasar toda una región durante mucho tiempo la humanidad miró al cielo como algo lejano y tranquilo Tunguska rompió esa ilusión nos recordó que la tierra no está sola sino que está rodeada de miles de cuerpos y viajan por el espacio y que de vez en cuando se cruzan en nuestro camino no hace falta un asteroide gigante para provocar una catástrofe basta con una roca del tamaño de un edificio moviéndose a una velocidad supersónica para liberar una energía capaz de borrar un bosque entero a partir de entonces los científicos comenzaron a estudiar los impactos cósmicos no como curiosidades del pasado sino como fuerzas que han moldeado la historia del planeta de esa búsqueda surgió una nueva rama de la ciencia la que investiga como los meteoritos han cambiado la geología y la vida en la Tierra gracias a ella se descubrieron lugares como el cráter de chisulu en México el mismo impacto que hace 66 millones de años acabó con los dinosaurios y transformó para siempre la evolución del planeta Tunguska también cambió la forma en que miramos al cielo hacia 1980 muchos creían que esos fenómeno solo habían ocurrido en tiempos remotos pero desde entonces la pregunta quedó abierta qué pasaría si algo así cayera sobre una ciudad moderna esa posibilidad dejó de ser una idea abstracta para convertirse en un recordatorio real de nuestra fragilidad hoy el área de Tunguska es una reserva natural protegida el Parque Estatal del evento de Don busca fundado en 1996 los pocos visitantes que consiguen llegar hasta ahí después de horas de viaje por camino de tierra y ríos de aguas oscuras pueden caminar entre los árboles jóvenes que crecen sobre los restos del bosque original bajo sus raíces todavía yacen los troncos carbonizados de aquel día en el que el cielo se abrió en dos el aldea cercana de manavara un pequeño museo recuerda la historia dentro se conservan fotografías originales de cooling fragmentos de madera quemada y maquetas que reproducen la devastación cada año investigadores y viajeros dejan mensajes en el libro de visitas que allí se encuentra allí donde una vez cayó el fuego del cielo ahora solo se escucha el viento entre los pinos el tiempo borró la cicatrices visibles pero no la lección y es que Tunguska sigue siendo un espejo de nuestra vulnerabilidad un recordatorio de que incluso los lugares más remotos guardan la huella de algo que vino del espacio y que cambió la tierra para siempre hoy sabemos que aquel evento no fue un hecho aislado sino que es una advertencia sobre el cielo allí arriba más allá de la atmósfera miles de asteroides y de fragmentos de cometas cruzan la órbita de la Tierra en silencio la mayoría pasan de largo pero algunos rozan nuestro camino por azar en el año 2013 ese azar volvió a recordarnos su poder un meteorito de apenas 20 m explotó sobre Celia vins en Rusia su onda expansiva rompió miles de ventanas y dejó más de un millar de heridos fue una versión pequeña de Tunguska pero bastó para demostrar que el peligro sigue ahí escondido en la inmensidad del espacio desde entonces la humanidad vigilar firmamento con muchísima atención misiones como dar que logró desviar la órbita de un pequeño asteroide han marcado un antes y un después y es que por primera vez intentamos proteger el planeta del mismo cielo que lo amenaza un gesto diminuto pero cargado de significado aun así los astrónomos lo repiten con calma y con resignación no podemos verlos a todos hay más de 33.000 asteroides catalogados como cercanos a la Tierra y se descubren cientos nuevos cada mes la Oficina de Defensa planetaria de la NASA y su equivalente Europea la ESA planetari defens office rastrean cada noche el cielo en busca de posibles amenazas pero incluso con toda esa tecnología algunos objetos pasan inadvertidos en julio de 2019 el asteroide 2019 okay del tamaño de un edificio cruzó frente a nosotros a sólo 70.000 km de distancia que es menos de una quinta parte de la separación entre la Tierra y la Luna nadie lo vio venir hasta veinticuatro horas antes una diferencia mínima en términos cósmicos entre la observación y la catástrofe Tunguska fue un rugido del universo una llamada que cruzó el tiempo para recordarnos que el cielo no siempre es un refugio sino también una fuerza y aunque ahora tengamos telescopios radares y supercomputadoras vigilando el espacio seguimos dependiendo en parte de la suerte esa misma suerte que salvó a muchísima gente en el mil novecientos ocho a veces en los observatorios del desierto de Atacama o en las cúpulas nevadas de Hawai un astrónomo solitario mira la pantalla donde parpadean puntos de luz sabe que alguno de ellos podría ser el próximo visitante afuera el fiero parece tranquilo e inmóvil como aquella mañana sobre Siberia y mientras el mundo duerme el universo sigue su curso indiferente y allá arriba el silencio continúa escribiendo su historia porque aunque entendamos casi todo lo que ocurrió nadie puede asegurar que algo así no vuelva a pasar