Patio De Chacales: El Susurro Del Horror En Tiempos De Silencio
Patio De Chacales: El Susurro Del Horror En Tiempos De Silencio
Por: Constanza Alarcón Jamett
“Lo más inquietante es lo que no se dice y lo que no se ve.”
— Frase promocional de la película
Durante los años más oscuros de la dictadura chilena, Raúl, un modesto maquetista, permanece replegado en la rutina silenciosa de su hogar. Su universo cotidiano gira en torno al cuidado de su madre postrada, el mantenimiento de un canario y la meticulosa construcción de maquetas arquitectónicas. Esa existencia, en apariencia tranquila y ordinaria, se ve abruptamente alterada con la llegada de nuevos vecinos. A partir de entonces, inquietantes sonidos comienzan a filtrarse desde la casa contigua. Lo que antes era un refugio se transforma lentamente en un territorio invadido por el horror y la paranoia. Armado con un micrófono rudimentario conectado a una grabadora de casete, Raúl empieza a registrar lo que nadie más se atreve a denunciar.
Patio de Chacales, primer largometraje de ficción de Diego Figueroa, es una obra formalmente impecable y emocionalmente devastadora. Aunque se inscribe dentro de la tradición del cine político chileno, ofrece una mirada renovada: en lugar de consignas o discursos explícitos, apuesta por una exploración que transita lo sensorial, lo psicológico y lo simbólico. El terror no irrumpe de forma directa; se infiltra lentamente, se arrastra con sigilo, y se cuela por las rendijas de lo cotidiano.
Desde lo visual, la película construye una belleza opresiva. La fotografía se basa en encuadres fijos y composiciones precisas, donde cada plano sugiere una amenaza latente. La luz tenue, la paleta apagada y los juegos de sombras refuerzan una atmósfera claustrofóbica. El uso simbólico de los espejos —que duplican y distorsionan— anticipa la fragmentación de la identidad del protagonista. La dirección de arte, liderada por Karla Molina, destaca por una reconstrucción meticulosa del Santiago de 1975. Todo está cuidadosamente elegido para situar al espectador en la época. Cada objeto y locación aporta a una ambientación realista y evocadora, que respira la época y la vuelve tangible.
Sin embargo, el mayor logro de la película reside en su diseño sonoro. Aquí, el horror no se ve: se escucha. Gritos que atraviesan las paredes, golpes, súplicas apagadas e incluso música que intenta cubrir lo inaceptable, componen una atmósfera cargada de tensión y dolor. Cada sonido nos sitúa junto a Raúl, en su encierro y desconcierto. La violencia —sexual, física, psicológica— no se muestra de forma directa, pero se insinúa con tal intensidad que resulta difícil de soportar.
El micrófono que Raúl emplea inicialmente para grabar sonidos de aves y calmar a su madre se transforma, poco a poco, en un instrumento de memoria. Lo que comienza como un gesto íntimo adquiere un valor político: lo que registra no es solo una prueba del horror, sino también una forma silenciosa de resistencia. La película plantea, desde ahí, una reflexión ética que le da sentido y profundidad a todo su relato.
El guion sobre el que se construye la película está cuidadosamente elaborado, con una narrativa sutil y bien desarrollada. Su estructura evita lo explícito y apuesta por una progresión pausada, donde cada elemento suma tensión desde lo no dicho. Lejos de ofrecer certezas, propone una experiencia abierta a la interpretación, que involucra activamente al espectador y prolonga su efecto más allá del cierre.
Las actuaciones sostienen el tono austero y sofocante del relato. Néstor Cantillana, como Raúl, ofrece una interpretación contenida y matizada, marcada por una expresión corporal retraída y silencios cargados de tensión. La ambigüedad del personaje —entre la culpa, el miedo y la memoria— se sostiene gracias a una actuación que sugiere más de lo que muestra. Blanca Lewin, en un rol secundario, aporta un necesario contrapunto emocional. Su personaje se convierte en una aliada para Raúl en su silenciosa búsqueda por registrar y denunciar lo que ocurre al otro lado del muro, y con ello, introduce una dimensión de afecto, complicidad y resistencia compartida.
Hacia el desenlace, la película revela su verdadera estructura: lo que parecía un relato lineal comienza a resquebrajarse. Las maquetas que construye Raúl dejan de ser simples réplicas y se transforman en metáforas de una mente que intenta ordenar un trauma inabarcable. A medida que se difuminan los límites entre realidad y memoria, la narración se vuelve fragmentaria y ambigua. Las influencias del cine de David Lynch se hacen evidentes: como en Mulholland Drive o Lost Highway, lo que el espectador creía conocer se desmorona. La figura de Raúl se desdobla: ¿fue una víctima que documenta o un victimario que busca redención? Sin entregar respuestas, la película propone una experiencia sensorial, ética y emocional que obliga a interpretar.
Patio de Chacales es una película difícil de olvidar. Cada elemento, desde lo visual hasta el sonido, está concebido para incomodar y dejar una huella persistente. No busca ofrecer respuestas, sino abrir preguntas y dejar espacios que el espectador debe completar. Más allá de su solidez técnica, conmueve por la forma en que representa el trauma sin mostrarlo directamente, haciendo que el horror se manifieste en los detalles, los silencios y lo que permanece oculto. En lugar de repetir lo ya contado sobre la dictadura, ofrece una mirada más íntima, ambigua y profundamente perturbadora.
Diego Figueroa entrega una obra valiente, que no recurre a fórmulas y que demuestra que el cine chileno aún tiene mucho por explorar, especialmente cuando se atreve a correr riesgos. Patio de Chacales no pretende cerrar heridas ni explicar el pasado, pero consigue algo igual de importante: recordarnos que, a veces, lo que más duele no es lo que se muestra, sino lo que se escucha… y lo que se sigue escuchando, aunque pasen los años.