La Contadora de Películas: teatro a la luz de las estrellas
La Contadora de Películas: teatro a la luz de las estrellas
Por Fernando Ocampo Vera
Bajo una noche con cielo despejado y ante una pequeña sala repleta de asistentes, se llevó a cabo una nueva función de la pieza teatral La Contadora de Películas, basada en la obra homónima escrita por Hernán Rivera Letelier, publicada por primera vez en 2009 y traducida a múltiples idiomas. La adaptación, liderada por la compañía local Alma Reina Teatro, tuvo lugar el pasado viernes 16 de mayo en el Centro Cultural Estación Fotógrafo de Cerros, espacio fundado por el fotógrafo local Glenn Arcos y que busca consolidarse como una alternativa en la programación de la escena cultural antofagastina.
Centrado en el corazón desértico del norte, La Contadora de Películas irrumpe como un verdadero ejercicio de memoria pampina. Bajo la dirección y actuación de Pamela Meneses, la producción transcurre bajo dos premisas esenciales: un respeto por la prosa original de Rivera Letelier, sin renunciar al audaz desafío de ser traducida al escenario. El resultado es un dispositivo teatral realista, pero atravesado por destellos de ilusionismo que invitan al espectador a aquel doble juego de la denegación: abrazamos la fábula, reconociendo en ella parte de nuestras raíces y el acervo identitario que caracteriza nuestro territorio.
La versión concentra la trama en la infancia de su protagonista, María Margarita, esa niña de la oficina salitrera que cuenta películas a cambio de unas monedas. Meneses, con marcada sencillez y sobriedad, aborda la historia principalmente desde la visión de aquella joven, pero apoyándose en la riqueza expresiva que aportan los personajes de la familia: Medardo, patriarca enfermo que delega en María Margarita la misión de transmitir al mundo la magia del cine; y la alternancia expuesta en sus hermanos Mirto, Mariano, Manuel y Marcelino. Con todo, lo que prevalece es la voz interior de la protagonista, quien con sus múltiples quiebres es capaz de sostener un relato que se hace breve en sus casi sesenta minutos de duración.
Uno de sus mayores aciertos, quizás, es la implantación de una suerte de “teatro dentro del teatro”: cada vez que María Margarita recrea una película, la puesta quiebra la convención realista del momento, ingresando en una zona de fantasía alimentada por una luz cenital que entrega fuerza y ductilidad al montaje. Adicional a ello, una variedad de luces de apoyo dinamiza la alternancia de registros escénicos, enfatizando una representación cotidiana y realista de sucesos verosímiles, pero sostenidos en un relato que enfatiza el rito comunitario de reunirse en torno a una narradora que transita con soltura entre momentos de fantasía y realidad.
De igual forma, cabe destacar positivamente el despliegue físico y vocal de Pamela Meneses, cuya proyección oral da holgura en un montaje que transita libremente entre la alegría inicial de quien se siente llamada a cumplir una misión en su pueblo, con la desolación posterior de una vivencia trágica y abusiva a manos de un prestamista. Luz y oscuridad, habitantes de un desierto que parecía extinguido, pero por un momento devuelto al presente, para ilustrar a una serie de personajes olvidados en la memoria del Norte Grande.
En cuanto a la dirección de arte, destaca un enfoque minimalista que permite acompañar de forma acertada el desarrollo del montaje. El diseño de vestuario de la protagonista es sencillo, reforzado con el uso de mantas de tipo aguayo, características de zonas andinas. El desgaste de las prendas acompaña el quiebre económico de la oficina salitrera representada, como una metáfora visual de un país que pasó desde los años dorados del salitre hacia la modernidad. Respecto a los recursos sonoros, se cumple una misión emotiva: evocar una memoria colectiva dormida por décadas, al alero de melodías mexicanas, españolas y chilenas; aquellas que permiten dar forma a los múltiples quiebres dramáticos que Meneses encarna en escena. Finalmente, y en lo relativo a la escenografía utilizada, la dinámica actoral gira de modo primordial en torno a un sillón, objeto desde el cual la protagonista puede recrear fielmente a todos los miembros de su familia. La sencilla configuración de los elementos en escena -como las paredes de calaminas (propias de las viviendas pampinas), o un baúl desde el cual la actriz extrae diversos artículos que dan forma a los momentos más significativos de la obra-, posibilita que la intención narrativa y el despliegue de Meneses brillen sin impedimentos ni distracciones.
De este modo, los componentes analizados dialogan con precisión de partitura. Momentos de conmoción como el relato de María Margarita sobre el abuso sufrido, o la solemnidad culmine en torno a la nostalgia que evoca la mujer al expresar el devenir de su familia, anuncian un cierre acaso trágico: ese final en que María Margarita mira hacia las butacas y advierte que su público somos nosotros: habitantes de otro tiempo que aún necesitamos que nos cuenten películas. Así, la ecuación planteada cumple a cabalidad su propósito: el montaje entretiene, conmueve e insta al pensamiento crítico sobre la fragilidad de la memoria, invitando a una sentida reflexión colectiva sobre nuestras raíces y nuestros vínculos.
La Contadora de Películas se instala como un magistral ejercicio de síntesis: demuestra que la gran literatura puede devenir en teatro, sin perder densidad simbólica cuando se emplean estratégicamente los lenguajes propios de la escena. Meneses sostiene el viaje con carisma y oficio, con una dirección que equilibra emotividad y distancia crítica y un diseño escénico que revalida la potencia narrativa de los grandes tópicos del norte chileno.
En tiempos de plataformas infinitas y pantallas omnipresentes, esta obra recuerda aquel clásico axioma del espectador: al mirar teatro es posible vernos a nosotros mismos. Seguiremos necesitando -como en la pampa-, reunirnos en torno a la voz de quien narra para comprender quiénes somos y qué historias decidimos proyectar sobre el telón valiente de nuestra comunidad.