2020 llegó con la novedad de una pandemia. Un virus nuevo estaba enfermando y matando a la gente, sobre todo los más grandes y vulnerables. En ese grupo caían mis padres y mi abuelo. También parecía que mi marido, no por la edad, sino por sus problemas respiratorios y seguramente alguna otra afectación como resultado del sobrepeso. Así que llegado el momento, decidimos confinarnos al 100 %. No salíamos ni a la esquina.
Hasta un día antes de iniciar nuestro confinamiento, yo salía de mi casa a las 5:15 am y regresaba no antes de las 8:00 pm. Tres noches pasaba a cenar con mis padres y a atender a mi papá quien ya necesitaba cuidados especiales. También pasaba algunas horas los sábados por la mañana y los domingos por la tarde. Los domingos aprovechaba para saludar a mi abuelo y pasar un rato con él.
Con el confinamiento cambió todo. Todos los días desayunaba, comía y cenaba con mis padres y mi hermano, por lo que también podía atender a mi papá. A las dos semanas, mi abuelo ya no pudo caminar más. Así, entre mi madre, mis hermanos y yo, nos repartimos responsabilidades. Cada uno asumió roles y se comprometió con sus actividades. De manera natural cada quien hacía lo que mejor sabía y podía hacer. Yo me enfoqué en asear y cuidar a mi padre y a mi abuelo, no lo hacía sola pero yo me sentía la responsable de esa tarea.
Para mí, el confinamiento se convirtió en una gran oportunidad de pasar el tiempo con estos dos hombres que tanto amaba. Cuidarlos y atenderlos me llenó de satisfacción y pude darles todo el amor del mundo.
Desafortunadamente, los seres humanos no somos eternos. Poco a poco, mi padre, mi abuelo y mi esposo, este último sin decirlo ni demostrarlo, se fueron deteriorando en salud y bienestar. Poco a poco fueron perdiendo diferentes capacidades hasta que llegó el momento de su partida.
Primero fue mi padre, el sábado 12 de diciembre de 2020. La semana no había sido fácil. En esa semana le costó más trabajo deglutir, mantenerse parado, caminar sin tanto apoyo, ya casi no hablaba. Conmigo mantuvo hasta el último momento una comunicación de cómplices, lograba yo entender qué era lo quería y buscaba se sintiera bien.
Su último día fue más difícil. Para la cena no pudo levantarse, pero no quise que cenáramos solos en su cuarto. Así que lo cargué y lo llevé hasta la mesa del comedor. Ahí cenamos junto a mi madre, yo siempre tratando de mantenerlo dentro de la conversación. Deglutir para él fue mucho más difícil. Cenó poco. Lo llevé a su cama, lo acomodé, lo tape y me despedí como todas las noches. No me fui hasta que logré que me dijera buenas noches. Era lo poco que todavía me decía.
Al otro día, llegué a casa de mis padres. No muy temprano porque era sábado. Inicié con la rutina de poner las cosas para el desayuno y me fui a despertarlo. Tan pronto abrí la puerta sentí su ausencia. Sin embargo, su rostro se veía tranquilo. Su cuerpo se veía relajado. Con toda la serenidad del mundo, a pesar de estar segura de que ya no estaba, le tomé la mano, intenté tomarle el pulso, abrí su párpado izquierdo, trate de sentir su respiración. Verificado todo, lo acomodé bien. Me acosté a su lardo. Lo abracé y le agradecí por todo. Mi padre se había ido.
La segunda despedida fue abrupta. Mi esposo llevaba tiempo enfermo pero me lo ocultó. El 1 de enero de 2021 llegó a casa tras haber pasado el día en casa de su mamá. Me pareció raro que no entrara. Se había quedado en el auto. Salí a ver qué pasaba y me dijo que tenía un ataque de asma. Justo estaba aplicándose una dosis de su inhalador. Entramos juntos a casa y yo me encargué de calentar la cena y servirla. Cenamos juntos y platicamos de algunos planes. Incluso, por primera vez, jugamos ajedrez. Le pedí que me enseñara.
Terminada la cena y sobremesa, me dijo que me subiera, que ya me alcanzaba. Yo subí y me preparé para dormir. Después de un rato que no subía, salí a ver qué pasaba. Se había quedado sentado a media escalera. No tenía ni aliento ni fuerzas para poder subir el resto. Poco a poco y con mi apoyo, logró terminar de subir, ir al baño y acostarse.
Al otro día, aceptó que habláramos al médico. Él describió todo lo que sentía y el médico mandó medicinas para un problema gastrointestinal. Ese día fui por una andadera con silla para que pudiera ir al baño y por el pato para que no tuviera que pararse de la cama. Por la noche su oxigenación empezó a bajar. Él insistía que eso era normal en él durante las crisis de asma. Por si las dudas fui por un tanque pequeño de oxígeno que teníamos en casa de mis padres. Más tarde el doctor me dijo que sí lo usáramos. Al acabarse ese tanque, usamos otro que también teníamos. Inmediatamente le pedí a mi hermano apoyo para llenar el que había quedado vacío. Estábamos en el pico de la segunda ola. Había escasez de tanques oxígeno. Al otro día, empezamos a buscar tanques entre los conocidos. La oxigenación seguía bajando y el oxígeno era limitado. El médico nos recomendó ir al hospital. Costó trabajo convencerlo. Llamé al seguro, no había hospitales privados en Ciudad de México donde nos fueran a recibir. Pues como tenía problemas respiratorios, sería tratado como paciente con Covid. Finalmente llamé al 911. Mandaron una ambulancia. Poco antes de que los paramédicos llegaran, le agradeció a Frijolita por todo su amor. Sus manos estaban heladas, sin color. Los paramédicos administraron más oxígeno. Nos asignaron el Hospital López Mateos. Los paramédicos lograron bajarlo sentado en una silla y bien amarrado con una sábana. Yo no hubiera podido moverlo. Poco antes de salir, me encargó a su mamá y me agradeció por todo. Yo no quería escuchar eso. No podía escuchar eso que sonaba a despedida. Le pedí que no se despidiera. Que esto pasaría y pronto estaríamos de vuelta en casa.
En el hospital, me pidieron firmar las decisiones de intubarlo y de resucitarlo en caso de ser necesario. Me pareció innecesario, pensaba que pronto estabilizarían su ataque de asma y estaríamos pronto de regreso en casa. De todas maneras las firmé. Estaba segura que quería que se intentara todo en caso de ser necesario. Se lo comenté a él y me dijo que había hecho bien, que iba a luchar. Sin embargo, tras haberlo movido para que le tomaran placas, se agitó mucho y no podía respirar a pesar del oxígeno. Pero pasó. Después tocó quitarle la ropa y ponerle la bata. Tuve que ingeniarmelas para que él no hiciera fuerza. Tuve que cargarlo y que manipularlo. Aun así, hizo algo de esfuerzo y se agitó mucho. Llegaron rápido los doctores para llevárselo. Alcancé a pedirle que luchara, que lo amaba y que lo vería pronto. Fue lo último que pude decirle en vida. Se fue el 3 de enero de 2021.
La tercera despedida fue el domingo 2 de mayo de 2021. Esa semana empezó como cualquier otra, con la rutina de las actividades de casa y las del trabajo. Sin embargo, el miércoles, empezamos a ver cómo mi abuelo durmió más y comió menos. El jueves le pusieron su vacuna contra Covid, pero ya no estaba tan despierto ni tan consciente. El viernes me tocó ir a la oficina. Me fui preocupada de ya no encontrarlo a mi regreso. Todavía esa noche, tenía la esperanza de que se recuperara, así tenía ciclos.
El sábado me fue más claro, ya era el final. Llamamos a su doctora quien fue a verlo y nos dijo que pasaría nuevamente el lunes pero que nos preparáramos porque el final estaba cerca. Llamamos a la familia, sus hijos y sus nietos. Todos vinieron. Cada uno pasó un rato con él. Se fueron a sus casas a descansar. Al otro día regresaron por la tarde.
Yo intentaba no despegarme de él. Ya casi no comía. Todavía logré que probara un par de bocados. Le estuve dando suero para intentar que por lo menos se mantuviera hidratado. Ya casi no estaba consciente. Llegó el momento en que ya no quise separarme de él. Me dolía verlo quejarse. Le tomaba su mano tratando de reconfortarlo. Mi tía y mi prima también estuvieron ahí. En un momento que nos quedamos solos, le dije que se fuera tranquilo. Había llegado el momento de ir con su Dios. Él creía en eso, así que le pedí que lo hiciera. Le dije que todos estaríamos bien y que él también. Pasó un rato más, su respiración se volvía cada vez más cortada. Por un momento parecía que ya se había ido pero retomó un par de alientos más. Mi prima y yo no lo soltamos, cada una lo tenía tomado de una mano. Y así, dio su último aliento. Sentí cómo se fue. Pude estar a su lado, lo acompañé en ese último trayecto de una vida plena de 100 años 8 meses y 4 días.
Y así, le agradezco a la pandemia el haberme permitido estar cerca de mis tres hombres más queridos, haberlos acompañado en sus últimos meses y sobre todo, en sus últimos instantes. Siempre me sentiré profundamente afortunada por ello. Los amo.