PALABRAS PARA EL FUNERAL DE MI PADRE

viernes, 09 de junio de 2023

PALABRAS PARA EL FUNERAL DE MI PADRE

Buenas noches,


Mis primeras palabras hoy tienen que ser de agradecimiento para todos los que os encontráis aquí acompañándonos y para aquellos que, en estos días pasados, de una forma u otra, nos han apoyado en estos momentos nada fáciles. Gracias de corazón.

Algunos de vosotros no conocíais personalmente a mi padre. Ya os adelanto que da igual. Nos conocéis a Borja, a Erik o a mí. Incluso a alguno de sus nietos. Eso es más que suficiente, porque tenemos mucho, mucho de él en nosotros. Como decía mi abuelo Fernando, “soy inmortal, porque vivo en mis hijos y en los hijos de mis hijos”. Y, él, sin duda, vive en nosotros.

Pero, dicho esto, mi padre, como el espíritu del legionario –siento el símil, pero soy militar– era “único y sin igual”. Una persona que firmaba sus escritos como “the green dog”, que creó su propio logo y serigrafió camisetas y tazas con él y, sobre todo, un tipo que la única vez que bajó a la playa de Ribadesella lo hizo con calcetines negros, no se encuentra en una estantería del “todo a cien” de la especie humana.

Mi padre era, intrínsecamente, una buena persona. Y no, no era religioso, aunque llevara en la cartera más estampitas de santos y vírgenes que los que se examinaron ayer de la EVAU con Clara, pero sí tenía una espiritualidad muy fuerte. De hecho, en mi último viaje a Caravaca de la Cruz, hace un par de meses, me pidió que le trajera la figura del Niño Jesús que le regalaron siendo un chaval. Recuerdo esa bondad casi desde que tengo uso de razón. Sin despreciar en absoluto al resto, su “gente”, la “piña”, que diría mi abuelo, era lo primero. Le recuerdo agarrándole la mano a “la jefa”, como cariñosamente llamaba a mi abuela, antes de morir en nuestra casa. En esos días descubrí que mi padre podía llorar. Recuerdo, casi de memoria, la carta que me escribió cuando ingresé en la Academia, y que todavía conservo, llena de orgullo y amor inigualable. No, padre, no, ni un solo día en estos 34 años me he puesto el uniforme por rutina.

Cuando venían mal dadas, siempre estaba ahí. Dispuesto a quedarse con la nieta o con el perro, o con los dos, a prestarte el coche, a recogerte o llevarte donde fuera o a hacer cualquier gestión imposible en algún infierno burocrático. Siempre con una sonrisa y dándote las gracias, encima, por haber contado con él. Con su sombrero, su abono-transporte y su chaleco de 30.000 bolsillos, podría haber recorrido el mundo. Despreció el dinero, daba igual que lo tuviera o no, porque para él no tenía importancia más allá de lo necesario. Eso me desesperaba a veces, pero me enorgullecía siempre.

Esa bondad de la que hablo se reflejaba también en su relación con los animales. Especialmente sus inseparables perros: Mizar y Boss. Los echó mucho de menos en estos últimos años y me hacía gracia, ahora que apenas salía de casa, ver cómo alimentaba a las palomas en el alfeizar de su ventana como mascotas sustitutas. Le esperaban, cada día, puntuales su galleta: desayuno y merienda.

Otro rasgo característico suyo era ese sentido del humor Sebastián de Erice, rama don Fernando, tan complicado a veces. Un humor que surge con facilidad cuando nos juntamos un par de nosotros y que él tenía a espuertas. Recuerdo las veladas estivales, con mis abuelos y mis tíos, en el porche del “palmatorio” de Mayrena –“Palmatorio”, el lugar en el que mi abuelo Fernando quería palmarla; sí, efectivamente, humor Erice. Ellos diciendo chorradas sin parar y los más jóvenes, en silencio, pasándolo de miedo. También disfrutaba escribiendo, como lo hacía mi abuelo y como lo hago yo. Siempre anheló escribir un libro y creo que tenía cierta sensación de fracaso por no haberlo logrado. De lo que no sé si era consciente es de que, ahora mismo, hay en casa más de 20 volúmenes encuadernados con todas sus paridas, reflexiones, comentarios...

Pero, sobre todo, mi padre –y mi madre también, pero lo siento, madre, hay que morirse para que digan estas cosas de ti– me educó. Educación, con mayúscula. Y creo que lo hizo muy bien. Me educó en un ambiente de libertad personal y responsabilidad que ahora, junto con Clara, intento aplicar también en mi hija. Pero la soltura que tenía como abuelo vino con el tiempo porque yo, como hijo mayor, sufrí el ensayo de algunos innovadores procedimientos educativos que, con acierto, creo, desechó rápidamente.

Sólo contaré una anécdota sobre su técnica de motivación indirecta para el refuerzo en el estudio. Cuando tenía unos 11 años tuve una etapa de “pre- pavo”, muy tonta y rebelde, y aparecí un día en casa con cinco asignaturas suspendidas en la tercera evaluación. Nunca he sido un estudiante brillante, pero mi padre consideró que eso era demasiado. Me miró fijamente y me preguntó: “¿Vas a poner ya de una vez los huevos encima de la mesa o tengo que sacarte del colegio y ponerte una mercería?” La parte genital la entendí rápido, pero ¡¿Una mercería?! ¿Por qué una mercería? Eso me impactó. Había acompañado muchas veces a mi madre a una que había al lado de casa y verme toda la vida estirando ropa interior femenina con las dos manos, me heló el corazón y me hizo reaccionar. Por cierto, nunca supe por qué hacían eso. Supongo que para ver si cabían dos personas.

Sí, él me enseñó que, cuando en una pelea “ves rojo”, prepárate para encajar, porque no darás una. Que una mirada dura puede hacer que un flojo moje los pantalones, pero también que se gana mucho más con una sonrisa o una palabra amable. Que ser bajito importará en el baloncesto, pero que la vida es un juego de actitudes y aptitudes, no de estatura, y que al que intente medirte en centímetros hay que darle una sorpresa. Me enseñó a andar con paso fuerte y mirada firme sin importar si iba al lado de Su Majestad el Rey o del más nuevo de mis soldados. Que, como decía Kipling, los éxitos y los fracasos profesionales son un par de impostores y que lo importante, lo que nos queda al final, es la familia y los verdaderos amigos.

Quiero terminar con una frase de una canción que se llama “La Fiesta” y su autor es, curiosamente, otro Pedro, Pedro Capó. Me la descubrieron hace un par de días y le va a mi padre como anillo al dedo. Dice así:

La gente buena no se entierra, se siembra. 

Muchas gracias.

Pedro Sebastián de Erice Llano
Madrid, Parroquia del Santo Niño de Cebú 9 de junio de 2023

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