JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 9

JESUSITO DE MI VIDA, ¡JESÚS, QUÉ VIDA LLEVO! CAPÍTULO 9

Dije que tenía que escribir sobre mi hija y aquí estoy, dispuesto a ello. No es fácil. Siempre escribo impulsado por sentimientos, pero hoy están haciendo que se me nuble la vista y me tiemblen las manos sobre el teclado.

Creo que casi cinco meses de misión y, por qué no, la edad, están pasando factura a mi otrora duro corazoncito, pero, en fin, vamos al lío... Nos conocimos en la ciudad china de Nanning hace ya seis años. Supimos que era ella en cuanto entró en la sala en brazos de su cuidadora.

Era la más pequeña de todas, once meses, y desde la seguridad de su atalaya humana observaba curiosa el espectáculo. No lloró en ningún momento. Aceptó los brazos de su madre, tranquila, los ojos bien abiertos, ajena a los llantos de sus compañeras de orfanato.

No imaginé ni de lejos lo que me esperaba, pero debería haberlo hecho: esa pequeñaja de ojos sorprendentemente redondos, negros y profundos, boca desdentada pero de labios perfectos, naricilla de botón y aparente fragilidad, escondía la fortaleza de carácter de un monje Shaolin.

Y la iba a necesitar, porque “papá comandante” tampoco es un tipo fácil… 

Después de 7 años de matrimonio, la llegada del nuevo miembro al núcleo familiar requirió un esfuerzo por parte de todos, perros incluidos, y supuso las mayores discusiones de nuestra vida de pareja.

Teníamos todo hablado, preparado, estudiado, diseñado y casi hasta ensayado, pero no, nuestra peque nos dejó claro desde el primer momento que íbamos a tener que poner toda la carne en el asador si queríamos sacar nuestro proyecto familiar adelante.

Recuerdo una de mis frases desafortunadas al poco tiempo de regresar a España. Después de hora y media de lucha, la peque acababa de vomitar la cena con todo éxito. Ya saben, lo típico: padre emperrado en que su hija se termine la papilla, hija que considera que ya es suficiente,

padre que decide que tres cucharadas más, hija que le avisa con una arcada, padre que ignora el aviso y le da UNA última cucharada, padre que levanta los brazos triunfal, hija que mira fijamente a su padre,

padre que mira fijamente a su hija bajando lentamente los brazos y borrando su estúpida sonrisa de ganador, padre que empieza a repetir “no, no, no”, madre que pregunta: “¿no, qué?”, madre que mira a padre, madre que mira fijamente a su hija, perritos que acuden a ver qué pasa,

madre que empieza a repetir “no, no, no” desfasada π medios de los “no, no, no” de padre, hija que abre la boca como un pez, segundos interminables tipo Matrix, hija que finalmente vomita toda la cena como si fuera un surtidor, madre que echa la bronca a padre,

hija que respira aliviada, padre que se desespera, perritos contentos con la recena, madre e hija que se van al baño y padre que se pone a limpiar el vómito cagándose en todo lo que se menea, de nuevo, perros incluidos. Lo dicho, lo típico.

No sé bien el contexto exacto, pero recuerdo que con el pantalón todavía vomitado y la fregona en la mano miré a mi mujer y dije algo así como: “Me tienes que dar tiempo, el amor nace del roce y ella acaba de llegar”.

En ese momento Monty y Ike, que diligentemente me habían ayudado en mi desagradable tarea de limpieza doméstica, pasaron a mi lado y sentencié, cagándola como sólo los hombres de verdad podemos hacerlo: “Ahora mismo, en mi escala de cariño, ellos están por delante”.

Sentí como la mirada de mi mujer me atravesaba, rebotaba en la pared y se me clavaba en la nuca. Pocas veces he estado tan cerca de sufrir una “salvaje agresión” como esa vez y, posiblemente, nunca con tanta razón.

Pero el tiempo pasa y, en efecto, del roce nace el cariño, el amor y la pasión y ahora me dejaría arrancar la piel a tiras sólo por un “abrazo fuerte” de los suyos. Porque ella no se imagina lo que significa para mí que me dé la mano durante los paseos,

ver una película juntos “recauchutados” los tres en el sillón o que me ayude los viernes a hacer la pizza de la cena. No se imagina lo orgulloso que me siento cuando la veo leer por la noche, recostada en su cama como si fuera un adulto relajándose después de un día de trabajo,

caerse, una y otra vez, con sus patines puestos; y, una y otra vez, volverse a levantar. No sabe cómo echo de menos aquí rezar cada noche con ella, sentado al borde de su cama, pasar antes de acostarme a arroparla y darle el último beso del día muy suavecito para no despertarla,

hacerle cosquillas hasta que se le salten las lágrimas de tanto reír o ponerle la crema por las mañanas, aún medio dormida, antes de irme a trabajar. No se imagina que la oigo cómo se levanta los días festivos, despacito para no molestarnos, independiente y autosuficiente.

No, no es la más lista, ni la más guapa, ni la más obediente. Pero es mi chica, mi punto débil y le arrancaría la traquea sin dudar un segundo al que pensara siquiera en hacerle daño. Y eso que sabe que conmigo tiene poco margen, que va firme como una cabo de la Legión.

Nos comería si no lo hiciera. Nadie me ha sostenido la mirada como lo hace ella cuando la regaño. La he visto, cuando no levantaba ni un metro del suelo, comerse una bronca con azote incluido, dirigirse a su cuarto sin derramar una lágrima, encerrarse y allí explotar en llanto.

No se permite el lujo de que la vean vencida… salvo cuando le interesa. No será nada fácil el futuro que le tocará vivir y yo, puede que equivocado, he decidido “armarla” para ese futuro a costa de no ser el “papá colega” que seguro ella hubiera preferido y que tan de moda está.

Disciplina y esfuerzo, pero también flexibilidad y cariño. Cooperación, familia, respeto y verdad. Amor. Unidad en lo bueno y en lo malo. Sabe quién es y de dónde viene, igual que sabe que su padre no está repartiendo “bollicaos” en Afganistán.

A ella le dedico esta oración, traducción libre de la escrita por el general norteamericano Douglas MacArthur. Porque llegará un momento en que tendrá que luchar sola en esta perra vida… Pero, no todavía… No todavía…

WEB DE PEDRO SEBASTIÁN DE ERICE LLANO

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