23.- HERMANO JEBERT ALPHONSE (Pierre Giben)
1855 +11 V11 1919
1er. Visitador del Distrito de México
"Somos franceses de nacimiento, pero mexicanos de corazón". Un Hermano que se encarnó donde estuvo y amó o los pobres, a la educación y estuvo siempre al servicio del otro. Iniciador del Distrito, fundador de lo mayoría de los Colegios, vio siempre por los pobres, no logró fundar las Cosas de Formación; en solo 4 años forjó y lanzó un nuevo Distrito.
Pierre nació en Villemur, en los Pirineos, cerca de Toulouse. Alumno de la escuela parroquial de su población, regenteada por los Hermanos; el niño, que más tarde va a ser Hermano, no era uno de esos muchachos que de ordinario se les dice bueno y tranquilo; de carácter vivo, juguetón, petulante, más de una vez puso a prueba la paciencia de sus maestros. Este exterior exuberante escondía un alma generosa que quería ser misionera en países lejanos.
A sus catorce años responde a las inspiraciones de la gracia; el adolescente se presenta valientemente en el noviciado de Toulouse, en 1869. En ese jardín cerrado, de la vida religiosa, el Hermano Jebes cultivó las más bellas flores de su corazón y trabajó para extirpar las malas hierbas. Se entrega a esta doble labor con gran entusiasmo juvenil, sin desanimarse. Amar a Dios y hacerlo amar, era su ideal.
El fin de su noviciado fue borrascoso por el acontecimiento de la guerra de 1870; una parte de la casa fue ocupada, como hospital, para los soldados heridos; algunos novicios tuvieron que ser cambiados o regresar a casa. En cuanto al Hermano Jebert, no se deja influenciar ni por la presión que hacía su familia ni por las dificultades de la hora presente. Al fin de este año inicia su primer apostolado en la comunidad de Foix, donde permanecerá hasta 1872. Después, la obediencia lo envía a la escuela rural de Rieux. Después de dos años de una enseñanza fecunda a los niños chicos de la localidad, fue enviado al Internado de San José de Toulouse, donde formó parte del cuerpo magisterial hasta 1891. En ese medio intelectual y, bajo la dirección sucesiva de dos eminentes hombres, los Hermanos Jumen y Lactance, tuvo la oportunidad de perfeccionar durante dieciocho años los dones de su rica naturaleza. Hacia sus alumnos tenía un celo ardiente, entusiasta y de grandes ilusiones de generosidad, que son hermosos en los prirneros años de la enseñanza.
Pero desde antes, nuestro Hermano sabía bien que la influencia moral de un religioso educador está basada en su saber y en su virtud. Puso manos a la obra para trabajar y obtener esas dos condiciones. Su dedicación al estudio, junto con su admirable capacidad de asimilación, le permitieron afrontar múltiples exámenes oficiales de enseñanza, con gran éxito. La preparación de sus reflexiones diarias y sus catecismos demostraban su gran celo. Durante este tiempo tuvo la alegría de hacer los Grandes Ejercicios, que culminaron con su Profesión Perpetua. En esta circunstancia pronunció las palabras de nuestra bella fórmula con tal fe y una gran emoción, que todos los Hermanos del retiro quedaron impresionados.
Sin embargo, la idea de ir a evangelizara una región lejana estaba siempre en el espiritu del Hermano Jebert. Su campo de acción le parecía muy restringido, de ahí sus peticiones reiteradas para irse al extranjero. Sus deseos van a ser escuchados. Para mejor prepararse a su futura misión, solicitó hacer su Segundo Noviciado, en 1889. En este año una falange de Hermanos de Toulouse fundaron los distritos de Argentina y Colombia. Al cera ese valiente grupo que partía y, al conocer las noticias de la gran labor que realizaban en la misión, le hicieron desear cada vez más el dia bendito en que atravesaría el océano.
La correspondencia de nuestro Hermano en esta época estaba llena de vehementes deseos de ser misionero. La hora llegó y fue enviado al Ecuador, a donde llega en 1891. Llega a Quito, con una obediencia como director del gran colegio gratuito, pero sin saber palabra de español. Trabajador infatigable y dotado de una buena memoria y ayudado por el santo Hermano Miguel, pronto se convierte en un maestro de la lengua. En poco tiempo adquiere una gran popularidad en la ciudad, por su saber, su cortesía, su facilidad de expresión y la vitalidad que ponía en sus clases.
Llegaba la revolución de 1895, que quería aniquilar el Distrito del Ecuador. En 1896, una escuela libre, de la cual el Hermano Jerbert era el director recibía a los alumnos que el gobierno terrorista nos había quitado. Los locales de la escuela eran estrechos e incómodos, pero se hacía un gran bien ahí; también Monseñor Pedro González Calixto estaba feliz y manifestaba su satisfacción y agradecimiento al Hermano Director.
Permaneciendo como director de la escuela, nuestro Hermano fue nombrado Visitador del Ecuador, el cual se iba rehaciendo lentamente. En 1903 fue encargado de fundar la primera escuela de los Hermanos en la República de Nicaragua, donde se presentó con las cartas de recomendación del General Leónidas Plaza, presidente del Ecuador. Terminada su misión regresa a Quito, donde no permanecerá por mucho tiempo, pues los Superiores le confiaron la misión de ir a fundar el ht, Distrito de México.
La salida del Hermano Jerbert del Ecuador provocó lamentos sinceros, pues dejaba la impresión de un muy digno religioso y un entregado apóstol. Preparaba cuidadosa y pedagógicamente a los maestros, así como los programas que buscaba que estuvieran bien graduados y adaptados a los alumnos, el reglamento para las escuelas, educación cristiana de los niños y propagador de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y de la Comunión reparadora, todo esto era el objetivo de su celo constante como Director y después, como Visitador.
Las ideas y proyectos apostólicos abundaban en el espíritu y la mente del Hermano Visitador. Hubiera querido hacer todo el bien posible y, puede ser que la falta de moderación, haya sido uno de sus defectos, pero la visión sobrenatural que dirigía toda su acción produjo resultados muy significativos. Con respecto a esto, un Hermano Director del Ecuador escribió: "El cambio del Hermano Jerbert ha sido una gran pérdida para el Distrito del Ecuador. Era estimado por las distintas autoridades, amado por los alumnos, a quienes impulsaba a estudiar, a ser piadosos y virtuosos; venerado por los Hermanos a quienes animaba en la lucha cotidiana, sea con ellos mismos, sea con los alumnos.
Pero, he aquí a nuestro Hermano que, ante las peticiones de los Obispos mexicanos y bajo las órdenes de los Superiores, va a poner las bases de nuestro Instituto en México. Con una entrega admirable acepta esta difícil misión, poniéndose bajo la protección del Sagrado Corazón de Jesús. Él mismo llevó a los tres Hermanos que iban a fundar la primera comunidad en Puebla. Fue su primer director, hasta que, descargado de esta responsabilidad quedó solo con la de Visitador, que le habían asignado.
Las dificultades eran grandes y de diferente índole, pero su gran optimismo y el don de inspirar simpatía, tanto a los obispos, sacerdotes y laicos con los que tenía que tratar y el perfecto conocimiento del idioma, pero sobre todo su fe, como para trasportar montañas, hicieron que todo fuera para él un triunfo. Es así como en pocos años el Instituto estuvo presente en Puebla, Saltillo, Monterrey, Querétaro, Morelia, Acatzingo, Zacatecas etc. Pudo fundar en poco tiempo colegios, escuelas gratuitas y orfanatorios.
Es muy difícil enumerar las cartas enviadas, las negociaciones, viajes, acuerdos de toda clase, que el Hermano Visitador de México tuvo que hacer para realizar todas las fundaciones. Su actividad incesante se manifestaba en la organización escolar de las comunidades y de las instalaciones, todo realizado con gran tacto.
Alma de fuego, estaba siempre listo para encender lumbre para "el bien inmenso que estamos llamados a hacer a estos niños, a estos jóvenes, casi completamente abandonados de la educación cristiana".
El amor apasionado del Hermano Jerbert por el Instituto, y que, sin duda, fue una de las características de su alma ardiente, le hizo ser emprendedor de causas que hicieran el bien, no importaba los descalabros que recibía y las contradicciones. Seguido volvía enfermo de sus recorridos y viajes, pero nunca se le escapaba una queja; dos o tres días de oración y descanso lo ponían de pie para nuevas empresas.
Qué gran alegría cristiana era para nuestro Hermano ver los cientos de niños educados por los Hermanos, en este país donde, por desgracia, la enseñanza cristiana estaba muy descuidada.
Amaba a ricos y a pobres y, para estos últimos tenia una preferencia especial. Cuando visitaba la hermosa escuela llamada de la Concordia, situada cerca de su residencia habitual, se entusiasmaba al ver el espectáculo de más de 500 niños, de los cuales muchos andaban descalzos; siendo un lugar donde los Hermanos pronto cosecharon muchos éxitos.
No se sabrá nunca las múltiples visitas realizadas por el Hermano lerbert a personas rocas, a fin de interesarlas en ayudar a los niños pobres. Aprovechaba toda ocasión para hacer conocer el Instituto, nuestras escuelas, métodos y éxitos en las diversas exposiciones; medio eficaz para atraer las simpatías de personas bien intencionadas, pero que no conocían nuestra congregación. Nuestro Hermano tuvo el talento de hacer amistad profunda y sincera con muchas personas, entre ellos: admiradores de la obra, obispos, así como gobernantes y magistrados con los que tenía que tratar.
En sus conferencias, el Hermano Visitador motivaba con insistencia a la práctica de la santa pobreza, por la cual tenía una predilección especial. Se esforzaba por comunicar a los Hermanos su propio celo, sostenerlos en su entrega y en las dificultades, así corno por proporcionales todo lo necesario. Su gran sabiduria le permitía realizar exámenes, incluso en las clases superiores. A los alumnos mayores de los distintos colegios les gustaba escucharlo en sus pláticas, pues veían en él al amigo sincero. Sabía muy bien el Hermano Visitador que, para ejercer bien su apostolado, tenía que identificarse con los diversos grupos de jóvenes para evangelizarlos. Él mismo estaba muy bien adaptado a las costumbres de México, como sí siempre hubiera vivido en el país.
De palabra fácil, emotiva y vibrante, hasta exuberante, capaz de entusiasmar a chicos y grandes, ricos o pobres y de motivarlos para abrazar grandes ideales. Se hubiera deseado un poco más de calma en sus discursos y más en sus decisiones, para que hubieran sido más de acuerdo a la realidad y no tanto a su idealismo, pero todos sabía que sus imperfecciones, atribuidas a su temperamento de fuego, eran de un verdadero religioso, de un apóstol celoso de la infancia y juventud.
ULTIMO RETIRO PREDICADO POR EL HERMANO VISITADOR JEBERT EN SALTILLO 1909
Fue así como trabajó nuestro querido Hermano, con una actividad desbordante, durante cerca de cinco años en la República Mexicana. Cuando tuvo que dejar su Distrito, deja a su sucesor no solamente obras florecientes, sino también poderosos protectores generosos y entregados a favor de la obra de los Hermanos que, después de mucho tiempo seguían recordando, extrañando y haciendo grandes elogios del Hermano Jebert.
En mayo de 1909, el Hermano Jebert fue descargado de su responsabilidad como Visitador, recibiendo la indicación de que se trasladara a Francia. Le costó mucho decir adiós a los Hermanos y a muchas personas a quienes quería de corazón, pero encontró en su fe valiente, el valor de inclinarse delante de la voluntad divina. Cuando se anunció en las comunidades de México la llegada de un nuevo Visitador, los superiores mayores dieron el siguiente testimonio sobre el Hermano Jebert: "Nosotros tendremos siempre, nuestros queridos Hermanos, un gran agradecirniento y reconocimiento a quien, con gran entrega, generosidad, abnegación y celo apostólico, puso toda su persona en la creación del Distrito de México. Para él no hubo fatiga pesada ni dificultad que le impidiera realizar su labor, que era la causa de Dios y de las almas a quienes se había propuesto servir, como lo hacen los verdaderos apóstoles".
En Francia, nuestro querido Hermano ayudó a la organización de un Noviciado apostólico en Talance y, en los últimos días de 1910 fue enviado a la rivera del Río de la Plata, en compañía del Hermano Asistente Leandris. Durante un año dirigió el Colegio de Buenos Aires, y enseguida toma la dirección de un nuevo establecimiento que el Instituto acababa de aceptar, en San Isidro.
En este nuevo campo de trabajo, el Hermano Jebert, durante seis años, entregó sus energías y toda su capacidad para obtener excelentes resultados, tanto en la formación cristiana, como en el trabajo y disciplina y, en todo lo que fuera adelanto para la institución; se reservaba la formación cristiana de los jóvenes; en sus pláticas llenas de entusiasmo, motivaba la fe de los alumnos y los invitaba a amar a Jesús. En mayo de 1918 continuó su misión de director, pero ahora en Santa Fe, con su celo ardiente y el entusiasmo de siempre, que acrecentaron la obra de su predecesor, con gran beneficio para los alumnos y la comunidad.
Un superior mayor que conocia bien al Hermano Jerbet, lo describe así: "Era un verdadero religioso; pueda ser que le faltaran tal o cual cualidad, pero nadie en este mundo las tiene todas, pero era un hombre de gran valor intelectual y de una obediencia ejemplar". Verdaderamente, era un religioso cabal, a pesar de una vida de gran actividad; un hombre de fe profunda, siempre guiado por motivos sobrenaturales. En sus dificultades, a ejemplo de San Juan Bautista de la Salle, iba a buscar al pie del altar los consejos, el valor y la protección que necesitaba. Desde la primera hora del día, confiaba a Jesús, con la más grande ternura, las necesidades espirituales de los alumnos y de la comunidad; por la tarde, cuando ya era hora de tomar un descanso bien merecido, su último acto era una amoroso visita a Jesús Sacramentado, en la cual le agradecía el día vivido. En el contacto con los niños, como en la intimidad de la comunidad, el alma del Hermano Jebert manifestaba su sólida piedad, abnegación y un entusiasmo que pronto le conquistaba grandes admiradores.
En su juventud fue un joven fogoso y exuberante que, gracias a su filial obediencia a sus Superiores le permitió salir de toda dificultad; en su madurez supo imprimir un impulso vigoroso y constante a las múltiples obras en las que colaboró en su organización y desarrollo; en su enfermedad manifestó un alma valiente dentro de un cuerpo ya en ruinas.
El Hermano Jeber había tomado como fuente de su piedad el Santo Evangelio y la devoción al Divino Corazón de Jesús, que es el verdadero educador, en el sentido cristiano de la palabra. De Él llega al alma de los maestros y de los alumnos, la luz, la fuerza y el amor. Es a Jesús que el maestro se entrega, para llegar a ser, entre sus manos, un instrumento dócil a su gracia. La unión con Jesús por la oración, la meditación y la comunión diaria era una de sus principales preocupaciones.
Para el Corazón de Jesús tenía una devoción íntima y desbordante, que trasmitía tanto a los Hermanos como a los alumnos, tratando de que ellos mismos fueran apóstoles celosos de esta devoción. Con toda solemnidad celebraba su fiesta y los primeros viernes del mes.
El amor a Nuestro Señor no podía ir solo sin el de Maria Santísima; nuestro Hermano no separaba el uno del otro en su piedad íntima y en su apostolado. La imagen de nuestra Señora de los Dolores, que se venera en Quito, fue una devoción especial para él. Cuando llegó a México, uno de sus primeros actos fue poner en manos de María Santísima de Guadalupe la obra que iniciaban.
El rosario estaba casi siempre entre sus manos, sobre todo ya enfermo, y era como un instrumento poderoso para obtener de María toda clase de favores. En sus conferencias y diálogos con sus Hermanos les inculcaba un gran amor por nuestra vocación; con el fin de hacerlos amar lo más posible su vocación, traía a la memoria las grandes ventajas de la vida religiosa y de la responsabilidad de responder con fidelidad a ella. Un día insistió mucho en tres palabras:
Reciba, vaya y tenía. Reciba el don de la vocación y hágalo fructificar. Vaya a dar gloria a Dios por el don de su vocación. Tema, si es infiel a su vocación, y tema las terribles consecuencias, sobre todo para la eternidad. El amor y confianza del Hermano Jebert para con nuestro Santo Padre y Fundador, le hacían hablar con gran entusiasmo de él y le hacías un gran propagador de su culto. Durante su directorado en Quito, dio gran importancia y solemnidad a la canonización.
Nuestro Hermano llegó a la edad avanzada con la apariencia de una persona fuerte y sana, de la cual se esperaba aún un largo tiempo de vida activa, pero de repente se le declara una afección hepática que le produce un fuerte y rápido decaimiento de todo su organismo. Se pensó que un reposo absoluto en la casa de Villa Rosario sería benéfico para su salud pero, a pesar de todos los cuidados que se le dieron, la enfermedad siguió su curso de una forma alarmante, sin que alterara la serenidad del enfermo, para quien los días transcurrían en medio de oración, lecturas piadosas, visitas frecuentes a la capilla y la recepción diaria del Pan de los Ángeles.
Llevado a Buenos Aires, sentía que sus fuerzas disminuían rápidamente. Recibió los últimos sacramentos con gran fervor y, poco después, sin agonía, sin esfuerzo, con la paz de los justos, como valiente que muere en el surco, cerró sus ojos y entregó su alma a Dios el 11 de agosto de 1919.