Wisława Szymborska

Las condiciones acústicas idóneas para el humor

Samuel Pepys comenzó a ser un buen amigo mío en 1954, es decir, a partir de la segunda edición. Desde entonces he leído esta excelente obra en dos volúmenes en varias ocasiones, entre otras cosas, porque me parece magnífico que el autor la escribiese para sí mismo sin preocuparse de si era excelente o no. Tampoco previó que sus anotaciones diarias, escritas en un estilo libre alejado de cualquier figura estilística concebida, serían traducidas en algún momento a otros idiomas. Incluido el polaco, y ¡menuda traducción!, señor Pepys, ¡menuda traducción! Hay buenas traducciones, muy buenas y excelentes, aunque siempre siguen siendo eso, traducciones. Pero la pluma de Dabrowska ha conseguido ese raro milagro por el cual la traducción deja de ser una traducción y se convierte (¿cómo decirlo?, ¿cómo expresarlo?) simplemente en un segundo original. Con motivo de la cuarta edición del Diario, he comenzado a hojearlo de nuevo. Y algo muy extraño ha ocurrido: por un momento he llegado a dudar si Pepys es realmente un viejo amigo mío. Y si, en general, es verdad eso de que existen amigos a los que conocemos tan bien que podemos comprender por qué razón dicen eso o aquello. Un ejemplo de ello es un pequeño suceso de 1669. Con el propósito de celebrar su cumpleaños, Pepys se dirigió con su familia a la abadía de Westminster para visitar las tumbas reales. Encontraron allí, entre otro, el cadáver embalsamado de la reina Catalina, esposa de Enrique V. Pepys la sostuvo en sus brazos y la besó en los labios. No fue por necrofilia, ¡válgame Dios!, sino por la pura, aunque poco exigente, alegría de vivir. “Por primera vez en la vida -dice a este respecto- besé a una reina…” ¡Por primera vez! ¡A eso se le llama optimismo! Para empezar, una reina difunta no está mal, pero ¿no sería mejor encontrar una que estuviera viva para la próxima vez? El comentario de Pepys siempre me ha hecho reír y continúa haciéndolo.  Sin embargo, hasta ayer estaba convencida de que el suyo era un humor carente de cualquier intención. Hoy ya no lo creo. Podría tratarse también de un chiste consciente después de todo: quizá se está burlando de sí mismo y de su supuesto éxito entre las altas esferas. Constituye una diferencia sustancial si nos estamos riendo del autor o con él, a sus espaldas o en su cara, con o contra su voluntad. El ejemplo que he escogido para ilustrar mis propias dudas es, quizá, insignificante; pero la cuestión en sí no lo es en absoluto. ¿Cómo debemos leer los textos antiguos para no exhibir una condescendiente sonrisa de superioridad allí donde, quizá, la situación no lo merece? Máxime cuando el autor no es un reputado bromista y, solamente de cuando en cuando, pretende gastar una broma. En ese caso, la mayor parte de su ingenio será incomprendido o aceptado sin siquiera pensar que algo puede habérsele escapado sin querer al autor. En general, el paso de los siglos muy rara vez crea condiciones acústicas idóneas para el humor. Sospecho que hay innumerables víctimas a consecuencia de palabras sueltas, frases, fragmentos o, incluso, obras enteras. Margarita Riemschneider, la famosa experta en culturas antiguas, sostiene por ejemplo que el relato bíblico de Jonás era inicialmente una leyenda popular cómica, algo que hacía reír. Más tarde, alguien la redescubrió, la entendió mal, le concedió un trasfondo de seriedad y así fue como se quedó. ¿Y qué pasa con Homero?, dice la misma experta, da miedo solo de mirarlo. ¿Cuántos chistes, cuántas pullas y guiños habrán sido convertidos en grandilocuentes y elevadas frases? Parece ser que el orden natural del mundo es el de ir perdiendo la vista y el oído para aquello que ya se fue. Pero eso no quiere decir que tengamos que resignarnos.


Wisława Szymborska de Lecturas no obligatorias Prosas [2009]

Trad. Manel Bellmunt Serrano