Los pintores ascetas
ALFREDO ARGILÉS 25/08/2010
El ascetismo de la zanahoria. Esa imagen moral tenía grabada en la retina el pintor Juan Sánchez Cotán cuando en los primeros años del siglo XVII lo incluía entre los objetos que animaban -es un decir- la vida de los conventos cartujos. Zanahorias y cardos, y como marco del bodegón una ventana enlucida con cal que los soportaba, contribuyendo ese fondo a propiciar el clima de ayuno que las solas verduras ya anunciaban.
De gran ayuda para la vista y la piel por su alta tasa de caroteno, que se convertirá en vitamina A tras su paso por el estómago y su transformación por el hígado, y admirada por los dietistas por su contribución a la enjuta figura pese a sus dotes alimenticias y nutrientes -llena de hierro y otros minerales- su consumo se remonta a la más conspicua antigüedad, aunque en puridad la raíz que llega hasta nosotros es una variante europea -holandesa por más señas- que dejó en su recorrido por la evolución los pálidos colores que la caracterizaban antaño: lo leñoso y desabrido de su alma y lo amargo de su sabor.
Los romanos comían sus hojas y sus tallos y nosotros en exclusiva su raíz, que es en origen dulce y gustosa, y a la que se transforma a voluntad en la cocción, por lo cual puede devenir -alternativamente, según sea su salazón- en confitura o en soporte de algún clásico, como las lentejas con jamón.
Como sucede con muchos de los ejemplares de nuestra huerta, su aplicación por nuestros cocineros, de forma histórica, ha sido bastante simple en lo conceptual, y por ello no se encuentra en los recetarios públicos ni privados ninguna fórmula que las eleve a plato principal, sino que su sino se debate entre comerlas crudas o formando parte de los guisos, a los que aporta dulzura.
No ha sido así en otras geografías, influido este hecho, sin duda, por la concomitancia que tiene la zanahoria con las grasas y los aromas aportados por la leche y sus derivados. Así, es sorprendente comprobar que las zanahorias se cuecen con poca agua, una pulgarada de azúcar y otra de sal y rociadas de mantequilla, y a partir de tal infusión pueden ser comidas como delicado plato principal o servir de acomodo y complemento a las suaves carnes de las terneras y las aves, como nos enseñan los clásicos franceses de toda época.
En los tiempos en que Sanchez Cotán se regodeaba en pintarlas, como hemos señalado, eran comida de convento, y así nos enseña Rodrigo de Maceras -cocinero en uno de los más importantes- que se servían en ensalada, ya asadas y liberadas de su corazón -que en aquellos tiempos era duro como leño- echándoles encima aceite, vinagre, pimienta, sal y orégano. Aunque también servían como postre con el sutil añadido de miel y azúcar, clavos y canela, y recubiertas de huevos para que devengan en tortada.
Más la triste conclusión aparece al final de la fórmula magistral: "Y se han de aderezar del propio modo, aunque pocas veces se acostumbra a hacer de ellas, por no ser vianda de tanto regalo como otras".