TOMATE

El que fue 'poma d'amore'

ALFREDO ARGILÉS 21/08/2010

El botánico italiano Pietro Mittioli bautizó al tomate como manzana de oro -pommodoro- por su aspecto brillante y la cualidad de fruto más que de producto de la huerta, título con que se recibió en Europa a la legumbre nativa de las tierras americanas. 

Ecuador, Chile o Perú parecen ser las naciones donde el tomate surgió como de la nada, dejadas caer en tierra fértil las semillas que lo crearon por algunas aves, que de lejanas tierras fueron allí a reposar, según la opinión de los estudiosos. El tomate que así surgió, salvaje y sin agraciados modos, era pequeño y nada dulce, dorado y ácido.

Instalado en México, fue cultivado, y ya gordo y sonrosado traído a España por las huestes que acompañaron a Hernán Cortés, que de vuelta a Sevilla lo extendieron al resto de Europa, donde causó curiosidad y se convirtió en elemento decorativo más que culinario durante los primeros años de su estancia, atribuyéndole virtudes de todo tipo, incluidas las afrodisíacas. El holandés Dodoens vino en cambiarle el nombre por esa supuesta razón, quedando en poma d'amore hasta que fue comido y constatada su inapreciable cualidad erógena.

Desde esa frustración volvió por sus fueros el nombre que nunca perdió para los conquistadores, y que coincidía con el que los parlantes en nahualt lo habían designado y que no era otro que tomatl, que significaba fruta hinchada.

Fray Bernardino de Sahagún, franciscano que vivió aquel mundo, recoge en sus obras que los pueblos aborígenes comían los tomates de multitud de maneras, y eran usual acompañamiento para los chiles -léase pimientos- de todos los colores, formando potajes que guarnecían a los pescados blancos y a los pardos, a los camarones e incluso a las bledas, siendo sin duda antecedentes directos de la receta española que las sofríe -a las bledas- con tomates y algún ajo, y luego da por comerlas así mismo o envueltas con una pasta, lo cual dará lugar al pastiset que se conoce en nuestros pueblos.

El desarrollo imparable de los cultivos, fruto del inmenso consumo ha propiciado una grandísima variedad de variedades -todo es variedad- entre las que se cuentan aquellas que dan tomates grandes y rojos, y amarillos, y pequeños cherry, y con forma de pera -ahora insoportablemente insulsos- y criados en las laderas volcánicas del Vesubio para crear el sugo con que los italianos mezclan la pasta; y en los arenales de Saler y el Perelló, para que los untemos con aceite y unos polvitos de sal y compongamos un plato inolvidable en su simplicidad y dulce sabor.

Esta ensalada primigenia se puede hacer compleja hasta la saciedad, mezclándolos crudos con salazones, pescados en escabeche u otras verduras; rellenándolos de atún y mayonesa, o de rica ensaladilla, o convirtiéndolos en parte indispensable del refrescante gazpacho. Y si los deseamos guisados, nada mejor que pasarlos poco tiempo por el horno para asarlos a la provenzal; o hacerlos nido para depositar en su interior unos huevos con los que cocerán en conjunto.