ALCACHOFAS

Tentadora flor

ALFREDO ARGILÉS 29/08/2010

Parece decidido que las alcachofas provienen del norte de África, de los países árabes, desde donde viajaron a nuestras latitudes. Pero aunque sus incursiones en las tierras de fieles debieron de iniciarse en la península Ibérica, parece que arraigaron con mayor poderío en la Itálica o Apenina, de suerte que los pueblos que la habitan han hecho de la flor del cardo uno de sus más señeros alimentos. 

Cuenta Elena Kostiukovitch -rusa, claro- que los agricultores del Véneto las clasifican según el momento en que se cortan de la planta, y según ese peculiar y científico criterio las primeras en ser liberadas del yugo resultan ser en extremo tiernas y pequeñas, por lo que se comen crudas, mojadas en pizzimonio, que es una salsa de aceite, pimienta y sal.

Las siguientes, llamadas castraduras, están cercanas a la perfección cuando se rebozan y fríen en ardiente aceite de oliva.

Las terceras, ya en sazón, sirven para lo que sirven las alcachofas, esto es, para ser comidas después de haber sido cocidas, asadas, fritas, rebozadas o aliñadas.

Lo mismo sucede con las que las siguen en edad, aunque en esa circunstancia hay que ajustar al límite la limpieza de su corazón, que es lo único aprovechable.

Y las del quinto corte, florecidas que están las plantas para desgracia y desesperación de gastrónomos y cocineros, solo aprovechan para confeccionar hermosos ramos, que adornarán la mesa donde son invitadas de excepción -en los platos- sus jóvenes y placenteras hermanas.

Como hemos sutilmente señalado con anterioridad, la alcachofa no es más que la flor del cardo -de una de las muchas variedades que de las cynaras existen- y es comestible y suculenta hasta la saciedad. Además de esas innegables cualidades se le presumían otras que la hicieron objeto de culto y de consumo limitado a las clases más nobles y pudientes. La fogosidad que según indicios y mitos proporcionaba -a lo sexual referido, por supuesto- hizo que algunos y algunas nobles se entregasen a ellas con el ardor presumible, y así por ejemplo la cultísima gastrónoma Catalina de Médicis convenció a su marido, el rey francés Enrique IV, de que en su mesa nunca debía faltar la tentadora flor, llegando a enfermar los cónyuges de indigestión por la excesiva ingesta del producto, contrariedad sanitaria a la que no debían ser ajenas las crestas de gallo que componían la guarnición de los platos, y que conferían a la mezcla la grasa y la gelatina que la alcachofa precisa para otorgar plena satisfacción a los nada frugales comensales del Medioevo.

Las alcachofas, parece, deben comerse, en nuestros frugales tiempos, con la ajustada cocción y el mínimo aliño, que permiten que su sabor natural, verde, y a la vez amargo y dulce, se enseñoree de nuestro paladar. Pero no siempre fue así: tiempo después de los Médicis, Juan Altamiras, a la vez cocinero y monje del siglo XVIII, las preparaba rellenas, por lo general de carne, en su defecto de tocino magro, y en época de Cuaresma, las rociaba con aceite y ajos fritos.