JUDÍAS O FRIJOLES

El juego de los nombres

ALFREDO ARGILÉS 27/08/2010

El origen de las judías es americano y su nombre europeo, ya que allí se les llama frijoles o de otras muchas maneras, dependiendo del país que las distinga o la variedad de la que tratemos, así como del color, el tamaño o la parte que vayamos a comer: sea la vaina, sea el grano; sea éste recién recogido, sea secado durante meses. 

Las judías llegan a Europa por mor de nuestros ancestros, que dedicaron sus afanes primero a descubrir, luego a conquistar y después a importar toda suerte de productos de los que en las Indias se producían. Más eso fue en un tiempo en que los judíos ya habían sido expulsados de España hacía largos años, y así y con todo, la etimología se empeña en denominar judías, descendiente de judíos -de la tribu de Judá- a esos frutos de la tierra de especie leguminosa, que no conocieron a sus padres nominales hasta muchos años después de haber sido cocidas y mezcladas con los más impuros alimentos, como la pata de cerdo o el chorizo montañés.

Con este fruto en especial las contradicciones abundan, y se hacen patentes al oído: el plato llamado moros y cristianos está hecho con judías, en una curiosa amalgama de religiones, aunque en su concepción para nada participan los países árabes, que solo aportan el nombre, quizás por la oscuridad de que hacen gala las judías que a él concurren. Entenderemos que la cultura popular que dio nombre a los platos, en muchas ocasiones devino en perversa y maledicente, o en el mejor de los casos en incongruente.

Sin embargo, y a despecho de una etimología que las confunde, las judías se imponen en nuestro mundo y en todos aquellos donde se cultivan, llegando a ser producto gastronómico imprescindible para algunos de ellos.

¿Rojos o negros? Pregunta el camarero en el restaurante mexicano; y no hay duda, se refiere a los frijoles ¡de qué otra cosa podría tratarse si de comida hablamos! Siempre enchilados, siempre picantes; al contrario que en nuestra tradición, que los rodea de grasas para que extiendan la suavidad de sus harinas por la boca envueltas en un poderoso transmisor de sus cualidades. Admiren en las que surgen de la fabada, o las plenas de mantequilla, que llaman a la francesa; las bretonas, que contienen la grasa y un punto de ajo y tomate; o incluso las italianas, famosas por lo lento de su cocción, en una frasca de Chianti, colgadas largas horas al suave calor que a lo lejos desprende una fogata, y con el solo aliño de la más refinada grasa que es el aceite de oliva.

Alubias blancas, rojas, negras, para una cocina que las ama y las usa por doquier, y a la que sirven como plato sustancial en la comida popular.

Y vainas verdes como sutileza palatal, para formar parte de hervidos y diversas y exóticas ensaladas -foráneas como aquella que las perfuma con menta, o próximas, aliñadas con una vinagreta infusionada en ajos tiernos- o elegantes guarniciones, donde destacan por el fino sabor y el puro color verde que las acompaña.