PERSONAS (Robert Spaemann)

Fecha de publicación: 26-sep-2010 20:10:19

SPAEMANN, Robert. Personas. Acerca de la distinción entre “algo” y “alguien”. EUNSA, Pamplona, 2000, 236 pp.

1. Las provocadoras tesis del filósofo australiano Peter Singer sobre el dere­cho a la vida han alcanzado en años recientes un eco considerable. Según este autor, no todos los seres humanos son personas ni, por tanto, acreedores al res­peto que sólo las personas merecen. El argumento de Singer es simple. Si por persona se entiende un ser capaz de racionalidad y autoconciencia, entonces no se debe considerar personas a los miembros de la especie humana que no exhi­ban esas características, por ejemplo a los recién nacidos o a los deficientes pro­fundos, por no hablar de los fetos y embriones humanos. De esta reducción de la categoría de persona se siguen consecuencias tales como la licitud, en ciertas condiciones, no ya del aborto, sino también de la eugenesia e incluso del infan­ticidio. (Cf. P.Singer, Practical Ethics, Cambridge, 1979) El horror que suscitan semejantes propuestas no debe llamarnos a engaño: no estamos ante una ocu­rrencia de mal gusto o una improvisación dictada por el deseo de atraer la aten­ción, sino ante un verdadero desafío teórico. A la base de las propuestas de Singer late una larga tradición de pensamiento anglosajón que se remonta a Locke y cuyo último gran exponente debe considerarse el influyente libro de Derek Parfit Reasons and Persons (Oxford, 1984). El que el conocido filósofo del dere­cho alemán Norbert Hörster haya hecho suyas muchas de las tesis de Singer de­be considerarse un nuevo síntoma que confirma este diagnóstico preocupante.

Frente a estos pensadores, el autor del libro que presentamos sostiene que todos los hombres son personas y, por tanto, titulares de los derechos inaliena­bles que tal condición trae aparejados. Es cierto que ésta es la postura que adoptaría, de una manera intuitiva, la mayoría de nosotros, y que este hecho ha­bla a favor de Spaemann, toda vez que el sentir común suele ser una excelente guía en ética. Sin embargo, no podemos contentarnos aquí con esta convicción intuitiva. Seamos francos: si la definición de la persona de la que parte Singer es acertada, sus conclusiones son incontestables. De ahí que la cabal recusación de esta postura pase por el examen de sus presupuestos teóricos y por la propues­ta de una concepción alternativa de la persona.

Justamente a esta doble tarea está dedicado el libro que presentamos. Como en obras suyas anteriores, Spaemann combina en ésta sabiamente la exposición histórica con el análisis sistemático. Este modo de proceder resulta especialmen­te oportuno en vista de que también la concepción clásica de la persona defen­dida por el autor tiene importantes antecedentes en la historia de la filosofía y la teología occidental. Por otra parte, en este nuevo libro reaparecen y se prolon­gan algunos de los temas favoritos de Spaemann, tales su aguda crítica de la modernidad o la reivindicación de la teleología natural. Pero sobre todo da un importante paso adelante en la construcción de la metafísica (de la persona) sin la que, según ha declarado repetidamente, no cabe una ética.

2. Una de las tesis principales de Spaemann es que el derrocamiento de la concepción clásica de la persona y su posterior sustitución por la concepción lockeana sólo fue posible gracias al abandono por parte de la filosofía moderna de un concepto ontológico decisivo: el concepto de vida. Para la tradición me­dieval que se había esforzado por articular filosóficamente el novedoso concep­to cristiano de persona, la tríada "pensamiento-vida-ser" designaba un continuo en el que el concepto fundamental y mediador era el de vida: la conciencia es vida plena, vida vuelta sobre sí misma; el ser, la sustancia, se concibe a seme­janza de nuestro propio ser, que no es otra cosa que nuestro vivir (vivere viventibus est esse), este principio tomado del De anima será citado repetidamente por Spaemann). Para Descartes, en cambio, la vida no es una idea clara y distinta, y ha de abandonarse en beneficio del ideal de certeza absoluta. Desahuciado este concepto mediador, la res cogitans y la res extensa quedan enfrentadas como magnitudes inconmensurables. La identidad personal ya no podrá entenderse en función de la continuidad del hombre como ser vivo, sino como integración de los estados de conciencia.

Con Locke asistimos a una nueva variación sobre el tema de la destrucción del concepto de vida, acompañada esta vez de la construcción de un concepto de persona en la que se extraen las consecuencias de aquel paso. Condicionado a la vez por el abandono del concepto de potencia (que es solidario del sustancialismo aristotélico) y por la primacía que la filosofía empirista concede a los datos atómicos de la sensibilidad, Locke entenderá el movimiento como lo hace el cálculo infinitesimal: descomponiéndolo en una infinidad de estados discre­tos. Como se ha observado a menudo, este tratamiento comporta la renuncia a pensar el movimiento en tanto que tal, pues lo reduce a una sucesión de quie­tudes. Como por otra parte la vida es precisamente movimiento, la postura de Locke conduce en línea recta al abandono del concepto de vida. En el marco de esta filosofía no cabrá hablar de seres vivos, sino a lo sumo de estados orgáni­cos discontinuos. Habida cuenta de que el ser vivo "hombre" incurre en este mismo veredicto, la identidad personal se torna una idea problemática y a Loc­ke no le queda sino intentar reconstruirla como integración de estados de conciencia. Esta integración es obra del recuerdo, que actualiza y reconoce co­mo propias vivencias pretéritas. Salta a la vista que una doctrina semejante de la identidad personal está gravada con numerosas dificultades, por ejemplo que las acciones de un sujeto que él ha olvidado no le sean en absoluto imputables. Pe­ro lo más importante es advertir que esta posición negará forzosamente la con­dición personal de todos los seres humanos que, por una razón u otra, sean in­capaces de autoconciencia, ya que ésta es la única fuente de la identidad personal. Aquí tiene su origen, por tanto, la concepción de la persona hoy de­fendida por Parfit o Singer.

3. Las páginas más apasionantes del libro están dedicadas a la reivindicación y reelaboración del concepto clásico de persona. Si su destrucción estuvo condi­cionada por el abandono del concepto de vida, su reconstrucción pasa por la recuperación de esa categoría ontológica fundamental.

Las personas son seres vivos, seres dotados por naturaleza de un impulso (Trieb) egocéntrico de conservación y expansión. En la medida en que favore­cen la satisfacción de este interés, los objetos que pueblan el entorno del ser vi­vo poseen para éste un valor estrictamente funcional. En el animal, la solidari­dad con los intereses dictados por la propia naturaleza es tal que no cabe hablar de autoconciencia. Sólo la aparición del Otro como otro -como centro que otor­ga valor funcional a su entorno, al que yo pertenezco- permite al hombre dis­tanciarse o relativizar su impulso natural y cobrar conciencia de sí. Por eso, frente al proceder solipsista de la moderna filosofía de la subjetividad, Spaemann repetirá que de las personas sólo cabe hablar en plural. Esta concepción de la persona como ser vivo que ha "despertado" de su centramiento natural tie­ne consecuencias que afectan al debate sobre la condición personal de los seres humanos. Si bien es cierto que ser persona no equivale a ser miembro de una especie (animal) -sobre este punto volveremos en seguida-, no lo es menos que las personas que nos salen al encuentro, a las que abrazo o hiero, son seres vivos, seres provistos de una estructura teleológica que me permite favorecerlos o perjudicarlos. El alma, como principio de la vida animal es el soporte ontológico de la continuidad de la existencia personal; la biología es el arrimo de la biografía. Frente al "momentanismo" de Locke y sus epígonos, que llegan a afir­mar que no son la misma persona quien se durmió y quien amanece, la recupe­ración del concepto de vida permite a Spaemann reivindicar la identidad perso­nal a despecho de la discontinuidad de la autoconciencia.

Mas la anterior insistencia en que las personas son seres vivos dotados de una naturaleza no debe hacernos perder de vista el hecho ya señalado de que lo más característico de las personas es no quedar sumidas en su naturaleza, si­no relativizarla, distanciarse de ella. La persona no es su naturaleza, sino que "tiene" su naturaleza, dispone de ella, toma postura ante ella. La persona consis­te justamente en este tener su propia naturaleza.

El "tener" constitutivo de la condición personal no es en modo alguno un dato empírico físico o fisiológico, sino que consiste en la autoreferencia -teórica y práctica- por la que el hombre se relaciona con su propia identidad, es decir, con los rasgos empíricos que conforman o definen su naturaleza. La identidad numérica de la persona nunca se confunde con su identidad cualitativa: ser al­guien es siempre distinto de ser algo. Nadie es lisa y llanamente lo que es, sino que cada hombre aún ha de tomar postura ante su propia naturaleza empírica. En esta toma de postura consiste su condición personal.

El hecho de que la condición personal no sea un dato empíricamente contrastable, de que las personas estén más allá del ser categorialmente estructura­do, determina que no sean las personas objetos susceptibles de descripción identificadora. Por eso les damos un nombre propio. Y es que las personas son individuos en un sentido enfático, peculiar. Enlazando con una tradición que se remonta a Boecio, Ricardo de San Víctor y Tomás de Aquino, Spaemann recor­dará que la palabra "persona" se refiere a los individuos no en lo que tienen de casos de una especie, sino ante todo en tanto que individuos irrepetibles. Por eso dirá Tomás de Aquino que "persona" es un nomen rei, no un nomen intentionis.

4. La consecuencia más importante e inmediata de esta concepción es el re­chazo de cualesquiera requisitos empíricos como acreditación de la condición personal. Porque la persona está au-delá-de-l'étre, porque es inobjetivable, los hombres no han de acreditarse como personas demostrando la posesión de ciertos rasgos que hubieran de ser comprobados por quienes ya han accedido a la condición personal. No se es persona por cooptación, sino que todos los se­res humanos son miembros natos de la comunidad interpersonal.

El nominalismo al uso replicará, claro está, que es pura arbitrariedad -"chau­vinismo de la especie", diría Singer- la concesión indiscriminada de la dignidad personal a todos los hombres, exhiban o no los rasgos de racionalidad y autoconciencia. Pero esta objeción pasa por alto que si bien la presencia de tales rasgos es comprobable con toda certeza en muchos casos, su ausencia no es tan fácil de constatar. ¿Quién se aventurará a pronunciarse sobre el grado de auto- conciencia de un subnormal profundo? Y dado que sólo la plena certeza autori­zaría a rehusar el reconocimiento de la condición personal a otro hombre, la más elemental prudencia (in dubio pro homine) obliga a considerar que todos los seres humanos son personas por el solo hecho de pertenecer a una especie cuyos ejemplares típicos poseen racionalidad y autoconciencia.

Esta conclusión se ve confirmada por consideraciones de otro orden. En el hombre, la dimensión personal se despliega siempre en el marco de la común naturaleza humana, definida a su vez por funciones biológicas precisas. En la fiesta, por ejemplo, se humanizan o personalizan funciones elementales como el comer y el beber. Ser persona no es negar la propia condición natural, sino reo­rientarla, transformarla o sublimarla. Esta "naturalidad" de la esfera personal concuerda con el hecho de que los seres humanos no sean simples casos o ejemplificaciones de una idea abstracta, indiferentes hacia el destino de los demás casos de la misma especie (como ocurre por ejemplo con los automóvi­les de un mismo modelo), sino que están vinculados al resto de la humanidad por un nexo genealógico, reproductivo: existen unos gracias a otros. Todo ello -la naturalidad de lo personal y la continuidad genealógica de la especie natu­ral- sugiere vivamente que no es la posesión de ciertas características empírica­mente contrastables lo que determina la pertenencia a la comunidad interperso­nal, sino la inserción en aquel nexo genealógico.

Por lo demás, la negativa a considerar personas a quienes no exhiban ciertas características se enfrenta a hechos muy conocidos de la psicología evolutiva. El lenguaje, por ejemplo, pasa por ser un rasgo definitorio de la condición perso­nal. Pero el niño sólo aprende a hablar si su madre le dirige la palabra, y no de cualquier manera sino como quien interpela... a otra persona. Quien pretenda enseñar a hablar a un niño sólo saldrá adelante con su intento si adopta la acti­tud adecuada, que implica la sincera convicción de que esa enseñanza, lejos de catapultar al niño a la condición personal, presupone que ya es persona. Y lo que se acaba de decir acerca del lenguaje puede hacerse extensivo a los demás rasgos en los que supuestamente se cifra la condición personal. Ni la racionali­dad (en un sentido fuerte del término que no la reduzca a habilidad técnica) ni la autoconciencia llegarían a desarrollarse si el individuo no fuera acogido y so­cializado en una comunidad que le diera el trato que sólo a las personas depa­ramos.

5. Pero la aportación positiva del libro no se encierra en una reformulación del núcleo teórico esencial de la concepción clásica de la persona, sino que se prolonga en las numerosas páginas dedicadas a explorar en distintas direcciones las implicaciones de la posición defendida. En unos casos se trata de meros ex­cursos, de agudas apostillas sobre cuestiones tan variadas como el amor, el arte, la paz, el respeto, la autonomía o incluso el sentido de la vida; en otros, de en­sayos independientes a los que se dedica capítulo propio, como ocurre con la conciencia moral, el alma, la muerte, la libertad o el perdón. Unos y otros po­nen a prueba la solidez y fecundidad de la comprensión de la persona como ejercicio de "tener" una naturaleza. Ante la imposibilidad de ocuparnos de todas estas cuestiones, digamos dos palabras sobre algunas de ellas.

Las reflexiones de Spaemann sobre la libertad prolongan de una manera orgánica los principios básicos de su comprensión de la persona. Por una parte, la hipótesis de la libertad viene ya sugerida o avalada por la ya mencionada "inobjetividad" del ser personal, que por principio se encuentra más allá del ser categorialmente estructurado. En efecto, si la persona no está "sumida" en su naturaleza, tampoco está inextricablemente complicada en la trama de las cau­sas, sino que es libre. (Este argumento trae a la memoria el "segundo problema" propuesto por Kant al explayar el Teorema II de su Crítica de la Razón Práctica.) Por otra parte, el término "libertad" cobra a juicio de Spaemann un nuevo y radical sentido cuando es pensado en conexión con la idea de persona. Ya no se referirá sobre todo al querer fines concretos, querer para el que siem­pre hay algún motivo que hunde sus raíces en la naturaleza del sujeto volente; sino a la capacidad del hombre para decidir ser de una u otra manera, ser tal o cual clase de hombre. A la libertad humana (entendida en este sentido radical) se le brindan únicamente dos posibilidades: o secundar el impulso que le inspi­ra el descubrimiento del Otro como otro, relativizando los propios intereses en aras del respeto, la justicia y finalmente el amor; o reincidir en su egocentrismo natural, que hace del propio interés instancia última de decisión. Se trata de dos opciones inconmensurables. No hay un motivo que nos lleve a preferir una an­tes que la otra, pues ese motivo habría de hacer mella en una naturaleza, con lo que nos hallaríamos ante una decisión particular, no ante una decisión que afec­ta a la estructura fundamental del querer. De acuerdo con una larga tradición que va desde San Agustín a Scheler, Spaemann hablará para el caso de un acto del corazón, no de la voluntad racional; y no por casualidad: el concepto evangélico de corazón es el primer ancestro de lo que hoy entendemos por per­sona.

Es justamente la posibilidad de tomar postura ante la propia naturaleza y, llegado el caso, reorientar el propio querer fundamental, lo que funda la posibi­lidad del perdón, acto peculiarísimo en el que brilla con luz propia lo específico de la condición personal. Quien perdona "consiente" al otro llevar a término un movimiento espiritual para el que no basta el simple arrepentimiento, por since­ro que sea: le habilita para enmendarse, es decir, para distanciarse de su propia naturaleza. A la inversa, quien deniega el perdón solicitado, "clava" al otro a su pasado, a la naturaleza o catadura de la que él intenta despegarse. A su vez, quien promete (aquí el ejemplo arquetípico ha de ser la promesa matrimonial) se compromete... a no cambiar de parecer. ¿Cómo podría ser esto si no fuera porque cabe al hombre no dejarse arrastrar por su naturaleza, sino reorientarla en alguna medida?

Como se ve, de esta concepción de la persona parten numerosos caminos, algunos de ellos recorridos en las páginas de este libro sugerente. De este mo­do, a la indudable oportunidad de la publicación de esta obra se añade la fe­cundidad de las ideas que ella se exponen.

Recensión de Leonardo Rodríguez Duplá en Diálogo Filosófico, nº 42, Septiembre/Diciembre, 1998, pp. 405-410.