5. EL PROYECTO MORAL

  1. La virtud

La virtud es un hábito operativo bueno. Es decir, una disposición estable fruto de la repetición de acciones buenas. Es operativo porque sirve como guía para la acción y, además, bueno porque supone la encarnación del valor en los actos morales y en la persona que los realiza.

Se ha dicho que la virtud nos afecta en lo más profundo de nuestro ser, que crea en nosotros como una segunda naturaleza. Con esta expresión lo que pretendemos decir es que nos asegura facilidad y comodidad inclinándonos hacia el bien. Esa inclinación, siempre, en cada acto tiene que ser de nuevo aceptada libremente por nosotros. La virtud inclina pero no elige, no determina.

Por otra parte, los actos que proceden de las virtudes son más perfectos, porque al provenir de un hábito operativo estable se realizan de forma más excelente. Una persona generosa, por ejemplo, se sacrifica por los demás con más facilidad y eficacia que otra que carezca de esa virtud.

Hemos afirmado que la virtud es hábito, pero hábito electivo que se constituye desde la acción moral, por tanto, siempre tiene que permanecer anclada a ella, a la búsqueda contínua del bien, a la perfección de la persona humana. Es decir, no vale con tener la virtud y ya está. No, la virtud no puede mecanizarse porque si se mecaniza, se convierte en una serie de “hábitos psíquicos” que se dejan llevar por la inercia y tiranizan al hombre. Por eso, la virtud siempre tiene que tener como referencia la totalidad de la vida moral y ello conlleva que tenga como referencia al resto de las virtudes, pues no hay una única virtud.

  1. Las virtudes

Las virtudes, en cuanto hábitos, son producidas por actos de las distintas facultades humanas y perfeccionan al hombre perfeccionando la facultad de la cual son hábitos. Nosotros sabemos que los actos humanos son posibles gracias a la intervención de dos facultades: inteligencia y voluntad. Así pues, la virtud será un hábito que perfeccione estas dos facultades y perfeccionando a éstas, perfeccionará a toda la persona.

Atendiendo a este hecho, podemos distinguir dos tipos de virtudes: las virtudes intelectuales y las virtudes morales.

Las virtudes intelectuales son aquellas que nos confieren la capacidad de obrar bien a diferencia de las morales que nos hacen usar bien de esta capacidad. Por eso hay que decir que las virtudes intelectuales lo son, en tanto, que están al servicio de las morales, pero consideradas en sí mismas no son virtudes en sentido estricto.

Por ello, las virtudes que realmente nos interesan a nosotros son las segundas: las virtudes morales.

La virtud moral afecta al hombre en lo más íntimo de sí mismo, en su voluntad y en su libertad. Es más que la simple capacidad de obrar bien, puesto que, en tanto que perfecciona al hombre en su voluntad y en su libertad, le hace obrar cuando debe y como debe. Alcanza, pues, esa zona del hombre en la que se elaboran las intenciones fundamentales y surgen las elecciones singulares; purifica la mirada de la inteligencia y la dirige hacia la acción buena. Hace bueno al hombre y el hombre bueno hace el bien. Aparece así, como un auténtico dominio de la persona sobre sí misma. Es principio de humanización y de personalización.

Es por lo que se ha definido como hábito electivo, como aquello que hace buena la elección.

Pero hace buena la elección situándola en su justo medio. Esta expresión utilizada por Aristóteles para caracterizar a las virtudes morales es muy importante.

Cuando Aristóteles habla de justo medio está refiriéndose a la perfección de las virtudes morales. La virtud moral es el justo medio entre vicios opuestos. Es decir, el justo medio no es “justo medio de mediocridad sino justo medio de eminencia”.

El esquema de las virtudes morales sería el siguiente:

Este esquema nos hace ver claramente que la vida moral supone un equilibrio y que en el equilibrio está la estabilidad, la plenitud, la excelencia.

Este bien consiste en la conformidad de la materia de la virtud con la regla de la razón. En ese sentido recordemos lo que decíamos al hablar de la virtud como bonum rationis, como encarnación, en la vida personal de la ley moral, como encarnación del valor que nos pide realizarse no sólo en nuestros actos, sino en nuestra persona para plenificarnos.

Las virtudes morales se nos dan en cuatro grandes direcciones que nos indican las cuatro grandes direcciones de la vida moral:

- Virtudes directoras de la actividad moral: Son las que deben asegurar la dirección en el discernimiento de las situaciones concretas y de las conductas a seguir. La virtud directora fundamental es la prudencia.

- Virtudes de firmeza: Las que nos ayudan a mantener nuestro propósito firme, nuestra vida moral en su recta dirección. La virtud de firmeza fundamental es la fortaleza.

- Virtudes de moderación: Las que nos ayudan a mantener la búsqueda del placer al servicio de la vida moral. La virtud de moderación fundamental es la templanza.

- Virtudes relacionales: Las que ponen en relación nuestra vida moral con la de los demás, porque como personas, no somos meros individuos, somos seres morales y nuestra búsqueda del bien está unida a la búsqueda del bien de los demás. La virtud relacional fundamental es la justicia.

3. Las virtudes fundamentales

No tenemos espacio para hacer una lista exhaustiva de las virtudes, ni para hablar de todas ellas. Así que nos ceñiremos a las virtudes fundamentales: prudencia, fortaleza, templanza y justicia. Hablaremos de las cuatro, aunque sólo sea brevemente.

a. Prudencia

La primera de las virtudes fundamentales es la prudencia. Se puede decir que, además, es la primera porque “domina” a toda la virtud moral.

La prudencia es la que se encarga de presentarnos la realidad moral: el valor. Y de hacernos ver con claridad si la acción que vamos a realizar es buena o no. En el fondo, la prudencia es la aplicación del sentido moral (sindéresis) mediado por el juicio de la conciencia a la acción concreta. Podríamos decir que es la virtud de la verdad de la vida moral. Por eso, es una virtud intelectual porque nos presenta delante la verdad del valor pero, al mismo tiempo, nos mueve, como virtud moral, a la realización de ese valor conocido en el acto y en nuestra persona.

Por eso dice Pieper: “El prudente, contempla, por una parte, la realidad objetiva de las cosas y, por otra, el “querer”, el “hacer”; pero, en primer lugar la realidad, y en virtud y a causa de la realidad determina lo que debe y no debe hacer”.

Si entendemos esto, comprenderemos el sentido de la primacía de la prudencia sobre las demás virtudes: sin prudencia no hay vida moral. Así, lo expresaba el adagio clásico: “omne pecatur opponitur prudientae”. (“Todo pecado se opone a la prudencia”).

b. Fortaleza

La virtud de la fortaleza es la virtud de la firmeza. Hay que mantener firme la decisión de ser bueno. Hay que resistir y atacar. Resistir los ataques del mal y los temores que suscita su proximidad y atacar con audacia, siempre moderada por la prudencia, por la razón. Por eso se ha dicho que la fortaleza es “la que aparta temores y modera audacias”.

La fortaleza nos hace conscientes de nuestra vulnerabilidad –no somos buenos por naturaleza, la vida moral es ardua- y de nuestra grandeza –el mal puede ser derrotado si mantenemos el timón firme-. Pero la fortaleza no es simplemente un ejercicio de fuerza que se basta a sí misma, que presume de sí. El fuerte, no es el “forzudo” en sentido moral, el fuerte es el que mantiene la cimera alta con la vista en el bien y por eso aparta temores y modera audacias. La fortaleza es virtud de esperanza, el bien exige esfuerzo, pero es posible. Se puede ser pleno pero hay que ponerse en camino.

c. Templanza

Es un hecho que tenemos una disposición natural al gozo. Pero también es un hecho que esta disposición si no está ordenada, puede ser un obstáculo en nuestra vida moral, porque el gozo será sustituido por el goce.

La templanza es la virtud del gozo. La que se enfrenta al goce, al puro placer, para hacerlo fecundo, para darle auténtica categoría humana y convertirlo en gozo.

La templanza atempera, modera los placeres para que estén al servicio de la razón que busca el bien. Que busca el bien en sí y el bien de la persona. Por eso la templanza es virtud de unidad. Lucha por unificar lo que es uno, la persona, unidad corpóreo–espiritual. Es testimonio de esta unidad y expresión de ella. Sólo el goce que no es puro hedonismo sino que está al servicio de la persona, del bien, es auténtico y por eso es más que goce, es gozo. No sólo expresa una dimensión puramente física sino que expresa la totalidad de las dimensiones de la persona humana. El gozo es plenamente humano, y supone el más alto grado de placer, placer que se define por ser humano y no burdamente como hace el hedonismo por un superficial criterio de intensidad.

Eso es lo que quería expresar S. Agustín cuando decía: “Quien no es espiritual en su carne, se convierte en carnal incluso en su espíritu” o lo que, desde el otro lado, afirmaba Pascal: “El hombre no es ni ángel, ni bestia, y lo malo es que el que quiere hacer el ángel, hace la bestia”.

Efectivamente, la posición hedonista y la angelista (espiritualista) no están tan lejos. La templanza modera y, al moderar, habla de la importancia del gozo en la vida del hombre, gozo corpóreo-espiritual o espíritu-corporal. ¿Qué más da? El hombre no puede gozar sin espíritu, pero tampoco sin cuerpo. Y todo gozo espiritual es gozo corpóreo. Y viceversa.

d. Justicia

Por último, apenas unas palabras sobre la justicia. La justicia es la virtud del rostro del otro. Es la virtud que me hace consciente del tú, y al hacerme consciente de tú, me hace consciente de yo. Y de la comunidad yo-tú, que es lo que queremos encerrar en la palabra “nosotros”. “Nosotros” no es, pues, una reunión de individuos. El 1+1 es igual 2 pero el 2 no es comunión sino reunión. Y, aunque para constituir una comunidad se requiere una reunión, ella no basta. Esa reunión tiene que ser de personas: de un yo y un tú recíproco. Y desde esa reciprocidad de las conciencias surge el nosotros.

Desde aquí se puede comprender por qué Pieper dice que la justicia es la “plenitud óntica del ‘nosotros’”.

La virtud de la justicia, por tanto, exige que funcionen las tres estructuras básicas de relación del “nosotros”. Estas son:

- Las relaciones de los miembros entre sí cuya equidad se apoya en la justicia conmutativa.

- La relación del todo social a los miembros cuya equidad se apoya en la justicia distributiva.

- Las relaciones particulares entre los miembros, aislados del todo, que debe ir regida por la justicia legal.

En definitiva, si la definición clásica de justicia es “dar a cada uno lo suyo”, esto no significa más que reconocer al otro como lo que es, persona, y tratarle como tal. De ahí que la virtud de la justicia sea uno de los pilares de la vida moral, por eso la justicia es la virtud del rostro del otro. Sin el rostro del otro, sin justicia, ¿quién soy yo?

e. La unidad de las virtudes

Las virtudes no son más que manifestaciones de la unidad de la vida moral de la persona y de su propio ser, por tanto, las virtudes están conectadas entre sí. Unas llaman a las otras y las otras llaman a las unas. El objetivo de la vida moral es ser bueno y sólo es bueno el virtuoso, el que tiene todas las virtudes. No se puede ser temperante, sin ser prudente, ni fuerte, ni justo. Empecemos por donde empecemos todo nos lleva a unidad porque las virtudes son parte de un proyecto y ese proyecto es un proyecto de unidad. El proyecto de unidad, de un ser de unidad: la persona.

4. La intención fundamental: el ordo amoris

Las virtudes tienen que ayudar a configurar el proyecto moral –y a realizarlo-; tienen que dar lugar a un talante de fondo, a una actitud general ante el bien, que sea expresión de lo que la persona es. Y que, aunque sea constituida por los actos y las virtudes, en cierto modo las precede porque posibilita el ejercicio de las virtudes y la realización de actos buenos. Eso es lo que se ha llamado ethos u ordo amoris.

Ese ethos es la expresión íntima en el orden moral de lo que la persona es. El ethos es, pues, en boca de Max Scheler: “el sistema articulado (...) de sus efectivas estimaciones y preferencias”.

La misión fundamental de toda persona será constituir su personalidad moral pues es la manifestación en nosotros del orden de los valores encarnado, vivido y es principio de vida –suponiendo que optamos por el bien y constituimos en nosotros un ordo amoris auténtico-. Lo que nos mueve a actuar.

El ordo amoris requiere una toma de postura ante el mundo de los valores y un ejercicio moral continuo desde esa primera decisión voluntaria. Se va constituyendo a través de cada una de las decisiones libres que vamos tomando y de cada una de las acciones que vamos ejecutando al mismo tiempo que el propio ordo amoris, tal como está constituido, nos mueve a realizar acciones en un sentido determinado: el de su orden de preferencias. Así pues, vamos creciendo o menguando, en un proceso contínuo del cual somos dueños y cuyo objetivo ya sabemos cuál debe ser: llegar a ser plenos.

Por eso un ordo amoris auténtico sólo se puede vivir desde una clara “consciencia ética”. Es decir, sólo el que vive cara a los valores y se pronuncia conscientemente en el terreno moral cara a ellos es el que puede tener un ordo amoris auténtico, no falsificado.

En él se manifiestan dos niveles: el del ordo amoris ideal que nos indica el camino de plenitud personal que debemos seguir y en el que estamos embarcados y el ordo amoris real que nos pone delante de los ojos lo que somos con respecto a lo que debemos ser. Es por lo que en la vida moral cuando uno tiene conciencia de haber realizado el bien sabe que siempre le queda más, mucho más. Y es también quien nos hace huir de todo fariseísmo moral. El bueno, si lo es, siempre es humilde.

Pero ese ordo amoris real tiende a conformarse con el ideal puesto que el ser humano busca su plenitud, una plenitud de vida –eudaimonía o vida lograda- en la que se rompen las fronteras del deber. En la que el deber ya no es “lo debido”, sino lo “amado”. Donde se ha descubierto de tal forma el fundamento del orden moral que la relación que se establece es una relación de amor, donde ya no hay “ley”. Como dice Juan de la Cruz en Subida al Monte Carmelo, en lo alto del Carmelo, monte de la perfección: “Ya por aquí no hay camino, pues para el justo no hay ley; él para sí mismo se es ley”.

El justo se convierte en plenamente autónomo, porque se ha constituido en persona plena. Y se ha constituido en persona plena porque ha respetado el orden moral que ha descubierto en sí. Y lo ha descubierto en sí, porque lo ha descubierto en otro. Por eso el orden moral es pura gratuidad.

Pero sólo se puede llegar a esto, si descubrimos que el fundamento del orden moral está en el amor. El amor es el que constituye el auténtico ordo amoris que ya no es orden de preferencias simplemente sino auténtico orden del amor.

5. Amor y moralidad

Así llegamos al final, sólo se puede entender lo que es la actividad ética de la persona humana desde el amor. La persona es un ser para el amor y sólo desde esta actitud se puede fundar una ética al servicio de la persona que no sea pura palabrería y una bioética que no busque sólo el progreso técnico y no el progreso personal.

No podemos aquí analizar la vivencia amorosa pero, ¿de qué nos habla el amor? De lo que todos buscamos y deseamos, la vida feliz, la vida buena, la vida lograda. Y ese es el fin de la vida moral: una vida de gratuidad amorosa.

Pero para descubrir lo que es la moralidad, y el amor, debemos descubrir lo que es la persona y servirla. Sólo si nos dejamos arrebatar por el rostro de la persona, de una persona, y si tenemos una experiencia de amor verdadera, podremos descubrir lo que es el amor, lo que es la persona, lo que es la moralidad. En definitiva, veremos hecho carne el aliento de lo eterno que subyace en el fondo del corazón humano, del tuyo y del mío.

Sólo así podremos dar sentido al quehacer ético. Si no, la moralidad será mera palabrería, pero la persona también.

Así lo expresa admirablemente Grygiel:

“El primer mandamiento de la bioética, que es la ética del acontecimiento de la persona humana, es la petición-oración dirigida por cada uno de nosotros, que somos nascituri a los demás: “¡Ayúdame a madurar!”. No ayuda al hombre el que le mira desde el punto de vista de algún fragmento espacio-temporal de su ser y no desde el punto de vista del Futuro, desde el que se comprende la totalidad del ser; al defender después este fragmento, desintegrará el acontecimiento de la revelación-petición y de la revelación-respuesta que constituye a la persona humana. En el mandamiento “¡Ayúdame a madurar!” se dibuja el horizonte inviolable de la vida del hombre y con él las normas de la bioética.

En la respuesta a la llamada: “¡Ayuda a ese poco de polvo a madurar!”, debería estar incluido no sólo el cuidado de la salud. Ayuda a ese poco de polvo a madurar, aquel que le ayuda a mirar al cielo, desde el cual le llega al hombre la promesa: “¡Tú no morirás!”. Una bioética donde no resuena, por un lado, esta Promesa y, por otro, la esperanza del hombre, condena al hombre, a priori, a ser objeto del puro quehacer que le somete a la muerte. La bioética defiende al hombre sólo si nace en y de la comunión de las personas que se ayudan las unas a las otras, porque la verdad del ser del hombre se desvela a aquellos que viven en comunión.

Quien ama se identifica con lo sagrado de la identidad del amado y se hace santo. Una bioética que no le diga esto a los científicos, a los médicos; una bioética en la que no haya lugar para palabras como las del juramento de Hipócrates: “¡Santos y puros mantendré mi vida y mi arte!” –primero mi vida y sólo después mi arte- es una bioética que no sirve para nada”.

VICIO

(-)

VIRTUD

VICIO

(+)