CUERPO VIVIDO (AA. VV.)

Fecha de publicación: 10-nov-2011 23:40:01

AA.VV. Cuerpo Vivido. Encuentro. Madrid, 2010. 161 pp.

Aparece, con el título Cuerpo vivido, un volumen en Ediciones En­cuentro que recoge diversos ensayos filosóficos, todos ellos escritos por filósofos españoles —José Ortega y Gasset, José Gaos, Joaquín Xirau, Le­opoldo-Eulogio Palacios, Agustín Serrano de Haro- en torno a la cues­tión del cuerpo humano, y ordenados por orden cronológico de su apa­rición. Podemos decir que el nexo entre todos ellos consiste en la lectura fenomenológica que del cuerpo realizan, si bien subrayando, ca­da uno de ellos, aspectos diferentes.

Vitalidad, alma y espíritu es el título de unas conferencias de Orte­ga, con las que se inicia el presente libro. Frente a corrientes de tono idealista, o de influjo protestante, la propuesta de Ortega consiste en re­cuperar la idea compleja y total de la persona humana, lo cual pasa por superar la división del todo humano en cuerpo y alma. Este objetivo planteado se inicia con una distinción de las tres grandes zonas de la personalidad. La primera, denominada alma carnal, vitalidad, o fuerza vital, constituye el cimiento de nuestra personalidad, en que se encuen­tran lo somático y lo psíquico, lo corporal y lo espiritual. Junto a esta primera dimensión, el espíritu se presenta como lo más personal de nuestra estructura: se trata del conjunto de los actos íntimos de que ca­da cual es, y se siente, autor o protagonista. Pensamiento, voluntad, son sus actos propios, actos que brotan de lo más profundo de nuestro yo, y que por lo mismo, escapan al sometimiento del tiempo. El ámbito in­termedio a ambas realidades, vitalidad y espíritu, lo constituye el alma, región de los sentimientos y emociones, deseos, impulsos y apetitos. Si en el espíritu es el yo dueño y señor, aquí los actos se experimentan co­mo algo propio pero sin ser el propio yo. Descrita nuestra realidad con esta visión tridimensional, pasa a caracterizar cada una de ellas. Si el espíritu remite a la objetividad de algo otro que sí -la Verdad, la Nor­ma-, el alma es el rincón de lo más privado y exclusivo. Por ello, califi­ca Ortega las distintas etapas del crecimiento humano, lo mismo que las del desarrollo de los pueblos o sus manifestaciones culturales y artísti­cas, según el predominio de una u otra dimensión; estas tres zonas, y su combinación, nos aclaran los diferentes modos de ser: «Lo mismo que las épocas, cabría mirar los pueblos actuales bajo este prisma de carac­terización, calculando la ecuación de los tres elementos que correspon­de a cada uno» (p. 52). Sirva el siguiente ejemplo: lo mismo que el niño vive fundamentalmente de su vitalidad, de su cuerpo, el adulto lo hace desde su espíritu. Y si el pueblo griego es expresión sublime de la bús­queda universal, el germano lo es de la vitalidad. Tras el arte gótico, que refleja el imperio del alma y su intimidad sentimental, el Renaci­miento lo congela.

La caricia, escrito de José Gaos, nos presenta una interesante lectura fenomenológica de este gesto expresivo, exclusivamente humano, car­gado de matices y de rico significado: sólo el hombre es animal de cari­cias, acariciador y acariciado (p. 71). Suavidad, lentitud, y fugacidad, así como la tibieza o su temperatura común, son algunos de sus rasgos esenciales; calmar, consolar, implorar o placer, sus diversas finalidades. Pero su raíz común no es otra que el amor; un amor que se distingue -y no se reduce- del amor sexual por su profundidad infinita: si el mo­vimiento sexual mira a la posesión -ejecutada por las manos—, el pudor en la caricia expresa su tendencia a acoger, a la contención en el temor, experimentada, sobre todo, en el corazón. Como en el amor, también la reciprocidad pasa a determinar toda caricia; ella es relación de simpatía, de tierna comunión entre la carne de los vivos. Finalmente, la cuestión acerca de su último sentido, hace de la caricia una singular revelación no sólo del amor -natural—, sino, además, de un amor sobrenaturalmen- te humano, trascendente.

De alma encarnada, nido de intrínsecos dualismos, califica J. Xirau en su texto Presencia del cuerpo aquel enigma humano que acarreamos, más aún, que todos nosotros somos. Frente al cueipo físico, al de la ciencia, a la materia bruta e inerte, es el cuerpo espiritual o espíritu en­carnado lo que define nuestra misteriosa realidad. Este cuerpo, que soy yo, es dibujado con tres fundamentales rasgos o propiedades esenciales: el cuerpo es resistencia, lucha interna y dinámica que reclama, como ca­mino para la salvación, adquirir una integridad personal, únicamente posible en virtud de aquél dominio por el cual yo me entrego, me iden­tifico con el cuerpo. En tanto que instrumento, el cuerpo me incorpora al mundo y el mundo entra en lo más profundo de mí: «Las cosas del mundo se encarnan en mí, se hacen cuerpo de mi cuerpo, alma de mi alma, presencia y revelación, consciencia, mundo, paisaje, perspectiva, camino...» (p. 93). Por el cuerpo el mundo se convierte en instrumento del alma. En fin, el cuerpo es también presencia en la que me manifies­to, abierto al mundo éste se me abre a mí también. Presencia en la que me realizo de manera progresiva, en la que se anticipa mi propia y defi­nitiva eternidad.

En El i-ostro y su anulación presenta L.-Eulogio Palacios una refle­xión en torno a dos momentos o cuestiones: en primer lugar, insiste en el valor individualizador -peculiaridad- del rostro humano, expresión de su racionalidad, y definitiva posibilidad de la vida en sociedad. En su máxima expresividad visual o auditiva, el rostro recoge también la indi­gencia radical de un ser humano que no se posee, que no se contempla a sí mismo, del todo. En segundo lugar, analiza el autor diversos modos en que el hombre anula esa su pública exhibición, la alienación de su propio rostro: frente a manipulaciones materiales o externas, como el antifaz o la máscara, la efigie o la imagen artística, que miran a disimu­lar la aparición del rostro humano ante la visión de los demás, se pre­senta otro modo de anulación más profundo y último -la conciencia del rostro ilusorio-, consecuencia de una mirada trascendental y que consis­te en la desfiguración progresiva hasta la muerte. Pero esta anulación de lo caduco en nuestro rostro de muerte, la anulación espiritual llevada a cabo por la gracia, es principio de paz, conato de eternidad. «La afirma­ción o la anulación de la existencia aparente son el anverso y el reverso de la moneda de la vida» (p.122).

Por último, en Atención y dolor. Análisis fenomenológico, es el pro­pio Serrano de Haro quien nos ofrece una disertación desde la fenome­nología del dolor. La relación que el dolor, fenómeno íntimamente hu­mano, y la atención que la conciencia le presta, son revisados aquí, poniendo de manifiesto, en el fondo, la estructura subjetiva del yo que sufre. Con gráficos ejemplos se analizan los diversos grados de esa rela­ción intencional (o atencional), desde el dolor agudo que violentamente irrumpe monopolizando toda posible atención, hasta su extremo opues­to, ese dolor desatendido o inconsciente, pasando por dolencias latentes apenas advertidas, que no interfieren en la normal actividad. Mucho más que un fenómeno de conciencia, el dolor constituye una experien­cia nuclear, vital desde la que el sujeto ve modificarse o alterarse el con­junto de sus demás vivencias: «el dolor se dibuja así como un aconteci­miento especialmente revelador de estructuras fundamentales de la exis­tencia consciente» (p. 130).

Pero, por mucho que se quiera perder o retirar la presencia munda­na a la hora de aquella experiencia intensa del dolor, siempre le que­dará a ésta, al menos, otra espacialidad más interna, la de su propio cuerpo vivido. Por eso, la reflexión final del autor (iluminada por ejem­plos concretos de vivencias dolorosas) transcurre entre un tipo de aten­ción dirigida ahora al fenómeno del dolor, y que no es sino aquella in­tencionalidad propia de los actos de conciencia, fundamental para que la primera Fenomenología caracterizara la subjetividad, y una experien­cia más interna o inmediata, la de un dolor físico invasivo, en la que el sujeto llega a perder incluso la conciencia, su propia iniciativa. Entre ambos, esas molestias corporales que el sujeto sobrelleva desde la pasi­vidad, que le son dadas, llamando débilmente la atención consciente.

En el fondo, el análisis fenomenológico del dolor en sus diversas in­tensidades, aquí expuesto, lejos de detenerse en sus niveles mensura­bles, va más allá de la mera confrontación con los niveles de conciencia y de atención intencional correspondientes; en juego no sólo está algo físico, ni su conciencia psicológica, sino la estructura completa del yo, el sujeto todo en su cuerpo vivido, sede de todas las vivencias. Pienso que, si cabe o no un análisis al margen de la intencionalidad es cosa que requiere una precisión mayor. Quedémonos, por el momento, con algo que sí parece incuestionable: ante la insuficiencia de las palabras, lo que se impone es la violenta auto-presencia del dolor.

Juan Carlos García Jarama