SOBRE EL FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS HUMANOS (Leonardo Rodríguez Duplá)

Fecha de publicación: 08-jul-2010 23:41:35

SOBRE EL FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS HUMANOS[*]

El estudioso cuya atención se vea solicitada por el tema de los derechos humanos, no tardará en advertir una clara desproporción entre el amplio grado de acuerdo alcanzado acerca del contenido de esos derechos y la clamorosa discrepancia en lo tocante a su fundamentación. En efecto, los derechos humanos se yerguen ante la con­ciencia contemporánea como referentes morales que, a pesar de la profusa fragmentación cultural e ideológica de nuestro mundo, gozan de aceptación prácticamente universal; mas esta unanimidad se muda en su contrario tan pronto reclamamos se hagan explícitas las razo­nes que garantizan la objetividad y universalidad de esos derechos.

La situación no es nueva. Muchos recordarán la anécdota narra­da por J. Maritain acerca de la comisión encargada de preparar el texto de la Declaración Universal de Derechos del Hombre de las Naciones Unidas. Los miembros de esa comisión, de la que el propio Maritain formaba parte, decían estar de acuerdo, pero a condición de que no les preguntaran por qué. Y es que, en tanto que representan­tes de diferentes ideologías políticas y confesiones, invocaban muy distintas razones para fundamentar unos mismos derechos[1].

Esta falta de acuerdo la ha interpretado el filósofo del derecho N. Bobbio como síntoma del carácter ideológico o manipulador de toda presunta fundamentación absoluta de los derechos del hombre. A su juicio, no es de extrañar que las distintas fundamentaciones no resulten convergentes, pues se apoyan en sendos prejuicios acerca de la naturaleza humana, prejuicios que en todos los casos reflejan y favorecen los intereses de quienes los propugnan. Consecuente con su rechazo de toda fundamentación absoluta, Bobbio ha sostenido que el consenso es la única fundamentación de que son susceptibles los derechos humanos. Más aún, a la vista del acuerdo alcanzado por las Naciones Unidas en 1948 ha declarado zanjado el problema de la fun­damentación. Resuelto este problema, deberíamos dejarlo a un lado y dedicar nuestros esfuerzos a fomentar el efectivo respeto de los dere­chos del hombre[2].

A mi juicio, esta propuesta de Bobbio es inaceptable. Más adelante saldrán a la luz algunas de las dificultades con que está gravado el intento de fundamentar consensualmente un juicio de valor. Baste por ahora con advertir que la exhortación a promover el respeto de los derechos humanos sin curarnos de su fundamentación es, literalmente, una exhortación a la irracionalidad, pues se apoya en la convicción de que todas las razones objetivas que avalan esos derechos son ideológi­cas —son malas razones o, mejor dicho, no son razones en absoluto—. Y no sólo es absurdo encarecer derechos al tiempo que se confiesa que no tienen razón de ser; también es contraproducente, pues allana el camino de quienes no se sienten inclinados a respetarlos.

Afortunadamente, si es cierto que al negar fundamento objetivo a los derechos del hombre los socavamos, también lo es que al ofrecer un fundamento semejante los consolidamos. Y aunque la identifica­ción de ese fundamento no sea suficiente para garantizar el respeto ele los derechos del hombre, parece claro que la tarea filosófica de fundamentación es absolutamente indispensable. A ella querría yo contribuir modestamente examinando sucesivamente la naturaleza de los derechos del hombre, su contenido y algunas de las fundamentaciones que se han propuesto.

QUÉ SON LOS DERECHOS HUMANOS

Partiré de la definición de derechos humanos como aquellos que asisten al hombre por el sólo hecho de serlo. Esta definición ha sido recusada por Bobbio, que la tiene por tautológica y estéril[3]. A mi jui­cio, el filósofo italiano tiene razón sólo a medias. Es cierto que de la definición propuesta no se deriva el contenido de los derechos humanos, pero sí se siguen analíticamente -con tal de que demos a la pala­bra hombre el sentido de miembro de la especie humana- algunos rasgos formales característicos de estos derechos, cuyo conocimiento no es ni mucho menos irrelevante.

Entre esos rasgos característicos, el primero es la universalidad. En efecto, si los derechos humanos se poseen por el mero hecho de pertenecer a la especie humana, entonces todos los seres humanos sin excepción son titulares de esos derechos. Otra cosa ocurriría si la definición propuesta incluyera condiciones restrictivas del reconoci­miento de esos derechos (relativas a la raza, el sexo o la edad de los presuntos beneficiarios, por ejemplo).

La universalidad de los derechos humanos implica una nueva característica esencial: que no puedan adquirirse ni perderse; son derechos innatos que sólo se extinguen con la muerte de su titular. Este segundo rasgo formal de los derechos humanos puede desglo­sarse en las tres siguientes tesis.

a) Se trata de derechos inconculcables, es decir, que no están sujetos al arbitrio de los demás. Otros podrán, a lo sumo, lesionarlos, mas es claro que esto no afecta a la legitimidad del título.

b) En segundo lugar, son derechos que tampoco están sujetos al arbitrio de su propio titular. Son estrictamente intransferibles e irrenunciables. Un hombre puede decidir no ejercer un derecho funda­mental, por ejemplo no reclamar un juicio justo. Pero esta actitud suya ni anula la obligación por parte de sus jueces de proporcionarle un juicio con garantías legales, ni anula la facultad legítima del titu­lar de deponer su actitud pasiva cuando lo estime oportuno, sustitu­yéndola por una actitud reivindicativa.

c) En tercer y último lugar, los derechos a que nos referimos no se ven afectados por el paso del tiempo: son imprescriptibles.

Bien mirado, el hecho de que los derechos humanos no puedan adquirirse ni perderse de ninguna de las maneras consideradas tiene su razón de ser en que ningún acto propio o ajeno, ni tampoco ningu­na causa natural, puede determinar que un ser humano deje de serlo, como no sea quitándole la vida misma. Ni siquiera cabe ser hombre —en el sentido aquí relevante— en mayor o menor medida, por más que algunas expresiones del lenguaje corriente parezcan apuntar en esa dirección, como cuando celebramos la «profunda humanidad» de una persona o deploramos la «conducta inhumana» de otra. A la espe­cie humana o se pertenece o no se pertenece, y no existen situacio­nes intermedias a estas dos. De aquí se sigue una nueva característi­ca, la tercera ya, de los derechos humanos: la de no admitir grados. Asisten esos derechos a todos los hombres en la misma medida, pues­to que todos poseen en la misma medida el título que los acredita para ello: ser miembros de la especie humana.

La reflexión precedente ha mostrado que los derechos humanos son universales, que son innatos y no se pueden perder o alienar, y que no admiten grados. Convendrá completar esta caracterización evitando un malentendido. Nada de lo anteriormente expuesto presu­pone que todos los derechos humanos sean «derechos absolutos», esto es, derechos que hubieran de prevalecer frente a toda otra consideración en caso de conflicto de principios. Antes bien, se trata en muchos casos de derechos prima facie, de pretensiones que, caso de no entrar en conflicto con otras consideraciones de más peso, han de ser satisfechas. Mas nada impide que tales conflictos se den, en cuyo caso será menester sopesar los intereses enfrentados y resolver a favor del más importante. Cuando este proceder se traduzca en la postergación de un derecho humano (como cuando circunstancias de especial gravedad, bélicas por ejemplo, aconsejan la limitación de la libre circulación de personas), no será lícito hablar de una lesión de tal derecho.

De hecho, es de esperar que la necesidad de limitar la satisfac­ción de las pretensiones entrañadas en los derechos humanos se pre­sente a menudo, toda vez que algunos de esos derechos se inhiben mutuamente. Así, la única manera de que el Estado satisfaga el dere­cho del ciudadano a ciertas prestaciones sociales como la atención sanitaria o la educación consiste en la aplicación de políticas fiscales que, inevitablemente, limitarán otro derecho básico: el derecho a la propiedad.

Con todo, tampoco se debe excluir de antemano la posibilidad de que se den algunos derechos humanos que sí sean derechos absolu­tos, de suerte que su postergación resulte en todos los casos moralmente reprobable. Por mi parte, estoy convencido de que existen tales derechos humanos absolutos. Más adelante nos encontraremos con algunos de ellos.

CUÁLES SON LOS DERECHOS HUMANOS

En el apartado anterior he indagado la naturaleza de los dere­chos humanos. Partiendo de su definición, he llegado a identificar algunos de sus rasgos esenciales. En cambio, en este nuevo apartado no se tratará ya de indagar qué son los derechos humanos, sino cuá­les son.

A esta pregunta se han ofrecido respuestas muy variadas. La más radical es, sin duda, la de Alasdair MacIntyre, quien niega sin ambages que haya algo así como derechos humanos. A su juicio, esos presuntos derechos son parte de la mitología propia del discurso moral de la modernidad, discurso que él considera fallido. «No hay tales derechos —escribe—, y creer en ellos es como creer en brujas y en unicornios»[4]. Más adelante tendremos ocasión de considerar una posible justifica­ción de esta chocante postura de MacIntyre. Entre tanto, convendrá echar un vistazo al largo proceso histórico por el que distintos dere­chos humanos han ido emergiendo y consolidándose como referentes morales y jurídicos universales. Dentro de ese proceso es frecuente dis­tinguir —prescindiendo de antecedentes remotos, por lo demás no exentos de controversia— tres grandes etapas, por lo que también es frecuente hablar de tres generaciones de derechos humanos.

Los derechos humanos de la primera generación son los regis­trados en los escritos fundacionales del pensamiento liberal y solem­nizados en textos legales como el Bill of Rights de Virginia de 1776 o la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudada­no de 1789. La defensa de estos derechos en la obra de Locke tiene como finalidad limitar el poder del Estado sobre el individuo, poniendo así freno al absolutismo propugnado por Hobbes. A esta primera generación pertenecen derechos tales como la libertad de conciencia y de expresión, la seguridad jurídica, la libertad de des­plazamiento, el respeto a la intimidad, la propiedad privada y cier­tos derechos políticos (sufragio censitario, derecho limitado de aso­ciación). Todos estos principios delimitan un ámbito de libertad individual en el que las injerencias estatales no son lícitas. De ahí que se haya descrito genéricamente estos derechos como libertades negativas (freedoms from).

En cambio, los derechos de la segunda generación no pretenden restringir la actividad estatal, sino promoverla en cierta dirección. Concretamente, se reclama la intervención del Estado para garanti­zar al ciudadano ciertas prestaciones como la atención sanitaria, la educación, el trabajo, la seguridad social o un nivel de vida razona­ble. Se trata, en su mayor parte, de derechos de tipo económico, social o cultural, pero hay que sumarles otras reclamaciones específicamen­te políticas, como el sufragio universal, la libertad de asociación o el derecho a la huelga. Como se trata de garantizar el acceso a ciertos bienes básicos, se habla en este contexto de libertades positivas (freedom to). Si el concepto en torno al cual giran los derechos de la primera generación es el de libertad individual, los de la segunda se inspiran todos en el ideal de la igualdad social. Esta veta del pensa­miento liberal, que se remonta hasta Rousseau, encuentra un amplio eco en la Declaración Universal de los derechos del Hombre suscrita por las Naciones Unidas en 1948.

Por último, asistimos en la actualidad a la reivindicación cada vez más frecuente de una tercera generación de derechos, tales como el derecho a la paz internacional, a un medio ambiente sano o a la con­vivencia armoniosa de las culturas. Con estas reivindicaciones se corresponde el auge de las sensibilidades ecologista y pacifista, así como el prestigio cada vez mayor del principio de tolerancia. Pero también se elevan voces que protestan contra esta inflación de pre­suntos derechos humanos, de la que se teme termine traduciéndose en banalización. Autores como Haarscher[5] advierten de que la proli­feración de supuestos derechos humanos puede hacer perder eficacia jurídica al concepto, lo que perjudicaría la defensa de los derechos humanos genuinos. Estén justificadas o no estas alarmas, lo cierto es que la progresiva incorporación de nuevas pretensiones al inventario de los derechos humanos amenaza con desdibujar el concepto, que puede terminar por convertirse en el cajón de sastre al que vayan a parar todas las aspiraciones humanas ampliamente compartidas.

Se impone encontrar la frontera que separa los auténticos dere­chos humanos de otras reclamaciones que no entran en esta categoría. Ciertamente, este límite no nos lo brinda el estudio de las distintas proclamaciones positivas, pues éstas están sujetas a una variabilidad histórica que precisamente se trata de superar. Esta superación exige que introduzcamos una distinción fundamental: la distinción entre derechos legales y derechos morales. Mientras los primeros son los recogidos en algún ordenamiento jurídico positivo, los segundos son los derechos que asisten a las personas con independencia de si han sido incorporados o no a los códigos legales. Por cierto que esta ante­rioridad e independencia de los derechos morales es la principal razón que cabe esgrimir para exigir su efectiva positivación. Así, la población negra de Sudáfrica tenía derecho moral a las libertades civiles que, tras la abolición del sistema de segregación racial, les han sido reconocidas por el derecho positivo.

Ahora estamos en condiciones de formular mejor el problema, toda vez que los derechos humanos son, sin lugar a dudas, derechos morales. No se tratará de hacer recuento de los derechos que las nor­mativas positivas reconocen a todos los seres humanos, ni de antici­par cuáles les reconocerán en el futuro, sino de identificar los dere­chos morales que asisten a todo hombre por el solo hecho de serlo y que, por tanto, deberían ser tutelados por las normativas positivas.

En la misma medida en que hemos precisado el sentido del pro­blema, hemos extremado su dificultad. Mientras nos mantuvimos en el plano del derecho legal, la cuestión se dejaba resolver mediante un sencillo escrutinio. Ahora, en cambio, al llevar el problema al terreno del derecho moral, estamos apelando a un controvertido con­cepto que ha sido impugnado por numerosos pensadores. Este recha­zo se funda en razones de diversa índole, ninguna de las cuales nos fuerza, según creo, a abandonar la noción de derechos morales.

(i) Unas veces es consecuencia de presupuestos empiristas que prohíben la aceptación de toda entidad no contrastable empíricamen­te. Ante la imposibilidad de embarcarme aquí en una discusión del empirismo en general, se me disculpará que declare sin prueba —dog­máticamente— que se trata de una posición metafísica insostenible.

(ii) Otras veces es el recelo hacia el iusnaturalismo en general, o quizá hacia alguna de sus variantes, lo que lleva a rechazar la noción de derecho moral. Pero si bien es cierto que esta noción es compati­ble con el iusnaturalismo, es un error creer que lo implica necesaria­mente. En efecto, los derechos morales podrían tener su origen no en una ley natural cuya validez fuera independiente de su efectivo segui­miento e incluso conocimiento por parte de los hombres, como quiere el iusnaturalismo, sino en la voluntad humana. De hecho, no faltan autores tan solventes como Carlos S. Niño, que reivindican el concep­to de derechos morales a pesar de sostener que la ética es una crea­ción humana[6].

(iii) Más interesante parece la objeción que declara superfluo el concepto de derechos morales. El argumento es el siguiente. Los dere­chos son siempre correlativos de los deberes de quienes han de res­petarlos: decir que alguien tiene derecho a algo equivale a afirmar que los demás tienen el deber de no impedirle el logro de ese algo. Por tanto, al hablar de derecho no estaríamos concediendo la exis­tencia de unas misteriosas entidades, sino describiendo desde otro ángulo el hecho de que alguien posee un cierto deber moral. En rigor, el análisis filosófico debería prescindir por completo del término derecho, que resulta redundante.

Este argumento merece consideración atenta. Es, a mi juicio, la razón más fuerte que cabe invocar en favor de la negativa de MacIntyre a reconocer la existencia de derechos humanos, aunque este filó­sofo no lo mencione. Con todo, no parece imprescindible abordar aquí esta difícil cuestión, ya que, bien mirado, la referida objeción, caso de ser válida, no nos fuerza a abandonar el concepto de derecho, sino a lo sumo a redefinirlo en términos que lo reduzcan a significar la pre­sencia de un deber ajeno. Resultaría justificado, por tanto, seguir hablando de derechos humanos, en el entendido de que de este modo se aludiría a ciertos deberes de justicia especialmente imperiosos —deberes a los que estarían sujetos, no los titulares de esos derechos putativos, sino las demás personas.

FUNDAMENTACIONES INSUFICIENTES

La pregunta por el fundamento de los derechos humanos ha cono­cido multitud de respuestas. Consideraré las principales.

El positivismo jurídico concibe el derecho como un orden coactivo cuyas normas no tienen por qué satisfacer exigencias morales. La lapi­daria afirmación de Hobbes «auctoritas non veritas facit legem» expre­sa de manera admirable la entraña del positivismo. Según este modo de pensar, el único fundamento posible de los derechos humanos —o de cualquier otra norma— ha de buscarse en la voluntad fáctica del legislador, pues no existe algo así como un ámbito jurídico prepositi­vo al que esa voluntad hubiera de acomodarse. Ahora bien, hemos visto que los derechos humanos han de entenderse como derechos morales, esto es, como pretensiones legítimas lógicamente anteriores a su plasmación en códigos positivos. De ahí que el positivismo no esté en condiciones de fundamentar los derechos humanos entendi­dos como derechos morales.

No son mejores las perspectivas del utilitarismo, corriente de gran empuje en el pensamiento anglosajón y que también se ha hecho presente en la teología moral centroeuropea de los últimos decenios. Según el utilitarismo, todas las normas de derecho han de perseguir un mismo objetivo: el mayor saldo de felicidad colecti­va para la comunidad que se rija por esas normas. Pero la peculia­ridad del utilitarismo no consiste en señalar el fomento de la utili­dad pública como condición necesaria de la justicia de un sistema jurídico —cosa que concederá casi todo el mundo—, sino en afirmar también que esa es la condición suficiente. Esto equivale a sostener que cualquier institución o medida política, por impopular o contra­ria a nuestra sensibilidad moral que sea, queda legitimada si resul­ta ser el mejor medio para promover el mayor saldo de felicidad colectiva. Visto desde esta perspectiva, nada habría de objetable en una política discriminatoria que se tradujera en la opresión de una pequeña minoría, si con ello se aumentara considerablemente el bienestar de la inmensa mayoría. Ni habría nada que objetar a un juez que condenara a un inocente si las repercusiones sociales de esa sentencia (vía disuasión, por ejemplo) fueran las mejores posi­bles. Dicho de la manera más sencilla: para el utilitarismo el fin jus­tifica los medios.

Salta a la vista que este principio se encuentra en los antípodas de los derechos humanos, pues éstos se refieren, antes que nada, a límites a la injerencia externa en las libertades individuales, mientras que para el utilitarismo no hay libertad que no tenga su precio en tér­minos de utilidad social. Por ello el utilitarismo, lejos de ofrecer una fundamentación de los derechos humanos, es su negación más explí­cita[7]. Y otro tanto hay que decir de cuantas ideologías políticas adop­tan la forma de una escatología inmanente, mostrándose dispuestas a sacrificar a las generaciones presentes en aras de un futuro histórico de entera justicia.

Quizá sea la manifiesta insuficiencia del utilitarismo —teoría que ha gozado de enorme predicamento— una de las causas de que hoy se apele con frecuencia al consenso como fundamento suficiente de los derechos humanos. Tal es el caso del ya citado filósofo del dere­cho Norberto Bobbio, quien tras rechazar por ilusorio el ideal de una fundamentación absoluta, se declara partidario de una fundamenta­ción consensual que presenta la ventaja de poder comprobarse fácticamente.

Las dificultades a que se enfrenta esta propuesta de Bobbio sal­tan a la vista. El más universal de los consensos no pasa de ser un puro hecho que, por contingente, no puede constituir el fundamento de una exigencia incondicionada como la expresada, por ejemplo, en la prohibición de torturar. La necesidad entrañada en esa norma no puede tener un fundamento tan frágil y tan variable como un acuerdo fáctico. Nada impide, en efecto, que la mayoría cambie de opinión y abrogue lo que hasta entonces se le antojaban derechos uni­versales e inmutables. El único camino que quedaría para excluir esta eventualidad sería postular en los hombres una facultad infalible de conocimiento que les permitiera acceder a la verdad moral, pero esto equivaldría a recaer en lo que Bobbio denomina la ilusión del funda­mento absoluto.

La incapacidad de los acuerdos fácticos para erigirse en fundamen­to de normas ha sido frecuentemente denunciada por la ética discursi­va, que sostiene que sólo un consenso alcanzado tras una discusión desarrollada en condiciones ideales puede legitimarlas. En esa discu­sión deberían participar en condiciones de simetría todas las partes afectadas. En una discusión semejante sólo la fuerza de los argumentos determinaría la adhesión de los participantes a una u otra posición.

A pesar de que esta teoría del consenso ideal evita los errores de la teoría del consenso fáctico, no me parece que nos haga avanzar mucho en nuestra búsqueda del fundamento de los derechos del hombre. Que en una discusión en la que sólo contara la fuerza de los argumentos se impondría la mejor propuesta, esto me parece tan verdadero como tautológico, toda vez que «la fuerza de los argumen­tos» no es otra cosa que su grado de verdad y «la mejor propuesta» no es sino la más verdadera. Por lo demás, de poco nos sirve antici­par los frutos de un diálogo ideal, dado que sus condiciones no se dan nunca en la realidad: la capacidad discursiva y retórica de los interlocutores no es nunca la misma, ni se dispone de un tiempo indefinido para sopesar detenidamente la totalidad de las razones alegables. Adoptar el modelo discursivo equivale a aplazar ad calen­das graecas la fundamentación de los derechos humanos. Pero la ética, pensamiento urgido por la necesidad de obrar, consta de argu­mentos, no de demoras.

La razón última de la remisión al diálogo como única fuente de la legitimidad de las normas es, a mi entender, el postulado de que no existe una verdad moral objetiva cuya identificación fuera cometi­do de la ética. Los contenidos de la ética han de ser construidos dialógicamente. La excepción a esta regla la constituye el dato de la res­petabilidad del ser humano, que es anterior al inicio del proceso discursivo. Pero —a juicio de los partidarios de la ética discursiva— este dato no abre el paso a un proceso de fundamentación objetiva, ya que, lejos de presuponer una cierta concepción de la realidad, viene servido por la evolución de la conciencia humana a lo largo de la historia.

Hoy, en efecto, es frecuente la apelación a la historia o la psicolo­gía, o a una combinación de ambas, como instancia normativa capaz de hacer plausible la idea de derechos humanos. La historia de la humanidad es vista como una sucesión más o menos continua de con­quistas, como un arduo proceso de emancipación individual y social. Este progreso histórico, a su vez, va troquelando las conciencias haciéndolas avanzar desde sus formas más primitivas hasta las más evolucionadas. Precisamente, los derechos humanos forman parte conspicua de la herencia histórica y psicológica de la conciencia moral Contemporánea, de suerte que nos resulta impensable —ana­crónico, en el fondo— distanciarnos de ellos o siquiera considerarlos necesitados de justificación.

Me temo que tampoco esta presunta fundamentación es acepta­ble. La historia de la humanidad sólo puede considerarse instancia normativa si constituye un auténtico progreso y no un retroceso, si sus pasos decisivos son verdaderas conquistas y no claudicaciones. Pero este punto decisivo sólo puede establecerse con ayuda de crite­rios de valoración independientes, es decir, criterios que no sean inmanentes a la historia misma. Y una de dos: o esos criterios no exis­ten, con lo que la historia no podría considerarse instancia normati­va; o bien existen, en cuyo caso ellos mismos constituyen el funda­mento de los derechos humanos, no la historia.

LA DIGNIDAD HUMANA, FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE

A la vista de los pobres resultados obtenidos en el apartado ante­rior, ¿deberemos declarar quimérico todo intento de fundamentación? No lo creo así.

Volvamos a nuestro punto de partida, la anécdota narrada por Maritain acerca del consenso alcanzado por los miembros de la comi­sión encargada de preparar el texto de la Declaración Universal de la ONU. Decían estar de acuerdo, pero a condición de que no les pre­guntaran por qué. Este hecho narrado por Maritain da que pensar. ¿Cómo es posible que, profesando concepciones del hombre y de la realidad divergentes, los delegados de las distintas naciones llegaran a las mismas conclusiones? A mi entender, esta convergencia final no es casual, sino un indicio elocuente de que la respetabilidad o digni­dad del ser humano, por una parte, y la indispensabilidad para su plenitud de bienes como la libertad, por otra, no son en realidad con­clusiones a las que nos empujen los sistemas de pensamiento, sino datos iniciales previos a toda teorización, datos que reposan en sí mis­mos y a los que toda filosofía ha de plegarse. Según esto, el verdade­ro fundamento de los derechos del hombre habría que situarlo en el dato de la dignidad humana.

Cuando Kant afirma que el hombre posee dignidad y no precio, pretende subrayar el carácter inconmensurable del ser humano, su especificidad frente a bienes que tienen un valor de cambio. Porque posee dignidad o valor absoluto, el hombre es acreedor de infinito respeto, fin en sí mismo no instrumentalizable por ninguna causa. A esta luz, las declaraciones solemnes de los derechos del hombre aparecen como medidas preventivas ante las amenazas a la dignidad humana. Pero sostener que la dignidad es en este contexto el dato primitivo al que han de acomodarse las teorías no equivale a dar por zanjado el problema. La axiología nos enseña que los valores no se encarnan azarosamente en objetos cualesquiera, sino que existe com­penetración entre la complexión del objeto valioso y el valor propia­mente dicho (entre el cuadro y su belleza, por ejemplo). Esta ley axiológica vale también para la dignidad, que es ciertamente un tipo de valor. De ahí que la tarea de fundamentación de los derechos huma­nos no pueda detenerse tras señalar la dignidad del hombre como su raíz más inmediata, sino que deba continuar explorando la hechura del ser humano a la búsqueda de los rasgos responsables de su dig­nidad. Dicho de otra manera: una fundamentación completa de los derechos humanos sólo puede tener lugar en el marco de una metafí­sica de la persona que, respetando el dato de su dignidad, busque sus raíces.

Todo indica que en la constitutiva modalidad de la existencia humana hay que ver una de esas raíces. Si el hombre posee un valor excepcional, inconmensurable con el de los demás seres, es gracias a que sus juicios de valor no son siempre función de sus apetitos, ni su conducta es en todos los casos la resultante de pulsiones y estímulos naturales. Declarar al hombre ser moral es reconocerle la capacidad de adoptar un punto de vista universal, de relativizar sus intereses y preferencias particulares. Porque es capaz de relativizarse a sí mismo, por eso deviene el hombre absoluto. Porque es capaz de jerarquizar sus propios fines y someterlos a criterios de justicia cuando sean incompatibles con los de los demás, por eso es fin en sí mismo.

Que la dignidad crezca en el humus de la moralidad tiene conse­cuencias de largo alcance.

1) Un primer grupo de ellas se funda en el hecho de que la liber­tad es condición necesaria de la moralidad. Es contrario a la digni­dad humana poner trabas al máximo desenvolvimiento de la libertad del individuo compatible con igual grado de libertad para los demás. De ahí que atente contra los derechos humanos la esclavitud, que convierte a la voluntad del siervo en prolongación de la voluntad del amo, o la tortura, que anula la libertad de elección mediante el dolor o el miedo. También lesiona la dignidad del hombre la intromisión en el recinto de su conciencia, que es algo así como el telar en el que se va urdiendo la trama de la libertad. De ahí que la libertad de pensa­miento y de religión hayan de considerarse derechos inalienables.

2) Hasta ahora me he referido a la libertad interna. Pero no podemos olvidar que ésta posee una tendencia inmanente a su exteriorización. Poner trabas a la libertad externa atenta también contra la dignidad. De ahí que los derechos antes mencionados tengan su complemento necesario en los derechos de expresión, de culto, de residencia, de desplazamiento o de participación en la configuración de la convivencia política.

3) Distintos de las libertades internas y externas son los derechos relativos a la manifestación de la dignidad[8]. El protagonista de una célebre novela de Malraux define la dignidad como lo contrario de la humillación. Pues bien, ciertas situaciones son objetivamente humillantes para el hombre (tales ciertos castigos físicos) precisamen­te porque presentan al hombre a una luz ignominiosa o ridícula. Todo hombre tiene derecho a que no se le trate así.

Esta última reflexión sobre las condiciones de la representación de la propia dignidad nos acerca decisivamente al grupo de derechos humanos relacionados con el ideal de igualdad. La pobreza que reba­sa ciertos límites apenas cabe llevarlas con dignidad, pues nos pone en manos de una caridad que, en un mundo como el nuestro, a menu­do humilla (esto lo vio claramente Platón, que prohíbe la total enaje­nación de los bienes de un ciudadano). De ahí que el ser humano tenga derecho no sólo a que su propiedad no se le confisque arbitrariamente, sino también a un nivel digno de bienestar. De ahí se deri­va el derecho al trabajo dignamente retribuido. A su vez, el derecho a la educación y a una información veraz se deriva, de una parte, de la naturaleza misma de la convivencia social, que hace vana toda pro­clamación de igualdad que no se apoye en una base sólida de conoci­miento; por otra, del hecho de que la conciencia no es un oráculo infa­lible, sino que está guiada por una razón cuya lucidez no se da por definición.

4) Hasta ahora no hemos hablado del derecho a la vida. En reali­dad, testaba supuesto por todos los derechos anteriores. Quien decla­re innegociables derechos como la libertad de conciencia, habrá de adherirse también, so pena de inconsecuencia, al principio que pro­clama intocable la vida humana. ¿Qué sentido tendría atribuir al hom­bre derechos absolutos, si dependiera del arbitrio de otros quitarle la misma vida, condición evidente del ejercicio de esos derechos?

Esto que parece tan obvio, hoy es menester repetirlo. Asistimos al triste espectáculo de una civilización que, al tiempo que reivindica derechos individuales cada vez más amplios, socava esa misma pre­tensión al mostrarse permisiva con atentados al bien más básico: la vida humana. Además, esta actitud implica una flagrante tergiversa­ción del sentido de los derechos humanos. Ya no se entienden como derechos morales universales, como derechos que asisten a todos los seres humanos sin restricción y con independencia de su reconoci­miento positivo, sino como graciosas concesiones de unos hombres a otros, sujetas al cumplimiento de condiciones empíricamente com­probables, como el contar ya con algunas semanas de vida.

Si nuestra civilización es tan ciega a los peligros que encierra esta actitud, es porque cree poder mantener sus efectos negativos dentro de márgenes precisos. No otra cosa esperan las personas —muchas de ellas bienintencionadas— que se muestran partidarias de una ley de plazos que regule la interrupción voluntaria del embarazo. Pero esta esperanza peca de ingenua. A una lesión tan grave de los dere­chos del hombre no puede por menos de seguirle un imparable pro­ceso de metástasis. Los hechos ya han empezado a confirmar este temor Peter Singer, uno de los filósofos morales más célebres de nuestro tiempo, no sólo defiende el aborto, sino que se muestra parti­dario del infanticidio. El horror que producen propuestas tan abomi­nables no debe impedirnos captar la profunda coherencia de este pensamiento.

La Iglesia no puede permanecer pasiva ante este panorama inquietante. He defendido que los derechos del hombre tienen su fun­damento en la dignidad humana. Esta idea es sumamente familiar al pensamiento cristiano, que ve al hombre como imagen de Dios. De ahí que la Iglesia tenga un compromiso ineludible con los derechos del hombre.

¿Qué aspecto concreto adoptará esta vocación humanitaria de la Iglesia en el siglo venidero? Resulta imposible decirlo. La civilización científico-técnica, que nos ofrece un bienestar siempre creciente, nos sorprende también con amenazas siempre nuevas a la dignidad del hombre. Dado que la proclamación de derechos universales es en buena medida una reacción defensiva contra tales amenazas, el con­tenido concreto de esos derechos reflejará siempre la naturaleza de las amenazas que pretenden paliar. Así, la defensa del derecho a una muerte digna hace frente a la prolongación puramente artificial de la vida biológica mediante lo que ha dado en denominarse «encarniza­miento terapéutico». ¿Qué posibilidades nos brindará la técnica en el futuro? Dado que no somos capaces de imaginarlas, tampoco pode­mos predecir la dirección que habrá de tomar la defensa de los dere­chos del hombre. Sabemos que la Iglesia habrá de elevar su voz en defensa de la dignidad del hombre, pero ignoramos el contenido con­creto de sus declaraciones. Con todo, una cosa es segura: esta actitud eminentemente reactiva, no deberá entenderse nunca como una forma de acomodamiento a las ideas dominantes. La Iglesia ha de hacerse cargo de las demandas sociales, pero su magisterio no puede ser un simple reflejo de las tendencias mayoritarias. Su voz, siempre independiente, ha de proclamar que el respeto a la dignidad humana es innegociable.

LEONARDO RODRÍGUEZ DUPLÁ

En Salmaticensis 43 (1996) 51-64

[1] Véase la Introducción de Maritain al volumen colectivo Autour de la nouvelle Déclaration universelle des droits de l'homme, Editions du Sagittaire, París 1949.

[2] Cf. los ensayos de Norberto Bobbio «Sobre el fundamento de los dere­chos del hombre» y «Presente y futuro de los derechos del hombre», ambos recogidos en N. Bobbio, El problema de la guerra y las vías de la paz, Gedisa, Barcelona 1982.

[3] Op. cit., p. 120.

[4] Cf. Alasdair McIntyre, After Virtue, Duckworth, London 1981, p. 69.

[5] Cf. Guy Haarscher, Philosophie des droits de l'homme, Editions de l'Université de Bruxelles, Bruxelles 1987, pp. 42-46.

[6] Cf. Carlos S. Niño, Ética y derechos humanos, segunda edición, Ariel, Barcelona 1989.

[7] Nótese que el presente argumento contra el utilitarismo se apoya en la convicción de que algunos derechos humanos son derechos absolutos.

[8] El concepto de Würdedarstellung, presupuesto en los párrafos siguien­tes, lo he tomado del ensayo de R. Spaemann 'Über den Begriff der Menschenwürde', recogido en la obra Das Natürliche und das Vernünftige, Pieper. Mün­chen 1987.

[*] Ponencia presentada por el autor en el Curso de Verano de la Univer­sidad Complutense «La Iglesia ante el tercer milenio», Almería, 24-28 de julio de 1995.