03. TRES EMOCIONES FILOSÓFICAS: HUMILDAD, ADMIRACIÓN Y ANHELO. (MANUEL GARCÍA MORENTE)

Fecha de publicación: 23-sep-2010 21:43:35

Es el filósofo, como Goethe, «del linaje de esos que de lo oscuro hacia lo claro aspiran» y su primera, su fundamental incumbencia es hacer esfuerzo por introducir claridad en el confuso tropel de imágenes, sentidos y explicaciones que en nuestra mente bullen. No otra sig­nificación tiene el hecho, frecuentísimo en la historia del pensamiento filosófico, de que muchos sistemas comiencen por una confesión de ignorancia, por una saludable renuncia a admitir, sin más, lo que no aparezca con distinción y claridad a la contemplativa mirada del ansio­so saber. El temple filosófico del espíritu, poséelo quien en la vida inte­lectual tenga la humilde escrupulosidad de considerar que las cosas y las ideas no son simples, y que si las sometemos a detenido y minucio­so análisis, les descubriremos pronto facetas nuevas con miles de insos­pechadas irisaciones, una riqueza inagotable de referencias y modos que nos centuplican el universo y por ende nos engrandecen a nosotros mismos, que hemos sido capaces de desentrañarlos.

Leamos a Platón. El intenso dramatismo que anima sus diálogos proviene en gran parte de esa marcha lenta y solemne con que avanza la investigación, descorriendo en cada paso un nuevo velo que parece descubrir un nuevo mundo. Sócrates, «humilde y errante», no tiene más bagaje y pertrecho, al lanzarse a esos viajes exploratorios, que una exigencia formal de claridad; está decidido a no contentarse con apa­rentes definiciones, y va dispuesto a deshacer el concepto hecho, para intentar su reconstrucción en un plano más profundo, esto es, más real. El interlocutor de Sócrates, en cambio, es un hombre sencillo, ingenuo y petulante —porque, en su sencillez e ingenuidad, cree que la realidad termina allí precisamente donde termina su corta mirada— para quien nada hay difícil, que sabe responder a todo y si de algo se admira es de que haya quien dude de la evidencia de lo que él afirma. El interlocutor de Sócrates suele además ser un profesional; militar, retor, sofista, sa­cerdote, es decir, un hombre que de las cosas de su oficio debe saber más que los otros hombres. Por eso Sócrates, ávido de saber, se dirige a él con preferencia, y le pregunta: ¿qué es la valentía?, ¿qué es la elo­cuencia?, ¿qué la verdad?, ¿qué la piedad?, ¿qué la justicia? El perito, empero, le contesta rápido, con una fórmula breve, dogmática y, al parecer, evidente. ¿Qué va a pasar aquí?, se pregunta ansioso el lector. Sócrates gusta de detenerse un punto, antes de emprender la lucha; alaba la discreción, la alta sabiduría de su amigo el profesional; sonríe modesto y afirma que las dudas y dificultades que le acosan son hijas de su profundo deseo de saber, no de un prurito vano de discutir. El lector presencia, con honda emoción, este jugueteo previo. Anunciase el drama. Empieza la lucha.

El interlocutor, naturalmente, condesciende en dar a Sócrates las explicaciones que éste pide; oye, caritativo y benévolo, las primeras du­das que el filósofo le presenta. Dispónese a contestarlas con afectada superioridad y lo hace como un maestro paciente que enseña una ver­dad fácil a un chicuelo poco despierto. Pero Sócrates, ahondando más en las regiones obscuras del concepto, va sacando a luz nuevas relacio­nes que el profesional, su interlocutor, no había ni siquiera sospechado. La petulante suficiencia del principio comienza ya a tornarse en inquie­ta desazón. Pronto llega a ser franca derrota y entonces surge aquí, en este momento, una emoción intelectual nueva: la admiración.

La admiración es esencialmente una emoción intelectual. Admirar es primero mirar y además mirar hacia fuera, mirar hacia un objeto que no es la propia persona del que mira. En la admiración, el que admira se desprende, por decirlo así, de sí mismo, para entregarse ínte­gro a la contemplación de lo admirado. Es la admiración un recorrer incesante del objeto, en cuya visión aparecen a cada momento aspectos originales que detienen la mirada y la lanzan luego hacia otros puntos cercanos, los cuales a su vez la impelen hacia otros, de donde la mira­da sale tan cargada de recuerdos y de imágenes que, al volver a posarse en el punto de partida, encuéntralo cambiado, enriquecido y renovado, como si por vez primera lo apercibiese, y entonces, como la vez prime­ra, sale fresca y lozana a recorrer de nuevo el objeto y de nuevo a hallar en él motivos de perenne contemplación. Así como el organismo vivo es a un mismo tiempo medio y fin, de tal suerte que las partes del organismo funcionan para conservar al todo, y 1a conservación del todo a su vez es la condición precisa para que funcionen las partes, de igual manera es la admiración una emoción cíclica en donde el estado senti­mental iniciado es la causa de su propia permanencia indefinida. La admiración se alimenta de sí misma, sin cesar. Es preciso para arran­carnos de ella una decisión enérgica de la voluntad, que rompa el en­canto, por decirlo así, y desate violentamente las ligaduras que nos unen con el objeto. ¡Tan poderosa es la atracción que sobre nosotros ejerce la cosa admirada!

Y adviértase que la admiración se distingue de las otras emociones en que la unión sentimental del sujeto con el objeto no se hace pene­trando el objeto en el sujeto, sino por el contrario, yéndose nuestra mirada, y con ella nuestra alma, tras el objeto, el cual permanece como inmóvil, aguardando nuestra llegada, sin hacer el más mínimo ademán de acercarse a nosotros. Así, pues, la he llamado emoción intelectual; es emoción eminentemente objetiva y desinteresada; es emoción en donde el objeto domina en todo instante al espíritu y, por decirlo así, lo encadena.

Por eso la admiración no puede, en verdad, recaer sobre personas y sí sólo sobre cosas. Cuando recae sobre personas, trátase comúnmente de personas que han cumplido su existencia y se nos presentan en una totalidad compleja que no da lugar a incógnitas futuras por donde pu­diera irse y perderse la contemplación. Nuestro semejante, viviendo ante nosotros, puede causarnos mil emociones diversas, mas no admi­ración, porque hay una parte de su ser, el porvenir, que es como un corte en su persona, por donde resbala la mirada y se deshace la per­cepción. En cambio, una figura histórica, una obra de arte, una teoría científica o filosófica puede provocar la admiración; hay en estos obje­tos una totalidad, una como concreción limitada, que da margen para que su riqueza infinita de aspectos y de matices se desenvuelva en rea­lidades, sin deshacerse en la nada de lo que aún no ha llegado a ser.

El interlocutor de Sócrates empieza, pues, a admirar. Pero no a Sócrates, sino a las cosas que Sócrates le dice, va dirigida su admira­ción. Hase entreabierto ante él un nuevo mundo insospechado, y tras esta visión, aún imprecisa, va su ánimo atraído y como fascinado pol­lina luz vivísima. Ha comprendido que detrás de la realidad aparente y superficial, que él tenía por única, hay otra realidad más honda y más verdaderamente real. Ha visto que la llave que abre las puertas de ese nuevo mundo está en sus manos, y no es otra sino la reflexión humilde y escrupulosa sobre las primeras impresiones y los conceptos apresura­dos. Entrégase desde este instante mismo; y, sin oponer la menor resis­tencia, déjase remover como Sócrates quiera.

Pero el drama filosófico no ha terminado aún. Con la admiración y en el seno de ella, como el germen vital en el seno materno, ha ido desarrollándose un nuevo sentimiento, el anhelo de penetrar en la ver­dad esencial entrevista: otra emoción intelectual.

Debemos distinguir el anhelo del deseo y de la aspiración. Las tres son emociones dinámicas, es decir, emociones en donde se representa el espíritu un tránsito de un estado a otro preferible. Pero lo son de distin­to modo y con distinta intensidad En toda emoción de las que llamo dinámicas hay tres elementos: un estado actual, un estado futuro apete­cido, un movimiento o tránsito del primero al segundo. Pues bien, según que uno de esos tres elementos sobresalga en la combinación, así queda­rá diferenciada la emoción dinámica de que se trata. Si en el primer plano de la conciencia actúa con preferente fuerza la representación del estado actual como insoportable o intolerable, sin que aparezca clara la percepción del estado que ha de sustituirle, ni la noción del movimiento o tránsito hacia él, entonces la emoción dinámica es aspiración vaga, es descontento; hemos señalado con valor negativo nuestro estado actual, pero aún no sabemos bien ni adónde vamos ni por dónde podemos ir.

Si en el primer plano de la conciencia actúa, en cambio, con insis­tente llamada la representación viva de un estado futuro posible, que nos atrae con fuerza, sin que aparezca clara la percepción del valor negativo del estado actual, ni del tránsito o camino que hemos de reco­rrer, entonces la emoción dinámica es deseo, es la afirmación de un valor positivo tras el cual se va nuestro ánimo con arrebatada violencia.

Por último, si lo que vemos claramente es la necesidad imperiosa de ejercitar una función de cambio, de caminar por un cierto sendero, de desarrollar una actividad por sí misma, sin que el punto de partida actual nos aparezca estimado ni en positivo ni en negativo sentido y sin que tampoco el punto de llegada se nos presente claro a la conciencia, fundando las excelencias del nuevo estado posible más bien en un es­crupuloso cumplimiento de las condiciones de la actividad desarrollada que en una visión clara del punto hacia el que vamos, entonces la emo­ción dinámica es anhelo, es el goce de caminar por caminar, de hacer por hacer, es la actividad en su total pureza.

Nuestra vida humana puede moverse a impulsos de la aspiración, del deseo o del anhelo. Si de la aspiración, entonces nuestra existencia correrá lánguida y casi moribunda, incapaces que somos de dirigirla firmes por un camino y hacia un objeto. Nuestra voluntad será siempre voluntad de cambio y no más; y este cambio nos será impuesto desde fuera. Iremos empujados como la hoja seca por el viento otoñal y ape­nas le quedará a un alma noble, aquejada de esa debilidad, otro recur­so que el plañido poético de Verlaine.

Si por el deseo, entonces la vida se hará febril, rápida y futurista: la vida del siglo XIX, toda ella fija y pendiente de un ideal que se va cuan­do creemos cogerlo con las manos, ideal político, ideal económico, ideal moral. Nos olvidaremos de vivir en el presente, por querer acele­rar la venida del futuro. Y, por no habernos detenido en el camino, habremos pasado junto a excelsos valores sin otorgarles siquiera una mirada, sin otorgarnos siquiera el goce de una contemplación y el pla­cer de un acto conscio.

Si por el anhelo, seremos en todo instante dueños de la vida, porque siendo la vida cambio y función o actividad, nuestro propósito no será otro que el de cambiar y ser activos con propia espontánea ley. La vida humana no es ni quietud en un estado bueno, ni salto de un estado a otro. La vida humana es proceso y continua marcha y no parece que pueda haber mejor vida que la que lo sea plenamente, esto es, que la que sea tránsito continuo y consciente, una vida en donde el presente momento, como tal, cobre todo su valor ante la estimación humana.

En la vida intelectual, que no es sino un particular proceso de la vida en general, vale asimismo lo que acabamos de decir. La duda pura y simple, el descontento del actual estado, es apatía mental, y es tan perniciosa cuando es definitiva, como útil cuando es meramente signo de humildad y de anhelo hacia mejor verdad. La aspiración, como ab­soluta negación, conduce a la mudez mental, o, mejor dicho, encierra en su seno una verdadera contradicción.

Frente a ella, el dogmatismo cerrado, de una verdad definitivamente adquirida, es igualmente destructor de la vida intelectual, porque le veda todo progreso y la detiene, la osifica y la mata. Correr desalentado en pos de una verdad definitiva es exponerse a hallarla y a morir abra­sado en ella, como en la luz se abrasa la mariposa.

También la vida del espíritu es vida, cuando es transito y movimien­to conscio regido e impulsado por el anhelo. El interlocutor de Sócra­tes siente nacer en su pecho con la admiración el anhelo, y este anhelo se manifiesta en un uso reflexivo y constante de las capacidades menta­les de cada uno. Sócrates va a terminar ya su conversación. Ha conse­guido su objeto. El drama toca a su fin. ¿Creéis, acaso, que se ha llega­do a una definitiva solución de! problema inicial propuesto por Sócra­tes a su interlocutor? No. La verdad se atisba y su descubrimiento es siempre fragmentario y relativo. Pero, en cambio, Sócrates ha conse­guido una solución mucho más digna de él, ha conseguido hacer pen­sar a un hombre e iniciar en un ánimo una actitud filosófica. Acaso este interlocutor de Sócrates sea el mismo que en el Banquete dice las siguientes suaves, profundas y comedidas palabras: «Antes de conocer a Sócrates, andaba yo de acá para allá, sin rumbo fijo, creyendo que hacía algo, cuando en realidad era el hombre más desgraciado del mundo, como lo eres ahora tú, que opinas que cualquier cosa es mejor que dedicarse a filosofar».

GARCÍA MORENTE, M. TRES EMOCIONES FILOSÓFICAS: HUMILDAD, ADMIRACIÓN Y ANHELO” en Obras Completas, I (1906-1936), Vol. 2, pp. 66-70.

Publicado en Revista General, año II, nº 3(1 de enero de 1918), pp. 19-22.