ÉTICA DE LA VIDA BUENA (Leonardo Rodríguez Duplá)
Fecha de publicación: 23-jun-2010 9:07:14
Leonardo Rodríguez hizo su aparición pública en el escenario filosófico español en 1992 con un libro, Deber y Valor (Tecnos, Universidad Pontificia de Salamanca, Madrid), en el que investigaba un problema capital de la filosofía moral: el de la posible fundamentación del deber moral en el cálculo utilitario y, como alternativa, en la ética de los valores. Aquel libro, de gran riqueza analítica, concluía socráticamente con un doble juicio negativo: el utilitarismo es incapaz de fundar los verdaderos deberes morales pues contradice numerosas evidencias de la intuición moral ordinaria; pero tampoco el mero concepto de valor, sin incurrir en esas contradicciones, se revela suficiente para explicar por sí solo el fenómeno del deber. Ya en aquel libro se apuntaba una preocupación fundamental del Autor, que había de convertirse en uno de los hilos conductores de su quehacer filosófico: la indebida autolimitación de la ética contemporánea, que se niega contumazmente a reflexionar sobre la vida buena del hombre y sobre la felicidad en sentido moral, una reflexión en la que precisamente la filosofía de los valores tenía, a juicio de Rodríguez Duplá, mucho que aportar.
La segunda gran aportación del catedrático de ética y filosofía política de la Universidad Pontificia de Salamanca fue su manual de filosofía moral, Ética (BAC, Madrid, 2001), que, pese a su enorme calidad, en algunos suscitó cierta extrañeza precisamente por concluir su exposición sistemática de la ética con un capítulo sobre la vida buena en Aristóteles. Sin embargo, concluir así respondía a una intención bien clara: aunque el fenómeno del deber es el central en la ética (a ello dedicaba la segunda parte del libro), la filosofía debe ocuparse también de qué sea para el hombre una vida lograda, algo que no debería considerarse, pues, cuestión meramente subjetiva e indecidible. Tras reivindicar esa necesaria reflexión y exponer los rasgos formales de la felicidad, nuestro Autor exponía la posición de Aristóteles como la más fecunda desde el punto de vista filosófico, frente a las manifiestas insuficiencias del hedonismo y del estoicismo.
Ahora, por fin, Rodríguez Duplá, uno de los, a mi juicio, más prometedores y brillantes pensadores de la filosofía moral española, nos ofrece una reflexión sistemática y personal sobre la "vida buena". Lo primero que se puede decir de ella es que, quien se adentre en sus páginas, esté o no de acuerdo con mucho o poco de lo que se escribe en ellas, será inmediatamente invitado por un verbo claro, ágil y riguroso a reflexionar sobre "las cosas mismas", sobre problemas reales y perennes de la aventura moral humana y sobre ciertos giros históricos de la reflexión moral, decisivos para esa misma aventura y muy presentes en la vida cotidiana hodierna.
En efecto, por muy legítimo que sea el que cada cual elija su propio camino hacia la felicidad, no por ello ha de dejarse tal elección al capricho subjetivo. A cualquiera le parecerá juicioso y razonable que antes de realizar una elección tan importante, se someta la misma a un examen crítico y racional. A esto, y no a otra cosa nos ha invitado la filosofía desde siempre, al examen y ponderación de los diversos géneros de vida, para tratar de averiguar cuáles son indignos del hombre y cuáles los más nobles. Ya esto se dedican los dos primeros capítulos del libro, en que se acaba iluminando un tema, el de la vocación, al que la mentalidad contemporánea, tan sensible al carácter individual de la existencia, parece que debería prestar mayor atención.
Si la filosofía debe ayudarnos sin imposiciones en un discernimiento tan importante, no se acaba de entender el progresivo reduccionismo que la ética filosófica se ha impuesto progresivamente en el mundo moderno, hasta reducir su objeto de estudio exclusivamente a los deberes de justicia. El Autor muestra (cap. 3. Crítica del reduccionismo en ética) que este reduccionismo, expresamente buscado en la llamada ética civil, con la loable intención de preservar los mínimos morales en una situación de pluralismo ideológico, no sólo encierra notables contradicciones teóricas, sino que es además contraproducente para los mismos fines (por ejemplo, pedagógicos) que esta ética se propone. Las causas históricas de este reduccionismo, como la pérdida de la comprensión teleológica de la naturaleza humana y la consiguiente contracción de la felicidad a su solo componente subjetivo exploradas en el cap. 4 (Eclipse y recuperación del problema de la vida buena). Pero hay segmentos de la filosofía contemporánea que ofrecen nuevas bases para replantear el tema de la felicidad sin recaer necesariamente en supuestos metafísicos no compartidos. Así, por ejemplo, la axiología de Scheler y la consiguiente distinción de niveles de profundidad de la vida psíquica del hombre (desde el mero placer sensible hasta la bienaventuranza), o, en otra clave, la reformulación de la noción de virtud realizada por MacIntyre, independientemente de la "biología metafísica" aristotélica (a la que el Autor dedica su atención al final del cap. 6).
Una enseñanza fundamental de la ética clásica es que la verdadera felicidad humana tiene como condición absoluta la adhesión a la justicia. Por ello, es pertinente reflexionar en esta sede sobre la expresión contemporánea más universal de la justicia y el contenido del deber: los derechos humanos, su naturaleza, su contenido y su fundamentación (cap. 5 Sobre el fundamento de los derechos humanos). Pese al consenso de que disfrutan en cuanto al contenido, no hay manera de ponerse de acuerdo en su fundamento. Diversos intentos contemporáneos de fundamentación, como el positivismo jurídico, el utilitarismo, el consenso o las éticas discursivas, no pueden considerarse logrados. Leonardo Rodríguez no renuncia a la audacia teórica de proponer una fundamentación que sí se revelaría una base sólida y suficiente de esta conquista moral contemporánea: la idea de dignidad humana, que comporta unas constantes antropológicas que darían pie a poder hablar sin renuncias ni imposiciones de una verdadera naturaleza humana. Una característica de todo el libro, pero que destaca en estas reflexiones, es su rara capacidad de poner en claro ante nuestros ojos las razones filosóficas que avalan convicciones arraigadas, pero que no siempre sabemos fundamentar bien (de ahí que recurramos a fundamentaciones insuficientes o abiertamente contradictorias).
La idea de dignidad humana tiene clara raigambre cristiana. Pero la cultura hodierna no sólo reivindica su emancipación del ideal religioso cristiano, sino que en nombre de los valores heredados del cristianismo, con frecuencia impugna al cristianismo, no sólo de facto, sino también de iure, como contrario a la razón y al progreso que ésta promueve (cap. 6. ¿Se ha vuelto anacrónica la ética cristiana?). El problema está en que esta impugnación se hace en nombre de una forma de entender la razón, abstracta, formal y desgajada de su contexto histórico y cultural, que es a su vez impugnable. En realidad, la cultura moderna, al prescindir de las raíces históricas de las que procede (entre las que el cristianismo ocupa un lugar más que relevante), acaba por poner en peligro sus propios logros. Sin ese contexto histórico y cultural la misma idea de dignidad humana queda en el aire. Y queda en el aire, además, en consecuencia, el mismo proyecto ilustrado de emancipación, como ponen de relieve las consecuencias negativas de algunas de sus innegables e irrenunciables conquistas (cap. 7. El final de la utopía): la crisis ecológica y la deshumanización cientificista que acompaña al formidable desarrollo científico; el descrédito de la tradición en nombre del examen racional; o la instrumentalización de las generaciones presentes en nombre de un futuro utópico incierto. Sin negar los grandes valores de la modernidad, es preciso descubrir sus unilateralidades para evitar la ambigüedad de que están aquejados: "la investigación científica habrá de someterse a criterios morales que ella misma no puede aportar; la tendencia a racionalizar los principios de conducta tendrá que contar con el dato previo de una sustancia moral que no se deja funcionalizar, sino que constituye el límite irrebasable de toda funcionalización; la acción y el pensamiento político habrá de reconocer que su objeto no es la abolición del poder, sino la identificación de las condiciones que permiten hablar de un poder justo y legítimo" (pp. 140-141).
Todas estas reflexiones plantean, en el fondo, la cuestión de si existen normas morales, no sólo universales y objetivas, sino absolutas, que imponen límites a nuestra libertad que en ningún caso sería legítimo rebasar. O, dicho de otra manera, se trata de saber si, en una investigación sobre la felicidad humana, no tendrá razón una teoría moral que hace de ella precisamente el supremo principio justificador de cualquier toma de decisión, de cualquier norma: el utilitarismo, para el que el fin felicitante justifica cualquier medio que encamine a él (cap. 8. ¿El fin justifica los medios?). El Autor es capaz de mostrar con maestría que esta potente teoría moral, pese a sus buenas intenciones, es incapaz de garantizar el respeto a la dignidad de cada ser humano real, por lo que, en nombre de la felicidad colectiva, puede llegar a caer en las más aberrantes posiciones morales, en el más atroz de los totalitarismos.
La última reflexión que nos ofrece Rodríguez Duplá, sobre la licitud de la pena de muerte, es un buen banco de pruebas de hasta donde llegan los vetos absolutos afirmados en los capítulos anteriores (cap. 9. La pena de muerte). El Autor analiza con agudeza los méritos y debilidades de los argumentos a favor y en contra y adopta una posición propia que habla, por lo demás, de su independencia respecto de las opiniones comunes. Considera que el Estado puede aplicar legítimamente la pena de muerte si ésta se revela el único medio de defender los derechos de los ciudadanos; pero, siendo así que hoy en día existen otros medios para defender esos derechos, aboga por su completa abolición. Es decir, su objeción a la pena de muerte no es de principio, sino fáctica. Tal vez sea éste el único punto en el que me atrevo a disentir abiertamente del Autor. Aun reconociendo la fuerza de los argumentos exhibidos, me parece que queda un último argumento por examinar: la idea de dignidad humana, nervio de esta indagación de la vida buena, ¿no hablaría a favor de un dato de valor presente en todo hombre, que no sólo es previo a sus méritos o culpas morales, sino que le hace ser más en sentido ontológico, que todos los actos que pueda cometer? ¿No sería este el fundamento de un veto absoluto precisamente de la pena de muerte (no, por ejemplo, del caso conflictivo de la legítima defensa)? Además de que ese "resto" o "plus" ontológico que impide identificar totalmente al hombre con sus acciones abriría la posibilidad real de un futuro arrepentimiento, que la pena de muerte podría impedir.
José M. Vegas