EMBRIONES Y MUERTE CEREBRAL. DESDE UNA FENOMENOLOGÍA DE LA PERSONA. (Pilar Fernández Beites)

Fecha de publicación: 23-jun-2010 22:10:06

FERNÁNDEZ BElTES, Pilar. Embriones y muerte cerebral. Desde una fenome­nología de la persona. Cristiandad, Madrid, 2007. 219 pp.

Pilar Fernández Beites ha reflexionado en los últimos años, desde una acendrada formación fenomenológica, sobre el problema del co­mienzo y el final de la vida humana. El resultado es este libro, en el que da forma unitaria a mucho de lo anteriormente expuesto en otros libros y artículos. De esta manera ofrece a un público culto un tratamiento del problema que resalta su conexión con otros aspectos de la antropología filosófica. Puede que sorprenda que sólo hacia mitad del volumen afronte la materia anunciada en el título, en cuyo caso conviene recor­dar lo que la autora llama la "meta última» de su investigación, a saber: "elaborar una "fenomenología del cuerpo", que se inscribe necesaria­mente en una "fenomenología de la persona", ya que el cuerpo lo es de una persona, de un ser humano, de un hombre -que es cuerpo, pero que, contra lo que se suele creer, es más que cuerpo-» (p. 12). Las dos grandes fuentes de su inspiración son la fenomenología de Edmund Husserl y la filosofía de Xavier Zubiri, de quienes toma buena parte de su arsenal conceptual, si bien discrepa de ellos en varios puntos.

El texto nos introduce en el primer capítulo a los conceptos de cuer­po vivido y cuerpo objetivo --que es como traduce los vocablos alema­nes Leib y Körper-, argumentando que ambos niveles de consideración del cuerpo humano son identificables en un mismo sujeto. Dicha identi­ficación -explica la autora- se produce por la inserción del cuerpo vi­vido en el espacio objetivo tridimensional. Además, una consideración elemental nos dice que sin cuerpo objetivo y sin cerebro tampoco habría vivencia del cuerpo propio. Como el problema del cuerpo vivido está li­gado al de la sensibilidad, Fernández Beites despliega un interesante análisis fenomenológico de la misma y concluye que la localización fun­damental del cuerpo vivido está en el carácter habitual de la sensibilidad estática (el sentir no atento de nivel visceral, muscular, respiratorio, etc.).

La unidad del cuerpo vivido -consciente- con el cuerpo objetivo da pie a plantear la tan debatida unidad mente-cuerpo, objeto del capí­tulo segundo. La posición sostenida por la autora se condensa en lo que llama "dualismo unitario”. Es decir, el hombre está constituido por dos elementos -si se quiere, subsistemas- que son indisociables: el cuerpo, por un lado, y la conciencia (dicho al modo husserliano) o psique (dicho al modo zubiriano) por el otro. El hombre es inamisiblemente su cuerpo, pero a la vez es irreductible a él. O a la inversa: “El dualismo unitario afirma que yo soy más que cuerpo, pero afirma con igual ro­tundidad que también soy cuerpo" (p. 62).

Dado que lo que a Pilar Fernández Beites le interesa poner de relieve es la irreductibilidad y la unidad recíproca entre cuerpo y psique, me atre­vo a sugerirle que tal vez fuera mejor hablar de «dualidad unitaria". La pa­labra “dualismo” tiene, no pocas veces, el significado de dos principios in­dependientes como postulaba el mazdeísmo. Desde aquí también se suavizaría el dilema que la profesora Fernández Beites encuentra entre el concepto “sistemático-natural” de hombre y el “esencial”. En realidad, uno no puede darse sin el otro. Naturalmente que el hombre participa de la serie zoológica de la que es ápice (perspectiva sistemático-natural). Pero dada su desventaja a nativitate para la supervivencia, que le resultaba cla­ra, por ejemplo, al biólogo Arnold Gehlen citado en las pp. 146-147, pare­ce difícil que el hombre hubiera alcanzado esa cúspide si no contara con una prerrogativa que lo distingue de los animales. Por su parte, la vertien­te “esencial” tampoco puede ignorar que el hombre no es un ángel, y que no se puede autonomizar en él la mencionada prerrogativa. Por eso es posible causar una lesión cerebral, pero no “succionar el espíritu”.

Como la profesora Fernández Beites quiere afianzar que cada uno de los extremos de la dualidad es condición necesaria, pero no suficiente para que haya hombre, procede a una refutación del materialismo (la conciencia sería un producto del cuerpo) y del idealismo (el cuerpo sería producto de la conciencia). Comparto la opinión de la dualidad unitaria en el hombre, y por ello la intención de la autora de refutar un monismo de signo materialista o idealista. Sin embargo, veo algunos re­paros en su modo de argumentar. Así, aducir que cuerpo y cerebro son ante todo datos intencionales de la conciencia se ofrece como una res­puesta al materialismo emergentista formulada en el plano descriptivo, pero no en el plano genético, que es el que parece requerir la postura que afirma que la conciencia es un producto del cuerpo. A su vez, el «realismo trascendental» que dice defender frente al idealismo la profe­sora madrileña -semejante al realismo crítico de principios del s. XX-­ se apoya en el carácter intencional de la conciencia formulado por Husserl. Observo, no obstante, que es materia discutible si la intencionali­dad husserliana, como carácter de las vivencias, apunta a algo que esté más allá de las vivencias mismas. No me parece que sea tan sencillo sa­lir de “los paréntesis reductores” (p. 71) cuando nos movemos en el ex­polio metodológico de la reducción trascendental. Por eso percibo co­mo oscuro el principio de que «La conciencia, entendida como sujeto trascendental, tiene como correlato los sujetos empíricos, incluyéndome a misma como ser humano empírico» (p. 69). Si el sujeto trascenden­tal es aquí lo que Husserl llamaba “yo puro”, parece evidente que éste no tiene como correlato el yo empírico del que ha hecho epojé.

Estimo más convincente la línea argumental que parte del cuerpo vivi­do entendido como conciencia sensible espacializada en tres dimensiones y concluye que las modificaciones de dicha conciencia sensible dependen del cuerpo objetivo: “la pasividad que se vive de modo inmediato en los fenómenos sensibles sólo se puede interpretar como estricta dependencia de la conciencia respecto al cuerpo objetivo” (p. 88), por lo que dicho cuerpo no es un mero correlato de la conciencia. Mas para llegar a esta conclusión, y habida cuenta del recurso que hace la autora a casos expe­rimentales, ¿realmente es necesario pasar por los fueros de la reducción?

Acudir al concepto de intencionalidad no parece exento de problemas, tanto más cuando se identifica ésta con los conceptos zubirianos de apre­hensión de realidad o incluso de alteridad (pp. 106-107). Es este uno de los puntos en los que creo que se acusa la dificultad de solapar la fenome­nología de Edmund Husserl con la filosofía de Xavier Zubiri. Femández Beites, además, da gran protagonismo a las palabra "conciencia» (y “auto­conciencia”), claro precipitado de una lectura profunda y frecuente de Husserl. Pero, en los casos aludidos, la autora sabe bien que Zubiri tam­bién reconoce alteridad en el sentir animal, y seguramente recuerda que tilda al animal de objetivista aunque no sea “realista”. Por su parte, la con­ciencia del yo -genitivo subjetivo y objetivo- es, como nos parece, una de esas verdades sobre la persona que resisten el paso del tiempo. Mas, admitido que el concepto de “conciencia”, aunque tenga mucho menos pe­so en la obra de Zubiri, esté presupuesto en su comprensión de la persona como suidad, ¿es la autoconciencia husserliana lo que Zubiri ha llamado “ciencia del "con"”? ¿Y no es el propio Zubiri el que habla de una “concien­cia sensitiva animal”? Femández Beites no nos dice por qué desestima la posibilidad de alteridad en la aprehensión estimúlica del animal, y tampo­co contempla una conciencia del "me” y del “mí” como pasos previos a la conciencia del yo, lo que a mi juicio habría evitado pronunciamientos un tanto problemáticos. Al afirmar, por ejemplo, que en las primeras etapas genéticas del ser humano hay psique inteligente, aunque en formación, la autora puntualiza que hay “yo capaz de autoconciencia” (p. 114; ver tam­bién p. 139). Si esa capacidad dice relación a una actualización futura, no acierto a comprender qué significa entonces que tiene yo. Si dice relación a una capacidad coetánea del embrión me parece difícilmente sostenible, al menos en fases muy tempranas.

La ocupación con el pensamiento de Zubiri es determinante en las partes III, IV y V del libro. Las que tratan, respectivamente, acerca de “Dualismo unitario en las primeras etapas genéticas”, "Origen del cuerpo” y "Final del cuerpo».

Fernández Beites conoce bien la postura de Zubiri en torno al estatu­to antropológico del embrión. Maneja con soltura los conceptos de do­minancia pasiva, actividad pasiva y disposicional de la psique, eleva­ción, etc. Y conoce también los pasajes problemáticos del filósofo donostiarra, los que pudieran parecer una corrección de su postura, lar­gos años mantenida, de que la unidad psicosomática humana está dada ya en el cigoto. En especial considero brillante su interpretación del co­nocido paso de la página 50 de El hombre y Dios, aun cuando el término “hominización” a mí no me parece acertado, por parte de Zubiri, en ningún supuesto de ontogénesis humana. Y también merece la pena leer su refutación de las posturas de Diego Gracia y Carlos Alonso Bedate sobre el carácter no humano del embrión o del cigoto en determinadas etapas. Dada la dualidad unitaria del hombre, los datos científicos y la comprensión del ser humano como una sustantividad apoyan la tesis de la autora de que donde hay cuerpo humano, por germinal que este sea, hay hombre. Tal vez las dimensiones del libro no permitían internarse en la exposición más prolija de Gracia en su reciente volumen, Como arqueros al blanco.

Dicho esto, sin embargo, me permito indicar con sencillez algunas discrepancias en tomo a la interpretación del pensamiento de Zubiri que quizá conllevan la sugerencia de una cierta revisión metodológica del libro.

En primer lugar, a lo largo del capítulo III aparece varias veces el binomio sensibilidad-inteligencia. Quizá sea oportuno observar que para Zubiri el binomio es más bien sentir-inteligir. Echo en falta en la exposición informar al lector de que Xavier Zubiri había distinguido diversos estadios en el sentir, al menos tres: susceptibilidad, sentiscencia y sensibilidad. Supuesto, es cierto, como dice Femández Beites, que la aparición de la inteligencia sentiente requiere la existencia del sistema nervioso, y por tanto haber alcanzado el estadio llamado "sensibilidad». Pero en ningún momento se puede afirmar que “hemos de decir que para Zubiri potencia sensitiva sólo la hay tras la génesis pasiva (formación del sistema neryioso)” (p. 123). El filósofo vasco ha escrito expresamente que en un ser vivo unicelular como una ameba se da el sentir (la potencia-facultad de sentir) en forma de susceptibilidad. Por lo cual no veo qué dificultad habría en admi­tir que para Zubiri la psique intelectiva en formación que se da en las fases tempranas del desarrollo genético, cuando el sentir no es actualmente intelectivo, es la inteligencia sentiente en potencia. Algo que parece suscribir la propia Fernández Beites al explicitar su "teoría genética alternativa” en los siguientes términos: “En definitiva, el ser realmente psique –no ser psique en potencia- es un proceso y, por tanto, incluye (en las primeras etapas) el ser en potencia psique madura” (p. 141).

En segundo lugar, y aun sin tener en cuenta la observación preceden­te, no me parece que forzosamente haya que abocar a la conclusión de que el estado del embrión en la fase previa al desarrollo de la sensibili­dad implique «dejar de sostener la tesis más ortodoxa en la filosofía zubi­riana según la cual el sentir humano es siempre intelectivo» (p. 126). Es el propio Zubiri el que ha escrito más de una vez que no todo sentir en el hombre es intelectivo. Pongamos por caso en las pp. 331 y 332 de Los problemas fundamentales de la metafísica occidental. Allí se nos habla como de un imposible sentir intelectivo para el hombre el sentir de sus células o el sentir de sus neuronas en actividad sináptica. Y dado que es la propia autora la que rehúsa la teoría actualista de la inteligencia de John Locke, ¿no cabe decir, de nuevo, que la inteligencia sentiente pue­de ser no sólo una facultad actual, sino que puede estar en potencia?

Como consecuencia de estas observaciones posiblemente habría que revisar hasta qué punto es alternativa la «teoría genética alternativa» que la autora de este libro opone a Zubiri y su conclusión de un «puro sen­tir» (en sentido no zubiriano) que sería previo al sentir estímulo y reali­dad, pero que se identifica con el mero aparecer (que con el tiempo daría lugar al aparecer intencional). A tenor de esta última propuesta parecería que de los dos autores más usados como inspiración «vence» Husserl. Una victoria intelectual que acaso se anunciaba muy desde el principio. Y que sella también el estilo expositivo y el contenido del li­bro, su virtud y su carencia.

A mi modesto entender hay desde el principio una opción lingüística y filosófica que posiblemente influye en la recepción por la autora del pen­samiento de Zubiri, y que consiste en traducir Leib como «cuerpo vivido». El recorrido de los dos primeros capítulos está plagado de referencias en primera persona, relativos a mi cuerpo, que sirven muy bien para elaborar la teoría del «dualismo unitario». Pero, obviamente, tales referencias a la propia subjetividad no se muestran válidas cuando se trata de intentar comprender el sentir animal o las formas muy matizadas de sentir que pueden darse en un organismo humano en formación o en fase terminal. A este respecto, merece la pena señalar que la misma autora apela al carácter humano de la célula germinal basándose en su carga genética, al­go de lo cual pensamos que dicha célula no tiene la más mínima vivencia.

Sin embargo, estimo que no hay ninguna razón para tener que tra­ducir Leib como «cuerpo vivido». Y desde un punto de vista etimológico sí las hay, y poderosas, para traducirlo simplemente como «cuerpo vivo». De esta forma resulta más fácil comprender cómo se pueden dar formas de sentir previas a la psique madura y cómo es viable una forma de vi­vir el propio cuerpo en los animales no humanos. Lo que la autora lla­ma cuerpo vivido yo lo llamaría simplemente cuerpo vivo propio. Por­que tan vividos pueden ser el cuerpo vivo propio como los cuerpos vivos ajenos y aun los cuerpos que Fernández Beites llama objetivos. El hecho es que el hombre tiene la experiencia cotidiana de cuerpos físicos (o cuerpos objetivos) y de cuerpos vivos que no tienen por qué ser el cuerpo propio. Desde el comportamiento de los cuerpos vivos es po­sible conocer formas primigenias o incoadas de conciencia y de sensibi­lidad. Y el concepto de cuerpo vivo es más rico, según mi parecer, a la hora de enlazar el plano descriptivo y el plano genético en una fenome­nología del cuerpo humano.

Somos muchos los que pensamos que la capacidad y la edad de Pilar Fernández Beites obran a su favor para ayudarle a ser una auténtica pen­sadora. En este libro ha mostrado precisamente cómo unos problemas que interesan al hombre de la calle requieren un tratamiento filosófico porque en ellos está en juego la concepción entera de la persona. Por mi parte abrigo la insistente persuasión de que la creación filosófica va mu­cho más allá del manejo técnico de un vocabulario y la introducción de variaciones más o menos críticas o complacientes sobre el mismo. La fe­nomenología, como el kantismo para el joven Ortega, puede llegar a ser una cárcel. También lo puede llegar a ser la filosofía de Zubiri. Desde ellos y con independencia de ellos cabe la posibilidad de ser, no ya un docente de filosofía, sino un verdadero filósofo. Cabe la vía de pensar por cuenta propia e incluso abrir caminos de pensar filosófico a los que no se les vea un rédito inmediato en la respuesta a preguntas socialmen­te relevantes. Esto, que creemos iniciado y prometedor en la obra de Fernández Beites, esperamos que continúe en el futuro.

José Luis Caballero Bono