SOBRE LA ONTOLOGÍA DE "DERECHAS" E "IZQUIERDAS" (Robert Spaemann)

Fecha de publicación: 10-sep-2014 11:44:24

Quisiera proponer una hipótesis para explicar tres hechos his­tóricos:

1. El hecho de que desde el siglo dieciocho la conciencia polí­tica se ha caracterizado fundamentalmente por una dicotomía que —por motivos azarosos— desde hace mucho tiempo se significa con los conceptos de «derechas» e «izquierdas».

2. El hecho de que estas dos posiciones están sometidas a cier­ta contradicción interna: tienen la tendencia de producir en la realidad política lo contrario de lo que originariamente pretenden. En lo concerniente al radicalismo de «derechas» e «izquierdas» uno se sorprende de la semejanza que mues­tran en odiarse mutuamente.

3. El hecho de que los conceptos «derechas» e «izquierdas» han cesado entretanto de expresar las fundamentales alterna­tivas políticas de nuestra época.

La hipótesis que propongo es la siguiente: La filosofía política clásica giró en torno al concepto de naturaleza y de natural. Desde Platón y Aristóteles la antítesis «physis-nomos» fue superada por una concepción finalista de la naturaleza, según la cual el hombre es «por naturaleza» un ser hablante y político. A partir de entonces se convierte la filosofía política en una teoría del derecho natural, la cual sigue dominando hasta el siglo dieciséis. Cuando desde el si­glo quince se rechaza la teleología en la concepción de la naturaleza, se coloca la filosofía política ante una antinomia inevitable. La opo­sición «physis-nomos» del pensamiento presocrático vuelve a surgir. La fórmula más simple de esa antinomia es quizás la que propuso Freud: principio del placer y principio de realidad. Desde el co­mienzo está el recién nacido determinado solamente por la libido, por la exigencia del placer físico. Pero pronto choca el niño con una realidad indiferente que opone resistencia a sus exigencias. El tiene que adaptarse a ella, aprendiendo a disciplinar sus impulsos para sobrevivir. El principio de realidad es idéntico al principio de conservación. Pero, según Freud, la «conditio humana» jamás puede ser de felicidad, pues el hombre se somete a las condiciones de su conservación siempre contrariado y a falta de algo mejor. Pero en lo más profundo de su naturaleza es siempre libido y ha de aceptar de manera forzada el freno de la realidad. Conocida es la tesis de Marcuse, una tesis manejada por la izquierda radical de los años sesenta, que aparentemente imperó hasta la crisis del petróleo. Esta tesis viene a decir que nuestra vida se desenvuelve ya en el co­mienzo de la sociedad de la abundancia, la cual permite en principio eliminar el peso del principio de realidad y liberar la subjetividadlibidinosa para que se despliegue completamente. La máxima final de Marx: «a cada uno según sus necesidades», fue interpretada con categorías freudianas. La antítesis de libido y autoconservación, de principio de placer y principio de realidad, es el resultado exacto e inevitable de haber sacrificado la idea de finalidad en la naturaleza en general y en la naturaleza humana en particular. La naturaleza, considerada como estructura teleológica, era, a la vez, por una parte, principio de perfección, principio del movimiento propio de un ser, y, por otra parte, principio que limitaba estos movimientos me­diante el fin interno de un óptimo. Este óptimo, este estado de perfección era tanto el estado de placer, de felicidad de un ser,como también el estado de una conservación óptima. Principio de perfección y principio de conservación eran en definitiva una y la misma cosa: el bien.

Mas, ¿cuáles fueron las razones que llevaron a dejar de lado las cuestiones causales orientada teleológicamente? Es claro que las ra­zones que llevaron a eliminar la perspectiva teleológica de la natu­raleza no estaban suscitadas por los fenómenos. Sabemos hoy que los cambios de paradigmas nunca están forzados por los fenómenos mismos. Se trata de razones meta-científicas. La constitución de la ciencia moderna encierra ella misma razones no-científicas. El cami­no que ha llevado a esto no puede ser indicado aquí. Hay un ca­mino muy largo que va desde aquel conocimiento mentado por lapalabra hebrea «jadah» hasta el concepto cartesiano de «certa cognitio». «Yahvé conoce el camino de los justos», dice el salmo pri­mero. «No os conozco», dice el Juez en el último día a los malos. «Adán conoció a su mujer y ella le dio un hijo». Franz von Baader ha indicado, en fin, la conexión que hay entre conocimiento y co­mercio carnal. Conocimiento significa aquí unificación con otro, de­saparición de la autoconciencia. AI final de este camino encontramos algo completamente opuesto: la cerrada claridad de la conciencia autosubsistente, para la cual se ha dado la naturaleza algo absolu­tamente extraño.

El estadio más importante en este camino fue la teología de la creación. Ella enseñó que la naturaleza no es algo último, como lo pensó toda la antigüedad: y preguntó todavía por su génesis. Esta génesis fue entendida como resultado de una acción. El arte se in­crusta en la naturaleza, había dicho Aristóteles. ¿Pero cómo pe­netra el arte en las cosas? ¿Cómo surge, por ejemplo, en el flautista? Respuesta: por el ejercicio. Y este ejercicio era la consecuencia de un paso dado de manera completamente intencionada y planeada, ¿Y cómo llega el arte a la naturaleza? También sólo por medio de un plan y una intención. Este era el argumento con el que el aristotelismo medieval conectó entre sí teleología y teología, La inten­ción que dirige la flecha al blanco no está en la flecha, sino en el ballestero, escribe Tomás de Aouino, utilizando la teleología natu­ral como fundamento de una prueba de la existencia de Dios. Tomás ha entendido la analogía mutatis mutandis. El hacedor terreno sólo puede subordinar a su fin resultados puramente externos. El crea­dor establece realmente en las cosas el «arte» teleológico.

Pero el ejemplo del ballestero se ha hecho famoso de modo pa­radójico. En la tardía Edad Media, con Ockham y Buridan, se arre­metió contra la teleología: la finalidad sólo se halla en el obrar cons­ciente. Si el fin de los procesos naturales se encuentra fuera de ellos, a saber, en la conciencia divina, entonces los procesos mismos sólo pueden ser tratados bajo un punto de vista causal. Podemos admirar­nos del mundo como máquina del constructor divino; en ella mis­ma podemos descubrir únicamente las mismas leyes mecánicas que él mismo ha utilizado. La teleología natural es fetichismo; la con­sideración mecánica de la naturaleza es vindicatio divini numinis, escribe el filósofo del Renacimiento Sturmius. A esto se añade que para Francis Bacon la teología es inútil. Si queremos hacer al­go con la naturaleza, de nada nos sirve pensar si ella pretende algo por sí misma. Pues el conocimiento de la naturaleza se encuentra al servicio del hacer. Representarse una cosa significa: «imagine what we can do with it, when we have it», escribe Thomas Hobbes. Por el contrario, la teología es conocimiento simpático, el intento de comprender la naturaleza a nuestra imagen y semejanza. Tal com­prensión no estaba al servicio del hombre, sino que era un elemento de la autocomprensión del hombre en la totalidad del mundo. Estas preguntas ulteriores, de carácter teológico y práctico, volcadas so­bre la naturaleza, significaban a la vez un distancia miento. El hom­bre trasciende la naturaleza y conspira con el creador inmediata­mente. Así se convierte la naturaleza en mero objeto de uso, de uti. La relación de entrega gozosa, fruí, y por tanto, el conocimiento enel sentido arcaico, está reservada, según San Agustín, a la relación Dios-hombre.

Sólo el mundo burgués de la modernidad ha extraído de aquí la consecuencia. La ciencia está al servicio de la praxis; ella no es ya —como teoría— fin de ésta. La relación contemplativa del mundo parece inmoral. En la medida en que la naturaleza se ha convertido, en el ámbito del hacer humano, consecución de fines humanos, hemos de prescindir de la consideración de una especie de naturaleza que tenga fines naturales inmanentes.

La antigua comprensión de] señorío del hombre sobre la natu­raleza entendía ese señorío no como algo despótico, sino como ex­presión de un orden jerárquico, en el cual los respectivos fines infe­riores no eran simplemente ignorados, sino que eran referidos a los superiores, dentro de una armonía preestablecida. Incluso los fines humanos eran naturales; y la doctrina del alma humana era una parte de la Física.

Es característica una discusión sostenida, al comienzo de la Politeia platónica, por Trasímaco y Sócrates. Sócrates había utili­zado la imagen del pastor para caracterizar con ella a quien ha de regir el Estado. Trasímaco observa que el pastor entrega las ovejas al carnicero y, por tanto, no tiene ante los ojos el bien del ganado.

sócrates replica que este fin es accidental para el arte del pastoreo. El pastor, como pastor, pretende el bien del ganado. Detrás de esto está el hecho de que para el hombre las mejores ovejas son aque­llas que en el curso de su vida se han desarrollado lo mejor posible como ovejas. El arte del carnicero no define el arte del pastor.

Justamente esto es lo que se modifica en el mundo moderno. Aquí el mercado prescribe al cuidador cómo tiene que mantener los animales; pero este mantenimiento zoológico jamás se establece para el bien del animal. El punto de vista del criador de animales es exte­rior al dueño de animales y tiene que hacerse valer «desde fuera».

La idea clásica de la jerarquía de fines presuponía algo así como una teleología objetiva: las cosas no son fines para sí mismas, sino que son fines en sí de la naturaleza. La ontología moderna, empero, sólo conoce fines como tendencias de autoconservación, o sea, de la conservación de lo que es. La definición de la teleología como ten­dencia a la autoconservación podría decirse que es una inversión de la teleología. Cuando en la biología moderna se habla de teolo­gía y cuando las estructuras teleológicas son estimuladas por mo­delos cibernéticos, entonces el telos es entendido respectivamente como telos para un correspondiente sistema. La funcionalidad es definida siempre por medio de la autoconservación.

Aristóteles, por el contrario, interpretó la autoconservación como la forma más íntima que la tendencia que todo lo finito tiene a participar de lo eterno. La tendencia a perpetuarse en el tiempo es, por así decir, la imitación de una inalcanzable identidad con lo eter­no. La filosofía medieval pretendió pensar la teleología «objetiva» bajo el concepto de repraesentatio. La filosofía preparó en el siglo quince la destrucción de la teleología. Leibniz y Kant, no obstante, indicaron que esta destrucción misma es comprensible tan sólo como expresión de fines racionales determinados, aunque necesarios.

Quisiera concretar los dos fines, los dos intereses que nos llevan a interpretar la naturaleza de manera teleológica o ateleológica, de la siguiente manera: de un lado, el interés por dominar la naturaleza y, de otro lado, el interés por sentirnos amparados en la naturaleza, de poder comprendernos como parte de la naturaleza y de compren­der la naturaleza misma como semejante a nosotros. La clásica filo­sofía finalista de la naturaleza estaba acuñada por este interés. Cuan­do Aristóteles afirma que la piedra cae hacia abajo porque busca su okeios topos, su morada, está utilizando un modo de hablar antro­pomórfico. Pero cuando decimos que «el perro tiene hambre», ¿es­tamos ante un antropomorfismo? Platón y Aristóteles sostenían que un modo finalista de hablar, referido a los procesos naturales, no era una simple manera de hablar. Cuando Aristóteles se refiere a Anaxágoras, a propósito de la presencia de la razón en el cosmos, dice que «él era el primer cuerdo entre los delirantes»: y esto sue­na a nuestros oídos como algo desusado. Un lenguaje teleológico no tolera el predicado «cuerdo». Pero lo que piensa Aristóteles es claro: la pretensión científica de interpretar sin la palabra «hambre»la carrera del perro hacia la escudilla de comida, o de interpretar sin la palabra «alegría» sus ladridos cuando divisa al amo que vuelve, tiene algo de fantástico. El programa de una reconstrucción afinal del surgimiento de sócrates, partiendo del estallido primitivo del universo, es comprensible en sus ideas fundamentales. Pero es im­posible mantener eso en nuestra cabeza una vez que se lee la Apolo­gía platónica de Sócrates. Además quedaría como simple programa, pues esto sólo sería cumplido en un número infinito de pasos. Entregarse extravagantemente al «apeiron» significa para Aristóteles; ser delirante. Y «delirante» es Empédocles cuando estima que la mutación caótica y la selección de lo que sirve a la conservación son suficientes para explicar el fenómeno del ser organizado finalísticamente.

Cuando el hombre renuncia a la perspectiva teleológica de la naturaleza tiene también que renunciar a comprenderse él mismo como ser natural, como parte de la naturaleza. Este es el caso de Descartes. En caso de que quiera todavía comprenderse como ser natural, no puede ya comprenderse como un ser al que le conviene lo bueno. Tal es el caso de Hobbes. Este entiende el deseo del hom­bre como un deseo ciego e ilimitado. No hay ya un bien supremoque pueda poner a la tendencia un límite interno. Sólo hay el mal supremo, a saber, la muerte violenta. El temor —esa madre de la sabiduría— es el único que pone límites al deseo infinito en sí mis­mo, Y lo mismo ocurre con el principio de realidad en Freud. El representante de este principio de conservación es el Estado. Como la libido del hombre es en sí misma ilimitada, ha de ser ilimitado también el poder represor. Tomar partido por el principio de con­servación, por el principio de realidad o por el principio racional —en el sentido de «lo racional»— frente a la tendencia ilimitada del placer, define la posición de «las derechas». Tomar partido por la libido, por el placer, por la imaginación y la utopía, define la posición de «las izquierdas». «Autoconservación» y «autorrealización» son las dos perspectivas directrices. Lo que ambas tienen en común es la ausencia de una idea de finalidad natural del hombre y de la sociedad. El concepto de lelos se divide; los disjecta membra, en cambio, desatan energías, como una escisión atómica.

El papel más propio que jugó Rousseau en la historia moderna estuvo en representar en su persona ambos principios antagonistas al mismo tiempo. «No veo —escribe— un medio soportable entre la más estricta democracia y el más completo hobbismo», Rousseau niega la posibilidad de ser al mismo tiempo hombre y ciudadano (Bürger). Por eso la educación sólo puede ser o educación del hom­bre o educación del ciudadano, «Por naturaleza» el hombre no es ni un ser hablante y racional, ni un ser político. Rousseau proyectó programas educativos para los dos: para el hombre y para el ciu­dadano. La educación del hombre es la educación antiautoritaria del Emilio. La educación del ciudadano es la educación totalitaria que se halla en su escrito sobre el Régimen de Polonia Lo que Rousseau rechazaba era la idea de una educación mezclada, la cual engendraría un «doble hombre». Puesto que la naturaleza no es ya entendida teleológicamente, incorporarse en el estado significa salirse de la naturaleza. En el segundo Discurso habla Rousseau de la «voz divina» que llama al hombre a salir del estado de natu­raleza. Pero quien no oye esta voz no tiene por qué inquietarse: puede permanecer en los bosques, sin contrariar la finalidad inter­na de la naturaleza humana.

Como Leo Strauss ha indicado acertadamente, el hecho de que el hombre natural -—en el sentido anterior de «natural»— haga va­ler sus pretensiones dentro del orden político trae inevitablemente consecuencias revolucionarias. Rousseau no ha previsto esto. Sus escritos políticos no tenían como fin este asunto. No fueron sus escritos políticos sino sus escritos «naturales» los que prepararon la sensibilidad revolucionaría antes de 1789. Sólo después de la re­volución comenzaron sus escritos «civiles» —sobre todo el Contrato Social— a servir de documentos para legitimar los nuevos órdenes establecidos. «Voluntad general» es ya un concepto «de derechas».

Representa el principio de conservación de la unidad política de un Estado. Rousseau mismo escribe que la voluntad general ha sido destruida por la moderna emancipación. Comenzó ya esta destruc­ción por medio del cristianismo, el cual es una «religión del hom­bre», una religión natural y nunca una religión civil.

Todo esto fue entendido muy bien por el vizconde de Bonald. Su crítica a la revolución se centra en el concepto de voluntad gene­ral. En la revolución ve él la revuelta del hombre contra la volun­tad general. Reprocha a Rousseau que —a pesar de sus afirmacio­nes— ha entregado la voluntad general a la voluntad de todos, o sea, a una «voluntad del hombre», la cual trabaja incansablemente para destruir la voluntad general. Además, de Bonald fue el único que vio la conexión de esta escisión de la conciencia política moderna con la ambigüedad de la palabra «naturaleza». Intentó rehabilitar una concepción teleológica de este concepto y distinguió en este sen­tido entre el concepto de «naturel» y el de «natif». Según de Bo­nald, «el homme naturel» de Rousseau es solamente un «homme natif», «El irokés es un hombre natif; Bossuet, Fénelon, Leibniz son hombres naturels». El intento de Bonald para restablecer un concepto teleológico de naturaleza conduce, sin embargo, a una «te­leología invertida».

El finalismo clásico era un finalismo trascendente y dinámico. Sus fórmulas eran: «omne agens agit propter finem», «omne ens est propter suam propriam operationem». El fin último de este ser fi­nito, empero, era la representación de Dios. Tomás de AQUINO escri­be que todo ser finito de la naturaleza ama a Dios más que a sí mis­mo; mientras que la teleología invertida encuentra su fórmula pre­cisa en Spinoza: «Conatus esse conservandi est essentia rerum».

Cuando de Bonald escribe: «El hombre no se inclina en este mundo nada más que a alcanzar perfectamente los medios de su auto conservación física y moral», hay que entender ese bien como el sometimiento de toda la vida a las condiciones de su conservación. La función social de conservarse se convierte en el criterio supremo de la verdad metafísica y religiosa. Por esta especie de pragmatismo se hizo de Bonald el precursor de Augusto Compte y de los más importantes teóricos de las derechas. «La parti de Bonald» llamó Charles Maurras a «Action française». Péguy fue el primero que vio el nihilismo oculto de las derechas modernas, las cuales defien­den la conservación de una cosa, sin poder garantizar su valor. En la medida en que Péguy defendió la revolución francesa contra los discípulos de Compte, contra los maurrassianos, contra los intelec­tuales, pensó que él mismo era el defensor de los valores de la vieja Francia. Pues fueron las gentes del «Ancien Régime» quienes habían hecho la revolución. El concepto no funcional de verdad fue tam­bién el que hizo que un hombre como G. K. Chesterton abogara por los jacobinos. La lucha de Péguy por la verdad en el «affaire Dreyfus». La verdad es un fin en sí, y toda política que no sea nihilis- derechas, una lucha contra la instrumentalización de la verdad, puesta al servicio de la conservación o de la destrucción del orden estable­cido. Por eso escribió: «Donde comienza el affaire Dreyffus, termi­na la política, y donde comienza la política, llega a su fin el affaire Dreyfus». La verdad es un fin en sí, y toda política que no sea nihilis­ta debe en definitiva subordinarse a fines no políticos. Mas para elfuncionalismo antiteleológico de las derechas y las izquierdas seme­jante verdad se llama «abstracta».

Por cierto, las posiciones de las izquierdas y de las derechas son, en cuanto cosmovisiones, posiciones abstractas. La política será siem­pre un ámbito de conflictos y por eso habrá siempre una mentalidad y una política de izquierdas y de derechas. En una situación dada puede subrayarse con más énfasis ora los derechos del hombre, ora la «raison» de Estado, el único que puede garantizar esos derechos. Como cualquier orden establecido encierra un desequilibrio en la di­visión de cargas y compensaciones, habrá siempre personas que estén interesadas en primera línea en aumentar las oportunidades y las li­bertades de grupos determinados y, por otra parte, personas que en primera línea no quieran arriesgar un nivel logrado de libertad y de­rechos civiles. Y es también natural que la perspectiva de quienes es­tán mejor situados sea distinta de la perspectiva de quienes no estén en situación de privilegio. Todo esto es normal.

El nihilismo político empieza allí donde la derecha y la izquierda se comprenden como cosmovisiones, como teorías totales del mundo y del estado. Hegel ha mostrado que toda posición abstracta, si se comprende a sí misma como el todo, se hace dialéctica: se transfor­ma en su contrario. El marxismo ilustra esto en nuestra época. El es la izquierda par excellence: hombre contra ciudadano, homme contra citoyen. Partiendo de la negación de la teleología hegeliana, Marx se conecta expressis verbis al dualismo de Rousseau. La su­perestructura política no es ya la culminación de la naturaleza hu­mana, sino su autoalienación. El liberador de la humanidad es, por tanto, la clase que no participa en ninguna forma de plenitud huma­na, como la vida familiar, la sociedad civil, la religión. La revolución pone en movimiento un proceso de emancipación colectiva del hom­bre natural, del hombre como ser genérico (Gattungswesen). Este proceso es esencialmente ilimitado, o sea, sin fin. El despliegue de fuerzas y capacidades del hombre no está dirigido a la «panifica­ción» del hombre: él es fin en sí. El hombre de la sociedad futura, entendida en sentido marxista, será un dilettante, el cual jamás toma en serio las cosas sobre las que opera. Pescará, cazará, criticará sin ser pescador, cazador o escritor. Pues cualquier actividad profesional sería alienación. Recuérdese la tesis de Platón, según la cual en to­do estado bien constituido toma cualquier actividad una forma pro­fesional; o la tesis de Hegel, quien ve en la alienación el estadio necesario que el hombre tiene de venir-hacia-sí-mismo.

Para el antifinalismo de Marx, toda trascendencia del hombre es solamente pérdida de su identidad. La futura sociedad sin clases y sin mando no tendrá ya un telos inmanente. Su fin será solamente el sometimiento progresivo de la naturaleza externa e interna. Para or­ganizar este sometimiento progresivo de la naturaleza externa e in­terna, tiene que establecerse antes un orden totalitario y un poder absoluto. Allí donde la izquierda no quiere permanecer protestando impotentemente contra la realidad, se hace tecnocrática y acoge las Ideas de la derecha de un modo tal que los representantes de la de­recha se convierten entonces, al revés, en defensores de la libertad humana, la cual no tiene en el fondo para ellos un sentido inteligi­ble, un «para qué». Hemos aprendido en la primera mitad de nues­tro siglo que el resultado real de Marx es siempre Compte. El ver­dadero teórico social de nuestra época no es Marx, sino Compte. Só­lo que éste no ha prosperado como Padre de la Iglesia, El catecismo de los estados de Compte es el Manifiesto comunista.

La progresiva dominación de la naturaleza, «la lucha contra la Naturaleza»: esta es la idea directriz de la sociedad europea desde hace tres siglos. Frente a esto estaba la idea clásica de que en la na­turaleza hay un orden final y jerárquico del ser natural, con el hom­bre en la cúspide de esta jerarquía, pero no un progreso ilimitado de sometimiento de la naturaleza por el hombre. El dominio del hom­bre sobre la naturaleza no debe ser, racionalmente mirado, un despo­tismo. La idea de sometimiento ilimitado y progresivo, era la idea de la burguesía europea y fue llevada a su cénit por Marx. Pero esjusto esta idea la que hoy choca con su límite. La Ecología es el su­ceso epocal dentro de la conciencia actual. Hemos descubierto que el hombre tiene que comprenderse otra vez como parte de la natu­raleza, y la naturaleza como estructura finalista. Cuando el hombre hace antropomórfíca esta visión, él mismo cae en el antropomorfis­mo. La idea de sometimiento progresivo de la naturaleza fue conec­tada por Marx a aquella otra idea sustitutiva de la idea de perfec­ción como fin, la idea de sociedad de la abundancia. Es claro que to­da represión puede desaparecer cuando hay abundancia de todos los bienes. Pero también esta idea ha muerto. Hoy sabemos que los re­cursos materiales del hombre son limitados. Por eso el comunista ale­mán W. Harich recomienda hoy el comunismo, argumentando que éste puede administrar la escasez mejor que el capitalismo esencial­mente expansivo. La administración de la escasez es la tradicional tarea de las derechas. Si Harich tiene razón, por lo que afecta al so­cialismo, debemos decir que con semejante interpretación ha dejado de ser ya un hombre de izquierdas.

Ante los problemas de la Ecología se hacen obsoletas las catego­rías de las derechas y las izquierdas. La cuestión decisiva es si el pro­blema ecológico se entiende como problema teleológico o como un nuevo problema tecnológico. Los hombres de la izquierda y de la de­recha son sobre todo tecnócratas. La gran tarea de contener las ne­cesidades humana y de organizar la producción y la distribución es pa­ra ellos un problema organizativo y policial, Pero se trata de saber si podemos concebir los límites del sometimiento de la naturaleza es­peranzadamente, o sea, si podemos descubrir de nuevo la doble sig­nificación del telos como -«límite» y como «sentido». Con espíritu de justicia, de libertad y de dignidad humana puede ser vencida la nueva escasez ecológicamente condicionada, pero sólo si volvemos a considerar en publica discusión los puntos de vista teleológicos.

(Traducción del alemán por Juan Cruz Cruz)